La Masakr3 de Tijuana
El Club Tijuana Xoloitzcuintles de Caliente nació en el año 2007 y desde entonces su popularidad ha tenido un ascenso meteórico en la Liga MX. Campeón del Torneo Apertura 2012, la raza canina mexicana hoy parece ser un estandarte de la identidad tijuanense. Con botas vaqueras y la playera azulcrema, Mavi Robles-Castillo relata su primera visita al estadio de los Xolos.
Jugar contra un equipo que se
defiende es como hacer el amor
con un árbol
Jorge Valdano
El éxito sin honor es el mayor
de los fracasos.
Vicente del Bosque
Al ver jugar a Pirlo me pregunté
si yo era jugador de futbol.
Genaro Gatusso
El viernes 9 de marzo del 2012 los Xolos recibían al América. Como ocurre siempre en los estadios donde los azulcremas van de visitantes, esto ocasionó un sensible incremento a los precios, cosa que yo no he alcanzado a comprender todavía. Todos se quejan y difaman al América (difamar a este equipo se ha convertido en una especie de hobby nacional). Crecí cansada de escuchar argumentos como que los rivales se dejan ganar o se venden, que compran árbitros, que regalan penales y muchas otras incongruencias más, como si el arbitraje mexicano fuera malo sólo a favor de ese equipo, cuando sabemos que es malo para todos, sin distinciones. Lo curioso es que a esos mismos equipos que se quejan tanto nunca los he escuchado quejarse del dinero que obtienen al incrementar los costos cuando el América visita su campo. En todo estadio del país donde jueguen los de Coapa los locales por lo menos doblan el costo del boleto. Con todas estas consideraciones, más la efervescencia de la visita azulcrema, encontrar un boleto para ese partido era una cuestión de billetes.
La gran ventaja de ser dueño de un xolopass —un abono del Estadio Caliente para todo el torneo— es que te permite especular con él de manera fantástica. Ciertos aficionados de Xolos no se mostraron interesados por apoyar a su equipo en ese partido como por ganarse unos verdes: en la red circulaban anuncios donde se rentaba el pase en más de trescientos dólares por un asiento en zona regular. Por suerte mi hermano tenía dos abonos: una vez que los perros ascendieron desertó del necaxismo, olvidó a los Rayos y súbitamente se convirtió en un perro fronterizo de hueso colorado. Mi propia formación romántica me impide abrazar su causa.
A pesar de ser oriundos de Tijuana, nunca me gustó cómo juegan los Xolos; el catenaccio —una forma de juego defensiva que consiste en encerrarte en el área para ganar a base de contragolpes— ya no se juega ni en Italia, que lo inventó hace medio siglo. Además existe el antecedente del Necaxa, que empleó ese estilo para obtener campeonatos. En el invierno de 1996 se coronó empatando frente al Atlético del Celaya y la noticia dio la vuelta al mundo. México fue noticia porque el denominado campeón nunca venció a su rival. Esto obligó a la Federación Internacional de Futbol Asociación a presionar a su vez a la Federación Mexicana de Futbol para cambiar el reglamento del futbol mexicano, porque no era posible que un equipo quedara campeón sin vencer a su contrincante. Otro episodio vergonzoso en el futbol nacional.
El día programado para el juego mi hermano, entre bromas, me advirtió por teléfono que no me pusiera la playera azulcrema. Contesté que vestiría la playera que quisiera y que apoyaba al equipo que me diera la gana, que a mí ningún argumento estúpido me iba a hacer cambiar de camiseta. Le recordé la primera vez que mi papá me preguntó a quién le iba: “a los de amarillo”, le contesté, y mi papá indignado me dijo que le podía ir “a todos menos a esos”. Yo pregunté, “¿por qué no?”, y me respondió: “porque son de Televisa”. No entendí entonces a qué se refería, pero insistí en apoyarlos. Más tarde me daría cuenta de lo poco que me importaba quién era dueño del América. Los dueños de equipos de futbol soccer no son santos, sino empresarios en un negocio prominente, y a mí lo que me importa es el juego. Le dije a mi hermano que me llevaba la playera o que no iba. No tuvo más que aceptar y quedamos de vernos en el parking.
