Tierra Adentro
Diana Martín. “Cuidado con en quién te sientas” Acuarela y grafito/Papel

Para Verónica y Frida, cómplices en el tiempo y el espacio

Antes de despegar, una puesta en común

No me es ajena la sensación agridulce que produce hablar mal de las otras: las desconocidas, las que no pertenecen a la órbita de una, las que no son como nosotras. En la secundaria participé de la maledicencia hacia chicas que me eran indiferentes, pero que mis compañeras del recreo odiaban; en la universidad, me burlé de las estudiantes “Mientras me caso”, y más adelante, critiqué a conocidas con una mezcla horrible de morbo y culpa. Al hacerlo sólo obtuve la mediocre y amarga satisfacción que deja arrancarse una costra.

Siempre tuve la sensación de que al decir: zorra, fea, gata, naca, vieja o mantenida, algo andaba mal, algo distinto al mero escozor por la “incorrección política”. ¿Por qué si en general se considera mezquino valorar a las personas por su vida sexual, apariencia física, clase social u ocupación, parecía aceptable encontrar placer en juzgar así a otras mujeres? Me negaba a asumir eso de que somos conflictivas, enemigas las unas de las otras por naturaleza. El hecho de tener buenas amigas, de contar con el apoyo sincero, el afecto y la complicidad de varias, era la evidencia de un error en el sistema que sólo se explicaba a través de la individualidad. Hasta que leí lo siguiente:

Yo, siempre ve en las otras el mal, y el bien en sí misma. Cualquier problema que enfrentan las demás es minimizado para inferiorizar a la otra, quien resulta no sólo responsable, sino culpable. Se desconoce que lo que acontece a la otra puede sucederle a cada una, y los tropiezos y las desgracias personales se justifican con interpretaciones circunstanciales y mágicas. Con saña, una mujer descalifica a otra por cosas que ella misma ha hecho o que le han ocurrido. Entre mujeres, ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio es, más que una forma lógica de pensamiento, una actitud de salvaguardia de la propia imagen ante la posible contaminación […] De ahí la competencia entre las mujeres para sobrevivir en un sistema cultural asimétrico y en el estricto orden jerárquico de la familia y las instituciones sociales”.[1]

El párrafo pertenece al libro Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas de Marcela Lagarde y de los Ríos (UNAM, 2005). Gracias a su lectura, pude comprender la desconfianza que me produjeron desde siempre los estereotipos, los acotados deber ser de las mujeres. También pude entender de dónde viene esa ligereza con que solemos juzgarnos unas a otras, me fue posible ver los mecanismos artificiales, externos, y no programados por la genética de esa enemistad histórica. Pero a pesar de que este libro lleva cuatro ediciones, más un buen número de reimpresiones y de que puede encontrarse en cualquier librería, para llegar a él hay que callejonear, explorar caminos inusuales del conocimiento si no se es estudiante de ciencias sociales o se está en contacto con el  feminismo, ay, la palabra con F.

Las mujeres, pues, tememos que contaminarnos de aquello que representan las otras, eso que no queremos ser. Al decirlo, manifestamos: “Yo soy diferente. No soy como las demás: cursi, golfa, ñora, gorda, lagartona”, etcétera. Es más fácil señalar esa distancia que aventurarnos a definir lo que sí deseamos ser, sobre todo si las opciones en algunos contextos parecen limitadas, o si se tiene la creencia de que hay que correr de un lado a otro para construir la feminidad completa: “una dama en la calle, una sirvienta en la cocina, una puta en la cama”.

La figura de la feminista constituye uno de los “Yo no soy así” más comunes. “Uno se eleva rebajando lo otro”,[2] por lo tanto, quienes sienten la necesidad constante de aclarar que “están a favor de luchar por los derechos de las mujeres, pero no son feministas” desean comunicar que no han caído en la trampa de un discurso percibido como arcaico, violento, radical, y cuyo verdadero objetivo la mayoría desconoce. Desde luego, este deslinde tiene muchos matices: para empezar, hoy en día existen muchos feminismos, no uno sólo. Hay quienes se mantienen cerca de alguno de los feminismos, pero se desmarcan para evitar la carga socialmente negativa que implica el término; quienes lo rechazan en pos de otro que defina mejor su perspectiva, como sucede con el Womanism[3]; y, por supuesto, hay mujeres que no pueden estar física y socialmente seguras en sus comunidades si confrontan al patriarcado como proponen ciertas estrategias del feminismo mainstream. Resisto la tentación de tomar la lateral para hablar de ésta y otras alternativas, pero para efectos prácticos debo detenerme en la primera idea.

A pesar de rechazar la noción del feminismo “la concientización de la opresión les ocurre a todas las mujeres sin que se autodefinan como feministas. O dicho de otra manera, todas las mujeres desarrollan aspectos del feminismo por sí mismas. Lo hacen en la cotidianidad al confrontar el modelo de mujer que de acuerdo con su círculo particular deben ser, con las mujeres que realmente son”, dice también Marcela Lagarde.[4] Si cada una realizara este ejercicio personal de forma honesta, al menos cabría lugar para la duda de que quizá podríamos ser aliadas, no antagonistas.

Hoy, lo digo con franqueza, no tengo ningún interés en participar en una conversación que caiga cómodamente en ese tramposo lugar común: “Entre mujeres podremos despedazarnos, pero nunca nos haremos daño”.[5] Desde luego, esto no se debe a mi ñoñez de nacimiento o a la pureza de mi corazón, muy lejos estoy de ser Santa Catalina. Si algo me desagrada en la otra, ahora procuro confrontarlo con mis prejuicios de género, imaginar las posibilidades de lo que piensa o siente. Trato, en suma, de que me caiga mal por la falta de afinidades personales, no por lo que debería estar haciendo o dejando de hacer como mujer.

