Tierra Adentro

El abuelo Matías me heredó dos cosas: su carácter fuerte y decidido y un viejo relicario con la primera foto que tuvo de mi abuela. Del carácter fuerte no me quejo porque me sirvió para soportar el dolor de su muerte, y para protestar cuando me enteré de que el cretino de mi primo Joaquín había heredado su valiosa colección de monedas antiguas. El relicario no me disgustaba —sin duda tenía un enorme valor sentimental—, pero las deudas que yo tenía en aquel momento no se podían saldar con sentimientos, y desde mi punto de vista, el imbécil de Joaquín no se merecía más que una patada en el culo.

Después de consultar con mi abogado las ramificaciones legales que implicaría mandar romperle las piernas a mi primo, decidí que lo más prudente era resolver la disputa quejándome directamente con el responsable: mi abuelo.

Para comunicarme con él, contraté los servicios del médium y psíquico Lucas Rzepczynski, que en su sitio de internet garantizaba «la conexión más rápida entre los vivos y los muertos», y que de entre los múltiples servicios de espiritismo que encontré, ofrecía las tarifas más bajas por minuto en llamadas al más allá.

El señor Rzepczynski me recibió en sus oficinas ubicadas en el quinceavo piso de un obsceno edificio corporativo, vestido con una túnica morada y con un exótico turbante blanco en la cabeza. Se trataba de un hombre mayor y de gesto adusto, visiblemente agotado por los años de contactar espíritus y de corregir a la gente en la pronunciación de su apellido.

—Llámeme Lucas —me dijo después de corregirme por tercera vez.

Luego de explicarle mi caso y el motivo por el que necesitaba contactar al espíritu de mi abuelo, Rzepczynski asintió con la cabeza y me guió hasta una amplia y ostentosa sala de juntas llamada El salón de las ánimas. Al centro había una elegante mesa redonda de madera sobre la que descansaban una bola de cristal, velas, dos platos con restos de comida y varias botellas vacías de Lulú de grosella.

—Disculpe el desorden —me dijo apenada una de las asistentes de Rzepczynski mientras despejaba la mesa—. Esta sala también funciona como comedor de empleados.

Cuando la mesa estuvo limpia, Rzepczynski me pidió que tomara asiento e hizo lo propio sentándose justo frente a mí. A nuestro lado se acomodó su asistente, completando así el mínimo de tres participantes necesarios para realizar la sesión espiritista. Rzepczynski encendió las velas y colocó junto a ellas la fotografía de mi abuelo que le había entregado al llegar. Después de aclararse la garganta, sacudir unas migajas de pan de la superficie de la mesa y de susurrar algo en un idioma incomprensible, los tres nos tomamos de las manos y cerrando los ojos exclamó:

—¡Espíritu de Matías, esta es una llamada por cobrar desde el mundo de los vivos, si la aceptas y estás entre nosotros manifiéstate!

Una súbita ráfaga de viento apagó las velas sumiéndonos en completa oscuridad.

—No quiere hablar con nosotros —dijo Rzepczynski—. Cree que le quiero vender una tarjeta de crédito.

—Dígale que soy su nieto, señor Rzep… Lucas —repliqué.

Ceremonioso, Rzepczynski encendió las velas nuevamente y cerró los ojos.

—¡Espíritu de Matías —exclamó después de unos momentos—, esta es una llamada por cobrar desde el mundo de los vivos de parte de tu nieto, si estás entre nosotros manifiéstate!

Casi inmediatamente la bola de cristal se encendió, y dentro de ella comenzó a brillar una intensa luz azul intermitente que se proyectaba de manera siniestra sobre las paredes del cuarto. En ese momento Rzepczynski entró en un extraño trance y con el rostro ligeramente distorsionado abrió los ojos para mostrar dos pupilas completamente blancas.

—¿Bueno?, ¿sí bueno? —dijo de pronto la inconfundible y aguardentosa voz de mi abuelo a través de Rzepczynski.

—¿Abuelo? —pregunté un poco desconcertado—. ¿Eres tú?

Rzepczynski permaneció callado por varios minutos, sin parpadear y con la mirada vacía clavada en el suelo. Sentí frío, y sólo en ese momento noté el pesado silencio que había caído sobre el Salón de las Ánimas.

—¿Bueno? —gritó Rzepczynski de pronto, haciendo que su asistente y yo saltáramos en nuestros asientos—. ¿Ya me escuchas, hijo?

—No hace falta que grites, abuelo —repliqué agitado—, te escucho muy bien.

—Pues es que yo te oigo muy lejos —replicó poniéndose de pie y alejándose hacia una esquina de la sala— A ver, ¿habla?

—Abuelo necesitas acercarte a mí.

Rzepczynski comenzó entonces a caminar y a darse tumbos contra la pared que tenía enfrente.

—¿Ya? —le gritaba a la pared— ¡no entiendo cómo usar esto!

—¡Aquí, abuelo!, ¡atrás de ti!

El cuerpo del psíquico se alejó un poco de la pared y después de volverse hacia nosotros comenzó a caminar hacia la mesa con pasos cortos, torpes e inseguros.

—¡Te digo que no oigo nada, mujer! —murmuró para sí Rzepczynski—. Ya lo intenté pero no… ¡Oye, hijo! —dijo aumentando nuevamente el volumen de voz y dirigiéndose ahora al techo—. ¡Aquí está tu abuela! Que quiere hablar contigo.

—Eso no se puede ahorita, abuelo —respondí impacientándome—. La tengo que invocar en otra sesión.

—Que te tiene que invocar en otra sesión —se dijo a sí mismo Rzepczynski—. ¡Yo qué sé, mujer! No entiendo cómo funciona esto.

—Abuelo, quería hablar sobre el relicario que me dejaste —dije tras varios minutos de observar a Rzepczynski intentando coordinar los movimientos de sus manos.

—Oye, nieto —respondió—. ¿Esta llamada no me va a salir carísima?

—No, abuelo. Sobre el relicario…

—¿Bueno? ¡Otra vez se te oigo muy lejos!

—¡Abuelo aquí estoy!, ¿me escuchas?

—¿Bueno?, ¡bueno, bueno, bueno, bueno, bueno!

En ese momento Rzepczynski cayó súbitamente al suelo y comenzó a convulsionarse mientras gritaba:

—¡Se está cortando!, ¿bueno?, ¿bueno?

—¡Yo te escucho bien, abuelo!

La bola de cristal se apagó de pronto. El cuerpo inerte de Rzepczynski permaneció tirado en el suelo con los ojos cerrados.

—¿Qué pasó?, ¿podemos restablecer la comunicación? —pregunté.

La asistente de Rzepczynski se acercó a él y lo sacudió un par de veces sin conseguir reanimarlo.

—Parece que su abuelo dejó descolgado del otro lado —respondió.