No obstante, cuando me dijeron cómo se llamaba la porra se me borró la sonrisa, me pareció demasiado: La Masakr3, la barra de los pupilos de Hank, personaje que hace y deshace en esta esquinita de México desde hace ya varias décadas, incluso presunto autor intelectual de la muerte de un periodista. Con los antecedentes de la familia, el nombre de la barra era un descaro. ¿La masacre? ¿Es que acaso necesitamos más mala fama para nuestra ciudad? Qué más da, como fanática del futbol celebré la posibilidad de ver jugar a mi equipo en Tijuana, cosa que nunca hubiera pasado si los chicos del Casino Caliente no hubieras ascendido. Además, nadie puede negar que la construcción de este equipo refleja un gran trabajo del aparato de marketing y administrativo de la familia Hank. Los millones de esta familia cayeron, como muy contadas veces caen las moneditas en los tragamonedas de sus casinos. Aflojaron el bolsillo y con ello le inyectaron al equipo un gran espíritu de combatividad, agresividad y ambición. Esta peligrosa mezcla derivó en un equipo aguerrido, polémico en la procedencia de su capital y en su aceptación, gracias a ese amor/odio que la familia Hank ha generado en este estado y en todo el país desde hace ya tres generaciones, pero sobre todo en una escuadra que entendió rápidamente cómo se mueven las mafias en la Liga MX.
Tres horas antes del encuentro llegué al Estadio Caliente vestida con mis botas vaqueras, mi chamarra de cuero negra y la playera ochentera con el legendario Antônio Carlos Santos y su 10 en la espalda. Estuvimos bebiendo tecates rojas hasta media hora antes de iniciar el juego. La temática de la borrachera era obvia.; se cansaron de decirme que iban a ganar, que las wilas no sé qué, que se la iban a no sé cuánto, etcétera. He aprendido a no contestar este tipo de alardes; me mantuve aparentemente calmada. calmada, pero estaba nerviosa porque era un partido difícil. Además, sabía que los aficionados de los Xolos tienen la costumbre de arrojar las cheves al aire cuando anota su equipo, y ese festejo iba a apuntar directamente hacia mí. Por fin abandonamos el auto y nos dirigimos a la entrada correspondiente Nos revisaron poco o casi nada; puedes ingresar con armas y ni quién te pele. En el Estadio Azteca no te dejan pasar ni siquiera el cinto. Mi hermano dijo que porque el suyo es un estadio de primer mundo. Cuál primer mundo ni qué nada, pensé; el parking ni siquiera está pavimentado. Ese día tragué más tierra que chela allá afuera. Lo único de primer mundo son los precios.
No existe en el futbol mexicano actual un equipo más perversamente interesante que los Xoloitzcuintles. Como aficionada al futbol por más de veinte años, al enterarme de la conformación del nuevo equipo tijuanense reí a carcajadas porque comprendí la identidad que buscaban crear: en realidad era sólo tomarla, ahí estaba, era cuestión de secuestrarla para los fines de la institución deportiva y sus dueños. De esa forma, el apócope de Xolos resultó perfecto, pues la gente lo asociaría de inmediato con los “cholos”, esa especie de gentilicio que identifica a una cultura mestiza, áspera y de hábitos relacionados popularmente con la violencia; una identidad bastante prolija en la baja califas y en la California gringa, que también se empata con la histórica idiosincrasia brava de los norteños.