Desafiarse a una misma constantemente, buscar respuestas, vías para caminar hacia lo que deseamos después de establecer lo que no queremos, es una tarea ardua. Por eso es necesario el apoyo y la complicidad de quienes viven ese mismo proceso, “[…] buscar a las otras: hacer cosas con ellas, construirse con las otras, desaprender juntas e inventar nuevos lenguajes; encontrarse y colectivamente desestructurar la feminidad opresiva”.[6] Necesitamos acompañarnos en nuestra reconstrucción.

Más que convencer de usar la etiqueta feminista a quienes la rechazan, quiero recalcar la necesidad de revisar los elementos que una y otra postura tienen en común. Repetir sin cesar “No soy feminista” desde el prejuicio, ignorando sus búsquedas y esfuerzos actuales, implica desacreditar gratuitamente una causa justa (y más: es urgente, necesaria en países como el nuestro). Pero poner en común los propósitos feministas, no feministas, humanistas, igualitarios, etcétera, quizá ayudaría a retroalimentarnos de manera más significativa.

Parafraseando burdamente a Norbert Bilbeny y su magnífico mínimo común moral[7], propongo acordar un mínimo común de la equidad de género para encontrar en qué sí estamos de acuerdo. Es probable que en conjunto creamos que es necesario:

  1. Reconocer que hay inequidad en el acceso de las mujeres a la educación, el empleo, la seguridad económica y social, el placer y el bienestar; en consecuencia, idear formas de eliminar esa disparidad, estrategias que garanticen posibilidades de vida justas para las mujeres de todas las edades, etnias y clases.
  2. Esforzarse por garantizar una vida libre de violencia psicológica, física, estructural y simbólica para todas las personas, pero de forma urgente para las mujeres.[8]
  3. Crear las condiciones necesarias para construir las identidades de forma libre y digna, tanto en comunidad como en la individualidad.

Con esta puesta en común, podríamos restarle importancia a la discusión de las etiquetas y evadir los tópicos de la condena hueca hacia la lucha por la equidad de género. Por ejemplo, una de las más frecuentes es calificar a estas demandas como “quejas”. Resulta irónico notar que son los opositores del feminismo quienes profieren, sobre todo, las quejas, pero (a diferencia del feminismo) sin ofrecer alternativas efectivas de cómo resolver, “sin lloriqueos”, estas cuestiones.

Si quienes leen estas líneas al final siguen creyendo que al defender lo anterior se adquiere la obligación de “odiar a los hombres” o “quemar brassieres” en las plazas públicas, necesitan desafiarse a sí mismos y a su capacidad de escucha. Porque las críticas a los feminismos son deseables y necesarias cuando son informadas, pero no cuando hacen perder el tiempo y energías valiosas al demandar las mismas respuestas una y otra vez: “No, los feminismos no odian a los hombres”; “No, los feminismos no apoyan ninguna clase de violencia”; “No, los feminismos no victimizan a las mujeres: les dan poder”. O bien: sí, la idea del feminismo es radical: Es la noción radical de que las mujeres son personas, como dijo Marie Shear. Sí, el panorama actual permite que convivan alegremente feministas de los más variados orígenes e intereses, desde los tacones hasta el ostentoso vello corporal… pero ojalá los quejosos del otro lado del espejo pusieran la misma atención a los otros temas que nos ocupan, porque la equidad de género no está nada más en la elección de rasurarse o no. Ojalá la discusión ya pueda moverse de lugar, porque hay mucho por resolver.

Desde luego, esta puesta en común es la posibilidad de regocijarnos, de sorprendernos en el encuentro, o de confirmar la distancia y expresar un abierto rechazo. No pasa nada: cada quién escogerá las batallas propias desde sus privilegios (o desde la falta de ellos).

Pero una amabilidad de su parte no caería mal: como decía mi abuela, si no ayuda, por favor no estorbe.

Esta petición va también para los genios bobos.

La estación de los genios bobos

En su prólogo al libro Lectoras, Juan Domingo Argüelles entrevista a poco más de una docena de escritoras como Margo Glantz, Mónica Lavín, Dolores Castro o Cristina Rivera Garza, nos da un paseo por una galería peculiar: la que exhibe una estupidez innegable que, con cierta frecuencia, invade a las personas más inteligentes. Por ejemplo, al aclamado filósofo alemán Arthur Schopenhauer cuando dijo: “Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas”.[9] Además de haber escrito El mundo como voluntad y como representación, también es autor de la famosa frase: “Cabellos largos, ideas cortas”. Aunque quizá lo malinterpretamos: es probable que se le haya ocurrido una tarde frente al espejo, mientras observaba la curiosa disposición de su calvicie.

Las galería del horror compilada por Argüelles se extiende a lo largo del tiempo y el espacio: desde los filósofos de la antigua Grecia y Roma hasta los días de Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Napoleón, Lord Byron, Stendhal y Bioy Casares  quien escribió: “Nada más concreto, más burgués, más limitado, que una mujer”.

¿Por qué, si estos grandes hombres han construido el pensamiento occidental, son capaces de enunciar este tipo de torpezas? Porque es causa de una prerrogativa que han gozado históricamente. “Será que tienen razón”, pensaron quienes confiaban en su sabia guía, los menos instruidos y poderosos que ellos, las mismas mujeres incluidas. Y así, sus dichos se repitieron hasta el infinito. Hasta el día de hoy.

