La mala muerte
Como decía Borges, “morir es una costumbre que sabe tener la gente”; y en cuanto a costumbres, se tienen buenas y malas. Las enciclopedias registran, casi a su pesar, las que tienen algunos de morir mal. Las muertes inceremoniosas, injustas y hasta paradójicas que han padecido toda suerte de personas excepcionales a lo largo de la historia dan, por lo menos, para un comentario de ocasión.
De los antiguos tenemos muchos relatos pero pocas certezas. Por Diógenes Laercio conocemos la vida de muchos filósofos griegos: sus muchas biografías, algunas llenas de chismes, las escribió hasta trescientos años después de la muerte de éstos. Si hoy en día es de poco fiar una narración histórica del siglo XVIII, tanto más debemos sospechar de Diógenes. Con todo, tiene la ventaja de narrar destinos singulares. Según él, Tales de Mileto murió abrumado por una muchedumbre en una competencia gimnástica, a causa del calor, la deshidratación y la debilidad de ser viejo: “Las gimnásticas luchas observando / atento en el estadio el sabio Tales, / arrebatóle Júpiter Eleo.” De Heráclito dice que ya viejo se fue al monte a comer yerbas, se enfermó de hidropesía y para curarse se enterró “en el estiércol de una boyera”; no se pone de acuerdo si lo mató asolearse o si murió porque unos perros se lo comieron al no darse cuenta que se trataba de un ser humano embadurnado de estiércol. De Empédocles, el inventor de la retórica según Aristóteles, nos cuenta que después de una cena donde estuvo Pausanias desapareció, y que probablemente se arrojó al Etna.
En el Renacimiento se dieron muchas malas muertes. Tengo en la mente una conocida; otra no tanto. Fernando de Magallanes, quien estaba al servicio de España desde 1512, buscó cruzar el Nuevo Continente por el Sur, para conocer sus confines; en 1520 descubrió el estrecho que ahora lleva su nombre, es decir, lo que faltaba por descubrir. Para su desgracia, no se detuvo allí: siguiendo la lógica ya establecida, supuso que lo que seguía era otro océano, cuyo tamaño ignoraba, y una vez atravesado, llegaría a las verdaderas Indias. Navegó tres meses por un océano al que le pareció buena idea llamar Pacífico. ¿Para qué? Para ser asesinado, y probablemente devorado, por los habitantes de una de las islas Filipinas. Según la Enciclopedia Británica, murió en una famosa batalla contra una tribu cebuana encabezada por el gobernador tribal Lapu-Lapu, en la isla Mactán.
El desconocido Melchior Hoffman, luego de proponer una mística teoría anabaptista, se separó del luteranismo y del resto de los anabaptistas para predecir el fin del mundo, que tendría lugar en 1533. La predicción también decía que él mismo en compañía simbólica de Cristo entrarían triunfantes a Estrasburgo —of all places!— a fundar la Nueva Jerusalén. Tuvo como maestro a Hans Hut y a Agustin Bader: el primero predijo el fin del mundo para 1528; éste último para 1530. El mundo se acabó para unos cuantos; a él lo metieron a un calabozo.
La Ilustración no exentó a nadie de morir a la mala. Antoine Laurent de Lavoisier, miembro de la comisión del sistema métrico durante la Revolución francesa y quien elaboró la primera teoría de la composición del agua y otras minucias, fue enviado a prisión en noviembre de 1793 cuando la Convención ordenó el arresto de los recaudadores de impuestos. Ese fue su pecado. Y lo guillotinaron. Su casi contemporáneo, Johann Joachim Winckelmann, uno de los principales teóricos del arte griego y romano y a quien le debemos, quizá, las primeras bases de la arqueología, un día de 1768 en Trieste, fue asesinado por un ladrón, para robarle unos medallones que llevaba consigo.
El siglo XIX es rico en enfermedades venéreas como la sífilis, y también en suicidios vergonzantes. Sin embargo, es mejor dejar de lado esas formas de morir para concentrarnos en otras más insospechadas. Évariste Galois, el matemático francés que propuso la primera teoría de grupos, encarcelado por protestar abiertamente contra el advenimiento de la Restauración de la monarquía en Francia, salió de prisión en 1832; auspiciado por la desgracia, se cree que fue retado a duelo por un lío de faldas. Ante la fatalidad que significaba enfrentarse a un campeón de esgrima del ejército francés, dedicó la vigilia del duelo a elaborar sus postulados matemáticos, que antes habían sido rechazados por la Academia de Ciencias. Murió en un hospital a consecuencia de las heridas. Tenía 20 años.
Me gustaría hablar de Ambrose Bierce, pero es un lugar común, y siendo tan breve el espacio, no puedo darme ese lujo. Mejor vamos con una novedad. Este ejemplo es de un anónimo. No he averiguado cómo se llamaba. Charles F. Hockett habla de él en su Curso de lingüística moderna. Su grandeza, única y suficiente para mí, es que fue el último hablante del dálmata, “lengua románica que se habló en lo que hoy es Yugoslavia; murió en la explosión de una mina en 1898”.
En el siglo XX la mala muerte se dio con gran naturalidad. Podríamos pensar en todos los escritores, científicos y animadores sociales que fueron a campos de concentración, fueron traicionados, cayeron en desgracia o simplemente desaparecieron. No es pertinente mencionar aquí y llevar a desdicha estas anécdotas. Recuerdo más bien algunos accidentes lamentables. El compositor español Enrique Granados murió en 1916 a bordo del SS Sussex, hundido durante la Primera Guerra Mundial en el Canal de la Mancha por un submarino alemán; regresaba a España después del estreno de su ópera Goyescas en Estados Unidos. Albert Camus murió en un penoso choque en carretera. Ni la imaginación, ni el intelecto, ni la audacia han de salvarnos de ser atropellados. Roland Barthes fue atropellado en el Quartier Latin, frente a La Sorbona en 1980; murió a causa de las secuelas del accidente.
No hay ars moriendi. Morir, “esa costumbre que sabe tener la gente”, puede ser un vicio impuesto por el azar. Ahora me preguntarán, ¿a qué viene todo esto? ¿Cuál es la moraleja? Un simple y lacónico: no lo sé. Nadie lo sabe.