Pero qué más da, con los Xolos llegó el futbol de primera a la ciudad, algo sin precedentes. Y a pesar de tener claro que no habría mucho espectáculo futbolero alrededor de los Xolos, me olvidé del joga bonito y me hice a la idea de que vería un juego ríspido y beligerante; con todo el honor de una fanática leal me dispuse a hacer lo imposible por acudir a la perrera a ver jugar a mi equipo. En el trajín de conseguir la entrada me percaté del tremendo negocio de la familia Hank, pues se vendieron, al estilo Nuevo León, todos los xolopass mucho antes de iniciar la temporada; a mí desde ese entonces los precios me parecían elevados, sin embargo no han dejado de aumentar después de que el equipo se coronó campeón. Con ello el equipo local volvió complicado para los tijuanenses entrar al estadio. Antes de ascender a la Liga MX, los boletos se vendían en unas farmacias regionales; al aumentar la categoría, desaparecieron. Los xolopass borraron casi totalmente la venta de boletos. Es decir, no existe una venta al público tal como se conoce en otros estadios del país, e incluso en los europeos; éste es un estadio para influyentes, acertada estrategia: el mercado bruto que encontraron con el futbol de primera división en la región es avasallador.
Los Xolos son unos auténticos perros; su cancha se ha convertido en un pandemónium para los visitantes. Pocos son los equipos que sacan un punto en la perrera y, peor aún, entrar a su cancha de césped sintético representa un peligro para la integridad de los futbolistas. La dureza del pasto hace más peligrosas las lesiones y tiene mayor impacto en las articulaciones de los deportistas. Sin embargo, los Xolos han sido el único equipo capaz de engendrar una comunión con la gente de la frontera, tanto de Tijuana como de California. Iniciaron su escalada desde la liga de ascenso en el 2007. Tan sólo tres años después de su fundación lograron ascender al máximo circuito, en el 2011, y un año más tarde consiguieron el campeonato de liga en la primera división. Desde su primer torneo en la liga de ascenso disputaron los primeros lugares, aunque perdieron el ascenso a manos del Mérida FC. Con esto, su garra y fiereza habían quedado asentadas desde su fundación y el equipo de la frontera encontró rápidamente respuesta en la fanaticada, cuya disposición a entregarse emulaba a la de los jugadores en la cancha; los dueños habían encontrado una fórmula certera que todavía estaba por dar sus mejores frutos. No olvidemos que ya habían pasado por Tijuana muchos otros equipos sin pena ni gloria, como el Nacional de Tijuana. Ese equipo, filial de las Chivas, nunca funcionó: si algo no somos en esta orilla mexicana es nacionalistas. Por eso aquel equipo nunca estuvo ni cerca de ser lo que ahora es Xolos, y se esfumó como otros por la puerta de atrás. Los Xolos, con su plantilla llena de mexicoamericanos, con su actitud beligerante y brava, y con su rápido ascenso, ofrecieron un espacio y condiciones bastante familiares para los residentes fronterizos, cuya identidad se caracteriza por nuestra mimetización con los gabachos, nuestra actitud frente a la violencia histórica en esta esquina, y ofrecieron una esperanza donde depositar esos sueños con los que tanta gente arriba a esta frontera, sueños que casi siempre terminan en pesadillas. Pero con los Xolos no, con ellos lo mejor estaba por venir.
Inició el encuentro, me quité la chamarra y lucí la playera. Rápidamente noté una paridad en el número de aficionados de cada equipo. Me atrevo a decir que había más mericanistas, pero en la zona que nos tocó estaban puros xolos. Desde la fila de atrás unos gemelos con pinta de locos me gritaron: “quítate esa camiseta” Les dije “no pasa nada, cada quién su equipo, no es para tanto”. Pero comprendí que no tendrían piedad en bañarme con cerveza. ¿Tirar la cerveza? Bueno, se necesita ser estúpidos para desperdiciar la cerveza; nada justifica ese derroche, qué idiotas. Divagando sobre esto se fue la primera mitad; el juego era muy malo y las patadas estaban a todo lo que daba, la bola rebotando en el césped artificial como boligoma. Era malo en términos futbolísticos pero muy intenso como lucha libre. Ese día me quedó claro que los Xolos nunca se han interesado por jugar bonito, eso sólo le importa a algunas románticas como yo. Acá la idea general es que “el futbol es de resultados”, una sentencia estúpida para un futbol nacional que históricamente ha carecido de ellos.