Comparemos la idea de un genio bobo del siglo XIX con las declaraciones de otro en el siglo XXI:

Las mujeres únicamente han sido creadas para la propagación de la especie. Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales.[10]

El problema viene de que hemos votado en asamblea mundial que hombres y mujeres son iguales. Y no lo son: los hombres somos competitivos en todas las áreas, sin excepción. Y lo somos porque asumimos las actividades más riesgosas, como la defensa contra otros machos, o la guerra en humanos. Y asumimos los riesgos porque los machos son sustituibles, las hembras no. Si un gallo se me muere, todas mis gallinas resultarán fecundadas por los restantes. La especie ahorra alimento si tiene más hembras que machos.[11]

Visto así, pareciera que muy poco tiempo ha pasado entre un párrafo y otro, salvo por la frase que indica que ya se ha votado por la igualdad de hombres y mujeres (aunque otra diferencia podría ser el desaliño de la prosa).

Las ideas de irracionalidad, animalidad, debilidad, así como la tarea reproductiva como fin último de las mujeres, pervive, aunque usted no lo crea. La argumentación “científica” de que la supremacía genética de los varones explica la disparidad entre un género y otro es popular en nuestros días, y no ha faltado quien y la cite a pie juntillas en la era del Me gustaCompartirRetuitear. Pero no es nada nuevo: Pablo Moebius ya lo había hecho al publicar La deficiencia mental fisiológica de la mujer, en 1900. No es extraño que aún las mujeres exitosas, que incluso hayan obtenido el reconocimiento de sus pares, sufran del Síndrome de la Impostora, un trastorno que las hace percibirse como estafadoras: en el fondo se sienten “fuera de lugar”, que no pertenecen a ese sitio, que no son merecedoras de la posición que ocupan, y temen el día en que los demás se den cuenta de que han engañado a todos[12].

Afortunadamente, Juan Domingo Argüelles no nos deja con la mera exhibición de la torpeza de estas ilustres figuras, sino que desmenuza la causa de su desliz intelectual: los inteligentes se permiten las estupideces “porque irracionalmente se consideran de una mayor valía intelectual y moral justamente por ser inteligentes. En su fuero interno, se comportan así por un convencimiento de la supremacía intelectual que, según su parecer y su sentir, les permite todo”.[13] Es decir, ni siquiera cuestionan si estas ideas se corresponden con la realidad. Moebius quiso demostrarlas científicamente, pero erró desde que se olvidó de revisar el fundamento de su hipótesis en primer lugar.

Al parecer, los genios bobos se sienten autorizados para hablar de misoginia, inequidad o feminismo aunque nunca se hayan ocupado en documentarse seriamente acerca de estos temas porque, al ser tan brillantes, están confiados en que podrán dar una opinión atinada, cuando en realidad lo único que hacen es repetir una convención social, un acuerdo que les favorece, y que, por lo tanto, no tienen la necesidad de cuestionar. Este mecanismo opera de la misma forma en otras desigualdades: las económicas, de clase, de etnia. Y es que es difícil estar dispuestos a reconocer que se tienen ventajas, porque al reconocerlo (en contextos donde el cinismo no es aplaudido, claro), estarían obligados a alguna clase de renuncia: ceder espacios, reconocer la valía de algo que no les  gusta (esas cosas de mujeres), lavar los trastes…

Claro que es natural que seamos ignorantes de éste o cualquier otro tema en la vida cotidiana. No tenemos la obligación de saberlo todo. El problema es que la cuestión de la equidad de género involucra la construcción personal y colectiva de la identidad de las mujeres y de los hombres. Lo que sus palabras determinan influyen en el destino de media humanidad. Aunque los intelectuales no funcionen ya como esa brújula ideológica de las sociedades, por sus facultades para transmitir el conocimiento, su poder de decisión y visibilidad, los genios bobos “tienen una mayor capacidad para hacer daño, a diferencia de los simplemente tontos, que muchas veces causan  perjuicios a otros, y a sí mismos, casi sin darse cuenta. A decir de [Carlo] Cipolla, ‘el potencial de una persona estúpida procede de la posición de poder o autoridad que ocupa en la sociedad”.[14]

Los genios bobos necesitan dejar de suponer de qué se tratan los libros, investigaciones, discusiones y hasta las leyes que abordan la equidad de género. Seguramente son expertos en muchas otras cosas, pero de este asunto necesitan leer más y escuchar con atención antes de repetir las opiniones de siempre. Hay frases hechas tan sobadas por unos y otros que me sugieren una analogía estrambótica: las visualizo como un chicle que quizá en el origen fue redondo, dulce, de algún color brillante, pero que se fue pasando sin empacho de boca en boca hasta convertirse en un cuajarón gris, insípido y viscoso al que nadie pone muchos reparos porque ya se han acostumbrado a masticarlo.[15]

Quizá está de más decirlo, pero desde luego no todos los genios son bobos, así como no todos los bobos son genios, por mucho que sus ocurrencias sean aplaudidas y, ay, viralizables. Este fragmento pertenece a un texto que se hizo muy popular en las redes:

Hubo una época en que no podías observar a ninguna muchacha caminar por un campus, viajar sentada en metro o en un tiempo muerto, sin un libro de Murakami en las manos. Entonces no es que sea fan de estas chicas, pero no puedes esperar a que aparezca la morrita con un Carver, un Cheever o un Updike, sería lo mismo que declararse célibe por convicción. […] Víctimas perfectas del mercado editorial, han confundido al japonés con la Beatlemanía.[16]

Es similar a esta otra idea:

“Las mujeres, en general, no aman ningún arte, no son inteligentes en ninguno y no tienen ningún genio. Basta observar, por ejemplo, lo que ocupa y atrae su atención en un concierto, en la ópera o en la comedia…”

Lo dijo Jean-Jaques Rousseau hará dos siglos y medio.

La razón por la que estas posturas se vuelven tan populares es porque la incorrección política es equiparable a ser “valiente”, “honesto”, atreverse a decir las cosas “como son”. Quienes no encuentran regocijo en el “me río porque es cierto”, son intolerantes y carentes de sentido del humor.

