LA GENEROSIDAD DE LOS EXTRAÑOS
i. sobre el tejado de zinc
Hace 40 años, Thomas Lanier Williams moría en una suite del Hotel Elysée de Nueva York, rodeado de botellas de vino y frascos de barbitúricos. El impulso de los diarios fue asegurar una sobredosis. Las sobredosis mitifican la muerte de los artistas. Un escritor consumido por sus vicios, entregado a los demonios del exceso, vende más que uno que muere plácidamente rodeado por sus nietos. Y siempre es taquillero un escritor solo, en alguna habitación sórdida a la que después, si existe algo de justicia, colocarán una placa conmemorando el hecho: aquí murió un eminente escritor. Quizá incluso se convertirá en un museo, o el hotel ascenderá de categoría, como aquel en el que murió Oscar Wilde, en París, y que ahora cobra cerca de 1000 euros la noche. La muerte de los genios puede ser caprichosa, no siempre dignifica. A veces, la muerte de los genios es simplemente una lección de risa socarrona, un recordatorio de humildad, un estatequieto al ego, brutal, definitivo, incluso, un episodio de 1000 maneras de morir.
La escena en el Hotel Elysée no solo era digna de un escritor decadente, atormentado por la falta de inspiración, porque los éxitos dejaron de llegar: un sistema de planetas de papel orbitando el cesto de basura, las derrotas del escritor, de malos comienzos arrugados, el corazón hecho puños de papel. Y esta muerte mereció también una última dirección, la didascalia fúnebre de dios: Thomás Lanier Williams, nuestro mítico Tennessee Williams, intentando abrir desesperadamente un frasco, se atragantó con una tapa de secobarbital. No sabemos si ese día él deseaba morir, si había decidido entregarse a la quietud de los barbitúricos. Y no importa. Muere. A los 71 años. Tampoco sabemos si en la habitación había caca de perro, como llegó a insinuar Truman Capote, su amigo de juergas y casi un cruel detractor, otro genio consumido por la hiel de la soberbia. No estamos aún seguros si en la garganta de Williams, además de una tapa de barbitúricos había una última declaración, un agradecimiento a un amante final, desconocido, generoso, pero el telón bajó para él.
ii. vida emocional de las iguanas
Williams conoció a Frank Merlo en 1947, en Nueva York. Aunque las versiones difieren en el cómo, pudo haber sido en alguna reunión, en una callejuela mientras deambulaba buscando el contacto visual de los extraños o en Broadway, mientras miraba con recelo las marquesinas que no exhibían sus obras. Prefiero imaginar que hubo un momento en el que ambos se miraron; una simple escena de cruising ocurriendo entre un escritor consumado y un joven actor, sin que al principio ninguno de los dos supiera quien era el otro, cobijados por el anonimato del sexo entre desconocidos. Fue en la época de los primeros éxitos con El zoo de cristal (1945) y Un tranvía llamado Deseo (1947). Del flirteo callejero a pasar 14 años juntos; esos amores inesperados que no tuvieron ninguna expectativa y que crecieron a base de una buena cantidad de éxitos, viajes a su casa de playa, amantes compartidos, vida glamurosa, desenfadada y excesos. Y claro que el amor tenía de dónde crecer, donde echar sus raíces, aéreas, tropicales y expuestas, de manglar, como los amores suspendidos que a Williams le gustaba construir en sus obras.
Merlo se convirtió no solo en el amante, la pareja de planta, sino en el secretario y finalmente, en el enfermero de Williams. Los constantes altibajos del dramaturgo lo volvían un ser frágil ante el apuesto y novato actor. Si existía una relación vertical entre ellos, nunca descartaría que fuera Merlo quien ejerciera el poder; siendo once años más joven, su belleza podía avasallar todo pronóstico de sometimiento ante la monstruosa fama de Williams. Las peleas, rabietas, infidelidades y violencia física fueron transformando la relación hasta que, al final, eran solo un par de amigos que se conocían demasiado bien como para odiarse, demasiado bien como para seguirse amando. Decidieron, por tanto, cohabitar, que quizá sea la muestra máxima de respeto a la existencia del otro. Luego, Merlo enfermó de un cáncer que lo consumió demasiado rápido. Williams le había dedicado La rosa tatuada, una de sus obras más icónicas y la única con un final feliz. Tras la muerte de su compañero, Williams no volvió a ser el mismo y se abandonó a los excesos, a sus depredadores.