Una vez en primera división, los Xolos armaron un equipo con jugadores profesionales de ambas californias, dos de los nichos más amplios de la cultura “chola”; pusieron una cancha artificial para sacar ventaja, como lo hacen muchos otros equipos que juegan en horarios que no son los óptimos para la práctica del deporte; también se aseguraron de contratar figuras con personalidades ríspidas. No iba a ser fácil pasar a Elgidio Arévalo, uno de los más férreos mediocampistas uruguayos de toda la historia, casi comparable con el energúmeno de Gerardo Gattuso; pero si se llega al área todavía falta enfrentar a Gandolfi, ese defensa argentino que toda su vida había jugado con el cuchillo entre los dientes; aquí Xolos aumentó la categoría de su arma: el central juega con la automática fajada en los shorts. Bien “armadito”, el proyecto canino empezó a cuajar, y pronto serían campeones de liga. En el juego de campeonato contra Toluca, una entrada artera de Gandolfi a escasos minutos del primer tiempo debió provocar que se fuera temprano a los vestidores para reflexionar sobre su poca comprensión del fair play. sin embargo, la falta increíblemente no se marcó. Los fronterizos jugaron toda la final con uno que debía estar expulsado, y la ganaron a escasos meses de haber ascendido: la magia del dinero, las relaciones públicas, el juego callejero, la marrullería, la provocación y la intimidación a los rivales funcionaron, rindieron frutos, los hicieron campeones.
La segunda mitad del partido inició con la misma tónica. Un jugador de Xolos, fiel a su estilo, se lanzó de la tercera cuerda y lo expulsaron. Las cosas se ponían complicadas porque los aficionados locales se encabronaron, aunque fuera justa la expulsión. De pronto Raúl Jiménez escapó solo y anotó el tanto de la ventaja para América. Los asistentes azulcremas brincaron y celebraron. Yo no lo hice, estaba rodeada de perros. Apenas apreté el puño y en un gesto tímido eché el codo hacia atrás dos veces. Sabía que aún faltaban veinte minutos. Muy poco me duró el gusto. A los minutos se empató el partido y, como esperaba, me llovió toda la cerveza de los alrededores, dejándome empapada. Los gemelos me gritaron otra vez: “ándale, quítate esa camiseta, te prestamos una de los Xolos”, y los dos se quitaron la playera dejando al descubierto sus tatuajes de penal gringo. Les respondí, sonriente: “gracias, amigos, muchas gracias, pero estoy bien”. Abrí mi bolsa y saqué otra camiseta americanista de principios del 2000. Me quité la de Antonio Carlos y quedé con todos mis tatuajes al aire, que no son pocos, solamente con una camiseta sin mangas. Mientras me secaba con los pedazos secos de la camiseta ochentera, lucía mis tatuajes como diciéndoles, “ustedes se creen muy cholos, mucha actitud, pues yo también tengo lo mío”. Sin embargo, al mismo tiempo estaba nerviosa y rogando que no cayera otro gol local. Escuché que decían, frustrados: “mira, traía otra camiseta de repuesto”, “uy, si cae otro gol no se la va a acabar”. Así, hecha un manojo de nervios, se me fueron los últimos diez minutos. Poco antes del silbatazo final se fue otro perro expulsado. El árbitro silbó y descansé aliviada. Después de todo un empate no era malo, pocos equipos habían salido vivos de la perrera y, sobre todo, yo había salvado la tarde y el orgullo americanista. De haber caído otro gol de Xolos no sé qué hubiera hecho, sólo llevaba una camiseta extra.