Pero esa no es la razón por la que no nos da risa. Las verdades a las que alude la generalidad de opiniones catalogadas como políticamente incorrectas son, con frecuencia, estereotipos, simplificaciones de la realidad que: 1) no reflejan la realidad, sino una experiencia muy limitada de ésta; 2) no cumplen con el objetivo principal del humor como herramienta de ruptura: no se oponen al discurso hegemónico, no confrontan al poder, más bien, lo refuerzan al reproducirlo en clave de chiste.

Por eso, para quienes nos gusta reír con una buena crítica, resulta un poco decepcionante que los espacios independientes donde se pone en evidencia la “estupidez de los inteligentes” que desglosa Juan Domingo Argüelles,  pasen de largo e ignoren todas estas joyas de la soberbia y el sexismo. A mí, y seguramente a muchas otras personas, nos encantaría ver memes y GIFS que se burlen de los comentarios tipo: “Tu prosa es tan buena que no se nota que eres mujer”, y no sólo aquellos que presentan a las mujeres en términos de interlocutoras sexuales de los varones. Nos reconocernos ahí y nos reímos con ganas, claro, ¿pero dónde están esas otras experiencias? Hay mucho material… Es significativo que algunas de estas alternativas utilicen, para burlarse, las mismas fórmulas y estereotipos que usa el sistema que critican. ¿Qué tanto se rompen esquemas a través del humor si para burlarse de un autor es necesario decir que “logró hacer reír a diversos colectivos, entre los que puede mencionarse el de las amas de casa de la Colonia del Valle, en la capital del Reino”?[17]

Minimizar la experiencia femenina es tan normal que quien lo nota parece vivir en la paranoia: “Vieja el último”, “Debe andar en sus días”, “Lloras como mujer lo que no defiendes como hombre”…

A todo esto, ¿por qué las amas de casa son algo así como el enemigo público número uno de la cultura y las artes?

Sobre una escoba voladora

Me pregunto qué le hicieron las amas de casa a los escritores, editores y críticos  para que las utilizaran como ejemplo del nivel más bajo de culturización y refinamiento del gusto. Lo evidencian comentarios muy naturales dentro de cualquier reflexión, por ejemplo, este fragmento sobre los géneros literarios: “De manera personal prefiero las novelas que están hechas de relatos […] Para mí los géneros son una mera convención editorial, o de mercado. Algo en lo que sólo se fijan los estudiantes de letras o las amas de casa”.[18]

También ha habido escritoras ansiosas por eliminar el lastre que provoca la identificación con el no tan deseable público femenino: “¿Por qué será que estas mujercitas ―doctorcitas― se interesan tanto por mí?” “Me adoran montones de mujercitas, amas de casa”, anota desolada. “También jóvenes de ambos sexos; eso es todo […] Tengo que decir aquello que se dice en momentos graves: ¡no es eso, no es eso!”.[19]

El caso de Rosa Chacel es trágico. Su desprecio hacia lo femenino viene de la imposición: “Los trabajos caseros me destruyen más que cualquier otra cosa […] infinitas porquerías de orden femenino”, que le impiden “ser quien soy, hacer lo que quiero hacer”. Como apunta Laura Freixas, Rosa Chacel es una representante de las escritoras que niegan su identidad femenina para ser aceptada entre los pares más valiosos: los escritores varones serios:

Convencidas de que lo femenino es inferior, intentan escapar a esa inferioridad negando su propia identidad de mujeres. Pero lo son, en un doble sentido: su condición femenina –no hablamos de identidad, de ser intrínseco, sino de circunstancia, de vivencia– se refleja en su obra, y en cualquier caso, son vistas como mujeres por quienes conceden –o no– poder y reconocimiento. El resultado es un sambenito, un pecado original que las persigue.[20]

Para muchos, el trabajo doméstico es una tarea natural de la condición femenina, un conjunto de labores menores que no tienen importancia, así como no la tiene el mundo ni los intereses de quienes las llevan a cabo, a pesar de que históricamente las amas de casa (las madresposas o las trabajadoras domésticas) no han hecho sino alimentar a estos paladines del arte, limpiar el lugar en que viven, lavar y planchar su ropa, cuidarlos durante las enfermedades, brindarles apoyo moral, desahogo sexual, e incluso asistencia laboral, desde llevarles la agenda hasta mecanografiar sus manuscritos, corregirles las faltas de ortografía o darles opiniones y buenas ideas para mejorar su trabajo. Independientemente de lo que han hecho para los otros, está la evidencia de lo que han conseguido para sí mismas además del orden de la casa y el bienestar de la familia (que ya es mucho decir): el premio Nobel, por ejemplo. Cuando Alice Munro lo ganó en 2013, algunos encabezados no incluyeron su nombre para que los internautas picaran el anzuelo de tan insólito hecho e hicieran clic para leer: “Ama de casa gana el Nobel a Murakami”.[21]

Pero volvamos a las amas de casa que no han escrito libros, ni ganado medallas. “El trabajo concreto de la mujer como madresposa se materializa en los otros y permite la satisfacción de necesidades básicas de primer orden, es decir, de aquellas necesidades que de no ser satisfechas llevan a la muerte”.[22] El cuidado, la escucha, la formación de los niños, la higiene del espacio, la compañía, es un trabajo invisible, amén de permanente, no remunerado, y apenas reconocido socialmente con tarjetas de felicitación o rebajas en los electrodomésticos el 10 de mayo.

Los que no tienen empacho en juzgar a las amas de casa como el peldaño más bajo de la escalera evolutiva del pensamiento deberían, por lo menos, reinventar sus ejemplos del mal lector. Aunque sabemos que en nuestro país las mujeres leen más, y en general están más interesadas en la literatura que los hombres,[23] son las primeras en ser juzgadas por el tipo de lecturas que escogen, como si los hábitos y las elecciones de los demás grupos no necesitaran mejorar también.