iii. la primavera del señor Williams
Sin saberlo o quererlo, Williams contribuyó a que algunos arquetipos homoeróticos florecieran; de la mano cinematográfica de Elia Kazan, nació la imagen de Marlon Brandon sudado y en camiseta que ahora tanto nos gusta ver en gif, de esa masculinidad vulgar, casi ofensiva, que irradiaba gran parte de la publicidad. Ese Marlon Brandon que primero había debutado en Broadway, maravilló con su interpretación y su aspecto en Un tranvía llamado Deseo. Con el tiempo, ese rol se convirtió en uno de los más codiciados por los actores, un ritual de paso para los mejores dotados. Hace apenas unas semanas, el nuevo chico de oro, recientemente fetichizado, Paul Mescal, asumió el reto en la reposición del Almeida Theatre en Londres. Pienso que a Williams le habría encantado ver a un actor como Mescal interpretando a unos de sus personajes insignia. Pienso en una encuentro ficticio entre Paul y Tennessee, sus ojos encontrándose en la orfandad y la ternura. El reto en los personajes de Tennessee Williams quizá es sobrevivir a la locura: personajes límites, desestabilizados, oníricos, lobotomizados y que al mismo tiempo representan lo más humano y permanente de todos: nuestra salud mental funambulista. ¿Habrá sido eso lo que comenzó a incomodar al público norteamericano? Darse cuenta de lo cerca que estaba del estado mental de Blanche Dubois y su miedo irracional a morir por comer una uva contaminada. Se ha hablado demasiado de la correspondencia entre la vida de Williams y su obra, ese análisis tramposo y facilista que abarcaría únicamente algunos acontecimientos biográficos, metidos con calzador en una obra vastísima y compleja, con sus muchas obsesiones, sus fijezas, su insistente exploración de bajo fondo.
Aunque Williams no murió en la pobreza ni en la desgracia absoluta sino, más bien, en la remembranza de sus primeros éxitos –esos que lo convirtieron en una celebridad a los 34 años–, es cierto que hacía décadas que sus obras no gozaban de la misma popularidad y que la prensa se encargó de hacerle saber que el mundo había cambiado sus intereses. Había pasado el tiempo de El zoo de cristal y Un tranvía, obra que lo dejó por mucho tiempo en la cima. Llegó un momento en el que el público dejó de llenar los teatros. Este cambio en la recepción de sus obras en la última etapa de su vida pudo deberse no solo a su calidad o repetición de fórmulas, sino más bien al cambio en la sensibilidad del público norteamericano. De pronto Williams era demasiado sórdido y desesperanzador, algo que esa sociedad había decidido que ya no quería ver nunca más.
iv. último verano del poeta
Dice el personaje del relato “El poeta” que “el que ama a los jóvenes ama también el mar.” Cuando pienso en Tennessee Williams pienso en el sudor. Atmósferas opresivas y sensaciones térmicas tropicales, esa salitre pegada a la piel que está en varias de sus obras. Hay una sensación de calor perenne y sofocante. Las estancias del dramaturgo y Merlo en su casa de playa podían extenderse tanto como sus viajes por Europa. Esos sitios inhóspitos a los que siempre estuvo acostumbrado y de los que nunca se fue. Tennessee Williams amaba la playa, el sudor y a los muchachos que, como en su relato, solían rodearlo para admirar su silenciosa sabiduría. Suele decirse que Williams era más poeta en su teatro que en su poesía. Es cierto. También es cierto que le debemos relecturas, actualizaciones, crítica más allá de lo biográfico, quizá nuevas adaptaciones cinematográficas, menos edulcoradas que las que conocemos. Quizá fuimos demasiado severos con él. No perdonarle haber cambiado el teatro y repetirse, ir en círculos buscando la sencilla y lírica perfección de al menos un puñado de sus obras. Decía el poeta Williams:
Y nosotros, que pensábamos que seguramente la noche
Nos traería la victoria o la derrota
Solo descubrimos que las estrellas son un blanco
Trébol en nuestros pies desnudos.