La historia de un usurpador
Llámame por tu nombre recorre con delicadeza la línea que separa la admiración intelectual del erotismo. Es una película voluptuosa. Un despliegue de sensaciones placenteras y un homenaje a los peinados, la ropa y los shorts ochenteros. También es la portadora de una pregunta que probablemente cada ser humano se ha hecho y a partir de la cual ha elegido la dirección de su vida personal. Si sientes que quieres devorar de cariño y lujuria a alguien, ¿es mejor hablar o morir?
Para responder esa pregunta, hace falta contar la historia de un usurpador que llega a ocupar una habitación, para luego ganarse la admiración de una familia. Finalmente, se lleva un nombre. Pero no se lo roba en toda la extensión de la palabra porque, a cambio, cede el suyo.
La historia se desarrolla durante el verano de 1983, «en algún lugar al norte de Italia», en un pueblo idílico donde vive una familia idílica. Dentro de este pequeño e improbable universo, unos papás se sientan en las tardes lluviosas a leer fragmentos de novelas con su único hijo, Elio, un músico joven y sensible, además de un devorador de libros. El papá, un arqueólogo sabihondo y bondadoso, invita cada año a un estudiante a viajar a Italia para asistirlo en diversas labores de investigación. En este 1983, Oliver, un hombre con abdomen de lavadero a mitad de sus veintitantos, tiene la fortuna de ser el elegido.
Desde el momento en que baja de un auto para acercarse a la que será su residencia por seis veraniegas semanas, Oliver exuda seguridad. Lo reciben los padres de Elio, que está en su cuarto, observando todo desde la ventana, junto con una amiga. A manera de juego, Elio se refiere a la persona que acaba de llegar como «el usurpador».
En efecto, el cuarto de Elio se convierte en el cuarto de Oliver, que lleva a cabo la más contundente de las colonizaciones domésticas: se recuesta en la cama sin quitarse los zapatos. Ante esta desfachatez, Elio no puede más que sonreír, para luego darse cuenta de que Oliver duerme profundamente. Si fuera posible hacer una radiografía de los sentimientos de un personaje fílmico, aquí podría señalarse el cuadro exacto en el que Elio comienza a darse cuenta de que la habitación no es lo único que Oliver ocupará.
Samuel y Annella Perlman, padres de Elio, no tardan en notar que el recién llegado se desenvuelve con encanto y naturalidad y lo tratan como a un hijo pródigo. Oliver se relaciona con otros habitantes del pueblo como si los conociera de años atrás. Pronto se encuentra bebiendo con los adultos y jugando voleibol con los adolescentes. De noche domina la pista de baile, sobre todo si la canción que suena es «Love My Way» de Psychedelic Furs. Durante su periodo como «el nuevo chico en el pueblo», Oliver parece ignorar los sentimientos que se agitan en el cuerpo y el alma de Elio.
En Llámame por tu nombre, el amor es una bestia rumiante. En principio, la bestia se sugiere y parece que va a salir a la superficie. En un momento cargado de sensualidad, Elio huele los shorts de Oliver para luego ponérselos en la cabeza y así seguir absorbiendo su esencia. La primera hora de la cinta está permeada de un coqueteo sutil y desesperante, una persecución que se consuma en ser un secreto hasta que es gritada a voces. La tensión sexual por momentos es insoportable, lo que sólo resulta en un disfrute total de la segunda parte de la película.
No es sino hasta que Elio y Oliver se encuentran —por fin— solos frente a un monumento erigido para los italianos caídos en una batalla de la Primera Guerra Mundial, que Elio confiesa a Oliver su ignorancia casi socrática de «las cosas que importan de verdad». Pero ¿cuáles son esas cosas y por qué importan? Los dos se separan para rodear el monumento en quizá la escena más cadenciosa de la película: una sola toma larga en la que los protagonistas comienzan a explorar el deseo que existe entre ambos. El tema musical de fondo anteriormente sólo había sido usado para matizar los momentos que cada uno pasaba en soledad.
Oliver le pide a Elio que lo llame por su nombre. Elio le pide a Oli ver que le regale su camisa. Después de todo, ¿qué es el amor si no un intercambio de cosas que solíamos llamar nuestras? ¿Qué si no ponerse en las manos de alguien más hasta donde sea posible, con todo y el riesgo de terminar destrozados? Sobre el desenlace de la historia es importante guardar silencio, pero también recordar estas palabras, salidas de la boca del sabio Samuel Pearlman: «Obligarnos a no sentir nada es un desperdicio»