Si consideran que los libros para amas de casa y jovencitas son, sobre todo,  productos de tan baja calidad, exitosos sólo por sus efectivas estrategias de mercadeo, ¿por qué no se ocupan de escribir mejores libros para ellas?

Por lo menos habrían de considerar qué tanto se benefician del cuidado prodigado por ellas, y cómo este cuestionamiento es un paso esencial para contribuir al desarrollo de las mujeres. Podrían dedicarse a cuidar más de sí mismos, o de otros, y así ampliar su experiencia vital.

Porque quizá “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”, como decía Sor Juana Inés de la Cruz, una de las primeras en desafiar el consejo para combatir a los trolls: le dio de comer a uno, y con excelentes resultados.

Las batallas en el planeta troll

Junto a la limitada pero relevante democratización del conocimiento impulsada por internet, las nuevas formas de ejercer la libertad de expresión, la expansión de saberes antes inalcanzables, el aprendizaje colaborativo y tantas otras bellezas que llegaron con los medios digitales, vino también la denominación para un personaje que siempre ha estado ahí, debajo del puente, dispuesto a arruinar la fiesta: el troll.

Aunque comparte rasgos iconográficos con el ser mugroso y huraño de la mitología nórdica, este troll es una criatura diferente: acecha detrás de la pantalla, con las manitas afiladas sobre el teclado, listas para irrumpir de forma violenta la dinámica de una conversación. Su objetivo es provocar una reacción negativa en quienes dialogan. Como todo concepto que se intenta analizar mientras se concreta su naturaleza, se presta a la designación subjetiva. Es decir, lo que para algunos puede ser un troll, para otros puede ser un participante más que hace una aportación polémica.

Pero, por lo general, quiere suscitar el enojo o indignación de los participantes. Y así como los de los cuentos tenían un olfato especial para la sangre de cristianos, ciertos trolls que hoy se dejan ver a la luz del sol tienen un gusto especial por el olor que despide una actitud desafiante hacia los roles tradicionales de género, sobre todo si es una mujer la que los pone a prueba. Esto abarca innumerables posibilidades, según el contexto, desde usar leggings aunque no se tenga el cuerpo de Kate Moss hasta manifestarse en contra de algún comentario misógino, pero a veces basta tener una opinión propia y hacerla pública. En este caso, el objetivo del troll también será provocar enojo e indignación, pero, sobre todo, el silencio de las desafiantes.

Quizá uno de estos trolls más antiguos del que queda constancia en la historia de las letras mexicanas sea Manuel Fernández de Santa Cruz, mejor conocido por su seudónimo, Sor Filotea, quien en una carta pública a Sor Juana Inés de la Cruz dijo lo siguiente:

No apruebo la vulgaridad de los que reprueban en las mujeres el uso de las letras, pues tantas se aplicaron a este estudio, no sin alabanza de San Jerónimo. […] Letras que engendran elación, no las quiere Dios en la mujer; pero no las reprueba el Apóstol cuando no sacan a la mujer del estado de obediente. […] No pretendo, según este dictamen, que V. md. mude el genio renunciando a los libros, sino que le mejore, leyendo alguna vez el de Jesucristo. […] Mucho tiempo ha gastado V. md. en el estudio de filósofos y poetas; ya será razón que se perfeccionen los empleos y que se mejoren los libros.

Imagino la carta publicada hoy en línea, y enseguida, las ideas del párrafo anterior como primer comentario. Así:

1 comentario a “Carta Atenagórica”

Publicado por Sor Filotea de la Cruz el 25 de noviembre de 1690 a las…

Con esto, claro, se ve que mi definición de troll es amplia. Pero es que Sor Filotea cumple con varias características: la Carta fue una reflexión teológica que Sor Juana escribió dentro de una misiva privada. Cuando Manuel Fernández la leyó, consideró que tenía que hacerse pública… aunque no tuviera el consentimiento de Juana Inés. Así que escribió unas líneas muy elogiosas para la autora (pero al mismo tiempo bastante regañonas), le cambió el título al escrito: en lugar del Crisis de un sermón original, la tituló Carta Atenagórica por ser una argumentación digna de la sabiduría de Atenea, y para colmo, la firmó con  seudónimo.[24]

Volviendo al presente, los trolls no son una curiosidad de internet a la que no hay que alimentar: con cada vez mayor frecuencia, se están convirtiendo en una amenaza para la seguridad de las mujeres en general, las que destacan por sus ideas u ofrecen estrategias para mejorar la vida de sus congéneres. Basta ver el preocupante caso de Anita Sarkeesian o el descorazonador ataque a la genial Mary Beard,[25] para notar que aún falta mucho para que la voz de las mujeres sea verdaderamente escuchada y respetada.

Las comandantes de la nave

Como se sabe, la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz pasó a la historia no sólo como documento autobiográfico, sino también como la brillante réplica de Juana Inés de Asbaje que dibujó en el panorama una conversación todavía necesaria: la defensa de que las mujeres no necesitan que se les diga en qué deben ocuparse o de qué no son capaces. Sor Juana tenía claro que podíamos hacer lo que nos viniera en gana, aunque estuviéramos encerradas en nuestras respectivas celdas. Ella, desde su claustro de monja, imaginó todo lo que su alma sin sexo experimentaría cuando escribió Primero Sueño, ese viaje por un tiempo y espacio delirantes, infinitos.

