La isla inexpugnable
Michel Tournier publicó su primera novela, Viernes o los limbos del Pacífico, cuando ya no era joven. En una época en que el Nouveau Roman y el OuLiPo —movimientos que se definían por sus experimentaciones formales— dominaban la escena francesa, en 1967 apareció la opera prima de un graduado en filosofía alemana, que por entonces trabajaba como promotor de fotografía, locutor y traductor. La obra de aquel novelista de 43 años se volvió popular entre lectores y académicos con una velocidad impresionante: incluso tomando en cuenta que la publicó Gallimard y que fue validada con el premio de la Academia Francesa ese mismo año, su entrada a las instituciones culturales fue inusualmente veloz.
No es, sin embargo, mi intención hablar de la recepción de la obra en una época de literatura formalista, ni siquiera es mi intención divagar sobre las técnicas narrativas que Michel Tournier puso en práctica —su narrativa es premeditadamente convencional—. Me importa más afirmar que esta novela vale por su argumento; especialmente tal como lo describe Gilles Deleuze en un texto de 1969, incluido en La lógica del sentido, que suele aparecer como postfacio en las ediciones francesas de la novela de Tournier.
Deleuze distingue primero a los Robinson de Defoe y Tournier: el Robinson de Tournier está vinculado a los fines, más que al origen; es decir, después de naufragar y encontrarse en un limbo del Pacífico, su relación con la realidad está más en la isla que en Inglaterra. El de Tournier es sexuado, en cambio el de Defoe es asexuado; por último, el de Tournier no hace nada que pueda ser tachado de “perverso”.
A decir de Deleuze, en el Robinson de Defoe hay una ausencia total de sexualidad. En esta versión, el personaje, al verse absolutamente solitario en una isla, se aferra a la tarea de domeñar el entorno, domesticar a las bestias y ordenar a la naturaleza, y se mencionan escasamente sus instintos o apetitos sexuales. Por el contrario, el Robinson de Tournier parte de la pregunta “¿qué resulta de un hombre solo, sin Otro, en una isla desierta?”[1] ¿Hay en él una transformación fundamental, que vuelve irreconocible al hombre gregario de antaño? La diferencia es que en Dafoe un ser asexuado se aferra a reproducir el arquetipo económico del mundo que conoce en la isla; en el de Tournier, hay un ser sexuado que se enfrenta a un mundo completamente disímil al suyo. El Robinson de Dafoe parece idéntico de principio a fin, como si las condiciones adversas simplemente hubieran acentuado su carácter. El Robinson de Tournier se transforma en otro.
¿Si estuviéramos en un lugar radicalmente distinto al nuestro, solitarios, transformaríamos nuestra realidad de tal suerte que se pareciera al lugar del que provenimos, o nos dejaríamos llevar por los elementos propios del lugar y permitiríamos que la naturaleza y lo Otro nos transformaran a nosotros? El primer mito de Robinson es el mito del hombre que busca instaurar una representación de su sociedad, imponer el orden propio en el nuevo mundo. Michel Tournier, por el contrario, ve a un Robinson que se despoja de su “humanidad” para encontrarse con lo elemental, lo prístino, lo fantástico, lo que no quiere decir “bárbaro” sino “un mundo sin mí”.
La soledad no es el sentimiento propio del aislamiento, antes bien, es una percepción, una forma de habitar el mundo. ¿Qué sucede cuando el Otro no figura en la estructura de la realidad? La realidad nunca se confirma; su explicación es monótona, unívoca e incomprobable. “El otro no es ni tan sólo un objeto en el campo de mi percepción ni tan sólo un sujeto que me percibe”.[2] Es mucho más: es Viernes, es la naturaleza, es estar en el mundo.
Para Deleuze, la novela de Michel Tournier no es una tesis sobre la perversión que una soledad forzada puede despertar en alguien. La novela trata sobre los efectos de la ausencia de prójimo: qué es el otro y en qué consiste su ausencia. El prójimo es el deseo. La posibilidad de compararse y comparar el propio deseo. El prójimo no lo es por ser objeto de deseo sino porque a su vez desea. Como lo afirmaba René Girard, somos incapaces de desear espontáneamente, y ante la realidad sin los otros, todo nos es implacable: no hay un mediador que nos guíe diciéndonos qué se debe querer, qué gesto se debe venerar, poseer. Las diferencias entre las cosas son absolutas y no poseen términos de comparación. Sin los otros, es decir, un individuo hipotéticamente aislado de los otros, no tiene posibilidades. Es. Y su mundo simplemente es ése.
En una sociedad los otros están en nuestra estructura del mundo, pero podemos optar por negarlos. El Robinson de Tournier ha estado tanto tiempo solo cuando aparece Viernes que parece que había olvidado a la sociedad. Cuando aparece, lo trata como objeto, y como objeto ajeno a dicha estructura del mundo. Tendrá que aprender que es otra expresión de su misma experiencia.
Ésta es la realidad a la que debe enfrentarse el Robinson Crusoe de Michel Tournier, ese que inspiró a Gilles Deleuze a dar con una intrigante aseveración: “La sexualidad es la desviación fantástica de nuestro mundo”. Vale la pena leer Viernes o Los limbos del Pacífico tan sólo para entender, con todas sus referencias, esta conclusión. Ver la ficción, el mito del náufrago inglés condenado a estar solo: su desdicha, su olvido, sus escritos en el aprendizaje sexual y místico de la naturaleza. Leer que todos llevamos una isla interior.
[1] Michel Tournier, Vendredi ou les limbes du Pacifique, Gallimard, París, 2010, p. 275.
[2] p. 281.