Me resulta muy conmovedor que algunos estudiosos de la ciencia ficción (no así los de la obra de Juana Inés) consideren a esos 975 versos como una obra de proto-cf,[26] porque ésta es un planeta que ha permitido muchas libertades a las mujeres. Alice Sheldon pudo regalarnos el fantástico mundo que tenía en la cabeza, aunque haya tenido que firmar como James Tiptree Jr., igual que Alice Mary Norton tuvo que convertirse en Andre Norton para publicar sus libros con cohetes a punto de despegar en la portada. Pero al imaginar Ursula K. LeGuin un mundo de seres hermafroditas con la magistral novela La mano izquierda de la oscuridad, o la divertidísima Connie Willis viajeras del tiempo incansables, una heroína entrañable tras otra, ya no han tenido que esconderse bajo unas iniciales, e incluso se han apropiado de ese discurso que, en apariencia, era sólo “de muchachos”. Reconstruirse fuera de las reglas, al margen del tiempo y el espacio, ha permitido que las mujeres se piensen a sí mismas sin límites. Como dice Catherynne M. Valente en su genial historia “13 maneras de observar el espacio tiempo”:

A veces siento que la parte de mí que es una escritora de ciencia ficción está viajando a una velocidad diferente que las otras partes. Que todo lo que escribo ya está escrito, y que la escritora de ciencia ficción me manda mensajes en el tiempo en alfabeto semáforo, a la velocidad que tecleo en mi máquina […] Al final del universo residual que es mi propia muerte, la escritora de ciencia ficción que soy yo y que será yo y que siempre fui yo y que nunca fui yo y que ni siquiera puede recordarme, mueve sus banderillas doradas y rojas hacia atrás, por siempre, hacia mis manos que teclean estas palabras, ahora, para ti, que quiere saber sobre ideas y conflictos y cómo un personaje empieza como una cosa y acaba como otra.[27]

Aunque Jean Franco, la indispensable académica y crítica, no haya abordado la posibilidad de que Sor Juana fuese una autora de proto-cf, me gusta que el título de uno de sus ensayos acerca de ella sugiera la idea: Sor Juana explores space (Sor Juana explora el espacio). En él, Franco analiza cómo echó mano de la alegoría para imaginarse a sí misma traspasando las rejas, lanzada hacia el conocimiento.

Curiosamente, Ursula LeGuin tiene otro ensayo cuyo título es una imagen aparentemente contradictoria, como el de Jean Franco: The Space Crone, algo así como La anciana espacial, pues no hay una traducción exacta para la palabra “crone” en castellano (bruja es la que se utiliza con más frecuencia, pero habría que acotarla sin su implicación peyorativa, más bien como “vieja sabia”).

En éste, LeGuin aluden al notorio silencio alrededor del proceso de envejecimiento de las mujeres: de la menopausia no se habla, es muy poco glamoroso. La misma Jean Franco aborda la cuestión a su vez en otro ensayo, Confesiones de una bruja: “Cuando hace unos años en una reunión del comité editorial de debate feminista propuse un número sobre la vejez, el rechazo fue unánime. No me sorprendió mucho. La vejez da asco, y el asco es una forma contundente de decir no”.[28]

De la misma forma, LeGuin menciona que lo más común es callarlos inconvenientes de esta etapa y tratar de permanecer con la apariencia más juvenil posible hasta la muerte, con lo que se pierde la oportunidad de convertirse en una crone: en la vieja sabia de los cuentos, la que tiene todas las respuestas, la que salva a los héroes y heroínas del infortunio con su poder y sabiduría. Entonces imagina que, de pronto, una nave espacial de otra galaxia nos pide que mandemos al mejor ejemplar de los nuestros, de la raza humana. Ursula supone que la mayoría acordaría mandar al astronauta ruso joven y masculino, en la plenitud de su vigor físico. Pero ella propone algo diferente: “Lo que yo haría sería ir al Woolworth más cercano, o al mercado local de la comunidad, y escogería a una mujer mayor de sesenta años que estuviera detrás del mostrador de joyería o del puesto de las nueces”, y hace un recuento de lo que, muy posiblemente, esa señora ha vivido: la niñez, el matrimonio, las veces que dio a luz, cómo crió a sus hijos, cómo los vio partir, cómo le duelen los pies al final del día y cómo ha visto morir a los que ama. Sobre todo cómo, a pesar de todo, conserva la necesidad de ser amable, de proteger a quien se le acerque. Concluye que las abuelas representan a la sabiduría humana de una forma en que los elegidos de siempre nunca podrían. El problema, dice LeGuin, es que probablemente no querría ir. “¿Yo? ¿Por qué yo, si no he hecho nada en la vida, si no sé nada?”.[29]

Pero vaya que sí saben. Las mujeres mayores contienen una sabiduría que ha quedado enterrada debajo de las toneladas de imágenes de lo que se supone debe ser una mujer, la imagen unificada de una muchacha no mayor de treinta, delgada, risueña y dispuesta a complacer con su cuerpo. La imagen opuesta a las reinas de belleza que contestan con torpeza las preguntas de los jurados para convertirse en la burla de todos (qué paradoja cruel contra estas chicas, contradicción para la que Sor Juana recomendó hace mucho: Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis), o al ama de casa o la abuela cuya opinión es de risa.

Creo que la vida de las mujeres sería muy diferente si perdiésemos el miedo a convertirnos en viejas sabias, a admitir que en nosotras vive esa posibilidad tripartita que antiguamente nos confería autoridad. Hemos sido y seremos la virgen, la mujer que gesta (no necesariamente a través de la maternidad: a través también del trabajo, de la creación artística, de las labores que sostienen la dinámica doméstica y social, es decir, la mujer productiva en sus distintos ámbitos) y la anciana sabia.[30]A decir de LeGuin:

Hay cosas que la mujer mayor puede hacer, decir y pensar que la mujer no puede hacer, decir o pensar (…) La mujer que está dispuesta a hacer ese cambio debe quedarse embarazada de sí misma. Ella debe cargar con la tercera versión de sí misma, con su vejez, a solas y con dolores de parto. No muchos la ayudarán con el alumbramiento. Ciertamente, ningún obstetra masculino tomará el tiempo de sus contracciones, le inyectará sedantes, preparará los fórceps, ni suturará bien las membranas desgarradas (…) Sólo una labor es más dura, y ésa es la última. Es el final, que también los hombres viven y sufren.[31]

Desde luego, el viaje de la heroína es una odisea personal; pero qué mejor sería “perder la vergüenza” a envejecer, como dice Jean Franco, y poner este tema a la vista. Hablar de este proceso las unas con las otras. Apoyarnos, aconsejarnos de una edad a otra. Dejar que las mayores sean las comandantes de la nave, colaborar con las jóvenes para que continúen aquello que las predecesoras comenzaron. Sor Juana tampoco se olvidó de esto, y sugirió la escuela de las viejas sabias: “¡Oh, cuántos daños se excusaran en nuestra república si las ancianas fueran doctas como Leta, y que supieran enseñar como manda San Pablo y mi padre San Jerónimo! Y no que por defecto de esto y la suma flojedad en que han dado en dejar a las pobres mujeres, si algunos padres desean doctrinar más de lo ordinario a sus hijas, les fuerza la necesidad y falta de ancianas sabias, a llevar maestros hombres a enseñar a leer…”[32]

De vuelta al presente, al planeta Tierra y a México, yo también me aventuro a imaginar posibilidades para salir de las celdas, los cautiverios de Marcela Lagarde que mencioné al inicio de esta reflexión.

Las madresposas podrían ser madres que no reproduzcan la obligación del servicio, sino el anhelo de ser quienes ellas quieran. Podrían ser esposas sin ser madres, mujeres que han redefinido el amor romántico y lo aprovechan para disfrutar la vida, para crecer en pareja sin angustias.

Las monjas podrían convertirse en otras Sor Juanas, en pastoras modernas como la pastora Marcela de Cervantes que Don Quijote no necesitó defender, la que sólo quería la quietud de los campos y la conversación de sus ovejas: “Fuego soy apartado, espada puesta lejos”. U otras Soledades, es decir, mujeres que, como la princesa Soledad de Loba, la novela de Verónica Murguía, busquen una vida apartada dedicada a desentrañar ciertos misterios, porque saben que si se distraen con otras cosas, no podrán alcanzarlos.

Las putas podrían convertirse en pornógrafas, dueñas de su cuerpo y de su placer, reconstructoras del placer colectivo y su industria.

Las presas, en mujeres que sean capaces de tomar decisiones que no las perjudiquen.

Las locas se convertirían en imaginantes productivas de nuevos mundos, nunca más condenadas por sus pares, dispuestos a seguirlas sin temer que su canto sea fatal, como el de las sirenas. Las locas convertidas en las reconstructoras:

El encuentro creativo solidario entre las mujeres significa una locura excesiva (…) la única locura de las mujeres que implica la desaparición de los cautiverios porque es la única que se ha propuesto desarticular la organización genérica que hace a mujeres y hombres y a las mujeres entre sí, contradictorios y enemigos.[33]

Y sí: las imagino a todas con despampanantes atuendos futuristas, persiguiendo árboles que flotan sobre minúsculos planetas para coger una manzana, leyendo historias escritas con luz en el aire ligero y tibio de una primavera futura. Están riendo a causa de algún chiste por el que yo, desde el aquí y el ahora, también me río, aunque ya no lo alcance a comprender del todo.

 

 

 


[1] Marcela Lagarde y de los Ríos, Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, UNAM, 2005.

[2] Cita de Elías Canetti, en Masa y poder (1981), tomada de Los cautiverios…  pp. 429.

[3] El Womanism, término acuñado por la escritora Alice Walker, busca eliminar todas las formas de opresión de género, de raza y de clase. Tiene sus orígenes en el pensamiento y las experiencias de las mujeres negras y, a diferencia del feminismo convencional de las mujeres blancas, no se ha favorecido de los privilegios de raza y clase. Esta perspectiva es compatible con el concepto de interseccionalidad adoptado por varias feministas. (No confundir womanism con el término en español mujerismo que tiene connotaciones muy distintas y más bien peyorativas).

[4] Lagarde, op. cit., p. 343.

[5] Frase de la obra teatral “Entre Mujeres”, de Santiago Moncada. En una reseña del estreno en el Teatro de los Héroes de Chihuahua, dice: “En la obra, todas las actrices lucieron radiantes a pesar de su edad. Margarita Gralia fue de las más aclamadas de la noche; con un vestido tres cuartos en rojo que acentuaba su estilizada figura…” (Omnia, 12 de junio de 2009)

[6] Lagarde, op. cit., p. 828.

[7] En el ensayo La revolución en la ética. Hábitos y creencias en la sociedad digital. Bilbeny, Norbert. Anagrama, 1997.

[8] ¿Por qué? La respuesta es que los alarmantes números de feminicidios, trata de menores, y la creciente impunidad de estos delitos son razones suficientes para declarar un estado de alerta de violencia de género en no pocas entidades del país.

[9] Juan Domingo Argüelles, Lectoras, Ediciones B, 2012, p. 18.

[10] Cita de Schopenhauer, en Argüelles, op. cit., p. 18.

[11] Luis González de Alba, ¿Cuotas por género? En la columna “La calle”, Milenio Diario, 4 de octubre de 2010.

[12] Término acuñado a partir de este estudio de Pauline Rose Clance y Suzanne Imes: http://www.paulineroseclance.com/pdf/ip_high_achieving_women.pdf

[13] Argüelles, op. cit., p. 18

[14] En Argüelles, op. cit., p. 18. Cabe aclarar que para Carlo Cipolla en Las leyes básicas de la estupidez humana (un fragmento está disponible en: http://biblioweb.sindominio.net/memetica/estupid.htm), el apodo de “genios bobos” sería incorrecto, pues la designación viene conforme a la magnitud del daño que se causa. Los tipos son: Desgraciado, Inteligente, Bandido y Estúpido; “genio bobo” se definiría como el “que ocasiona daño a otra persona, o a un grupo de gentes, sin conseguir ventajas para ella misma -o aun resultando dañada”.

[15] “Las cuotas son otra forma de sexismo”, “La corrección política es sólo censura”, “Las mujeres se victimizan solas”, “Hay asuntos más importantes, como la pobreza”, “Tipificar al feminicidio es discriminación, a los hombres también los asesinan”, “Yo no soy machista, soy un enamorado de la belleza y la inteligencia de las mujeres, es más, creo que son mejores que los hombres”… Basta darse una vuelta por los comentarios a los tuits o estados de Facebook que abren una discusión sobre la equidad de género y contar las veces que se repiten.

[16] Carlos Velázquez, Contra Murakami, Soho México, 20 de enero de 2014. Disponible en: http://www.sohomexico.com/opinion/articulo/diatriba-contra-murakami-por-carlos-velazquez/930

[17] “Agudeza, humor, ingenio” en El Suprasensible. Disponible en: http://elsuprasensible.tumblr.com/page/3

[18] Daniel Espartaco Sánchez, “La sustancia activa”, Nexos, 1 de agosto, 2013.

[19] Laura Freixas, “Rosa Chacel”, Letras Libres, enero de 2004. Disponible en: http://www.letraslibres.com/sites/default/files/pdfs_articulospdf_art_9315_7317.pdf

[22] Lagarde, op. cit., pp. 120.

[23]Encuesta Nacional de hábitos de lectura de la Fundación Mexicana del Fomento a la Lectura, 2012. Disponible en: http://www.educacionyculturaaz.com/wp-content/uploads/2013/04/ENL_2012.pdf

[24] Las circunstancias que rodean a este intercambio epistolar público son materia de minuciosos análisis y constantes discusiones entre quienes estudian la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, sería irresponsable pretender “entrar en detalles”. Me apego a la reflexión que hace Octavio Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la Fe (FCE, 2004) y la de Diana Valencia en Sor Juana. Entre el dogma y la modernidad. (1998). Disponible, éste último, en: http://biblioteca.clacso.edu.ar/ar/libros/lasa98/DValencia.pdf

[25] Se puede escuchar y leer su extraordinaria reflexión al respecto aquí: http://www.lrb.co.uk/v36/n06/mary-beard/the-public-voice-of-women. La revista Letras Libres, en su edición de abril de 2014, ha traducido este texto al castellano.

[26] Roberto Lépori, en “Sor Juana y la ciencia ficción o las consecuencias de una crítica paranoica”, menciona: “Nadie reclama a la Décima Musa, excepto los críticos mexicanos quienes, de todas formas, sólo la nombran. Miguel Ángel Fernández ubica al “Sueño” entre las primeras obras mexicanas en rondar la proto ciencia ficción. Gabriel Trujillo –interesado en la poesía de cf mexicana– también menciona como primera a Sor Juana. Ross Larson y Ramón López Castro demarcan el inicio de la cf en ese país con Sizigias y Cuadraturas lunares (1775) del franciscano Manuel Antonio de Rivas.” Es una discusión interesante para quienes gustan encontrar estas imágenes y rarezas en la literatura mexicana. El texto está disponible en:

http://istmo.denison.edu/n23/articulos/05_lepori_roberto_form.pdf

[27] En 25 minutos en el futuro. Nueva ciencia ficción norteamericana. Antología de Pepe Rojo y Bernardo Fernández Bef, Almadía, 2013.

[28] Franco, Jean. Ensayos impertinentes. Océano-Debate feminista, 2013.

[29] Ursula K. Le Guin, “The Space Crone”, en The CoEvolution Quarterly (actualmente Whole Earth Review), verano de 1976. Disponible en: http://www.hard-facts.net/cgi-bin/forum/fxm.cgi?act=ST;f=23;t=2089;st=0

[30] Una idea explorada en este libro: Frankell, Valerie Estelle. From Girl to Goddess. The Heroine’s Journey Trough Myth and Legend. McFarland, 2010.

[31] LeGuin, Op. Cit.

[32] Patricia Rosas Lopátegui, “Sor Juana Inés de la Cruz”, en Óyeme con los ojos. 21 escritoras mexicanas revolucionarias, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2010.


Autores
(Ciudad de México, 1979). Escritora, editora, guionista y locutora. Estudió Comunicación y Creación Literaria de la Universidad Autónoma de Barcelona y la Escuela de Escritores de la SOGEM. Su trabajo ha sido reconocido con el Premio de Cuento FILIJ (2007) y la beca Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la especialidad de cuento (2009-2010), con la que escribió el volumen de cuentos fantásticos Pequeños naipes de ópalo. Ensayos y narraciones de su autoría han sido traducidos al inglés y al portugués. Se le considera especialista en Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, literatura escrita por mujeres y literatura para niños y jóvenes, temas que aborda en el Sensacional de Libros del programa Ecléctico, trasmitido por Código DF, estación de la Secretaría de Cultura del Distrito Federal. Ha publicado La Tradición de Judas (CONACULTA, 2007) y en las antologías de cuento Así se acaba el mundo (SM México, 2012), Los Viajeros: 25 años de Ciencia Ficción mexicana (SM, México, 2010), Three Messages and a Warning (Small Beer Press, Texas, 2012, finalista del World Fantasy Award) y Bella y Brutal Urbe (Resistencia, 2013).