La genealogía, la casa: poéticas de lo común
La trayectoria histórica de la poesía mexicana durante el siglo XX es, aventuro, un movimiento alrededor del individuo. Las tensiones y pugnas por los espacios de enunciación y representación pasan por la constitución de un imaginario nacional (entendido como una serie de figuras estereotípicas que lo condensaban), el encuentro de diversas tradiciones nacionales que permitieron un flujo de imágenes entendidas como “lo cosmopolita” o “lo hispánico” (ambas, realizaciones históricas de lo supranacional) o la yuxtaposición de ambos dentro de los márgenes de la Ciudad de México como un espacio privilegiado para la cultura letrada, entre otras posibles vías que de algún modo u otro, tienen al individuo como agente o receptor.
Pienso ahora, por poner un par de ejemplos, en el genio creador como depositario y movilizador de la tradición de la ruptura (cuyos mejores ejemplos serían Octavio Paz y los Contemporáneos) o en las máscaras del yo que ha construido a lo largo de su obra Francisco Hernández y que responden mayormente a esta idea (Robert Schumann, Georg Trakl, Robinson Crusoe, et al.).
Estos son, por supuesto, los puntos más visibles de una tradición múltiple y heterogénea, sin embargo, son parte de lo que usualmente se entiende como tradición canónica y en relación con la cual podemos establecer otras coordenadas para ubicar a los autores en los márgenes estilísticos o en la configuración de una nueva hegemonía estética.
Así, como una tangente de las poéticas del individuo y sus movimientos sobre el territorio (real o simbólico), me interesa trazar dos líneas de lo que creo podemos llamar las poéticas de lo común. Dos libros en los que se atisba un suplemento de la condición neoliberal —el individuo como consumidor—, pero que no necesariamente ofrecen una utopía en contraparte: Escribo desde aquí (Pre-Textos, 2010; XI Premio de poesía “Emilio Prados”) de Omar Pimienta y .Peceras (Filodecaballos, 2013) de Maricela Guerrero.
En estas poéticas podemos apreciar no una definición sino una distensión, es decir, una apertura de los umbrales que ceñían las nociones de individuo y subjetividad; un abrirse que sucede como válvula de las tensiones internas. Si “la comunidad no es un modo de ser —ni, menos aún, de ‘hacer’— deI sujeto individual. No es su proliferación o multiplicación. Pero sí su exposición a lo que interrumpe su clausura y lo vuelca hacia el exterior, un vértigo, una síncopa, un espasmo en la continuidad deI sujeto”[1], las poéticas de la comunidad no lo serán porque versifiquen un ideal de la convivencia sino porque muestren las rupturas de la individualidad.
En una primera lectura, el libro de Pimienta podría ubicarse dentro de la tradición individual del yo lírico, abre y cierra con dos poemas en los que quien cuenta las historias siguientes es el centro también de lo contado. En el título se asoma ese sujeto que escribe y lo hace desde la particularidad de un espacio: Tijuana. Omar, nacido el 6 de octubre de 1978 (“el día en que nací Kawara escribió: hoy es viernes/ pintó un cuadro en el que sólo se lee: 06oct1978”) que abre el libro diciendo “Aquí estoy”.
Ese aquí, sin embargo, es un no-lugar entrañable, un espacio de tránsito y mediación de territorios e identidades. El aquí es circunstancial (“nací mexicano y eventualmente me hice también estadounidense/ de igual forma lo haría si fuera Japón la otra mitad de esta frontera”), pero está en la base de la genealogía que se retrata en los poemas (“al centro un árbol genealógico del cual pende una hamaca/ la historia se mece”). Por ello me llaman la atención las fisuras en la subjetividad que se asoman, sin completarse, a lo largo del libro. La vida corta de Isaac, uno de los miembros de la genealogía, está marcada por el hacer de otros ante su exposición (un cuerpo expuesto es un cuerpo fuera de lugar):
Isaac vivió toda su vida en la casa de madera que construyó su padre
a un costado de la casa de cemento y el taller de herrería que construyó su abuelo
ahora descansa en la caja de madera que le construyó su padre
sobre la caja en que descansa su abuela
La comunidad está dada por lo ausente, por la falta de un territorio que, aunque existente, es “un reino amurallado al que se llega de paso”. El yo lírico existe y deambula pero a pesar del movimiento es parte de una continuidad habitada por los dones familiares que hacen de la genealogía un espacio habitado por cuerpos vulnerables.
Llegamos a esta cama con infinidad de filias residuos de nombres que nos amotinaban la boca patrones de conducta en la memoria muscular.
Las poéticas de la comunidad, aunque inconclusas (heridas abiertas que comunican con lo silenciado), suceden primero en los cuerpos de los personajes y las voces. Es, sí, el tópico del cuerpo como casa pero reformulado mediante la borradura de los límites; ambos son resguardo ante la intemperie. La primera parte de .Peceras es una serie de poemas unidos en torno de la casa y sus líneas de fuga:
casa en desbandada: el cuenco de la mano es una casa: cuna y orilla para el recién nacido :resguardos: entre el cielo y la tierra: posibilidades: cunas y acarreos
La comunidad en los poemas de Guerrero no surge de la acumulación de las historias a manera de genealogía como en el libro de Pimienta, sino de juntar objetos dentro de un espacio. La herida del individuo no sucede, pues, como una incisión de la historia sino sobre ella; de allí su propensión a los espacios:
Una casa se construye con preguntas. Una familia es una residencia de preguntas: qué fue de tanto señorío, dicen :casas:
En .Peceras no hay una voz que conduzca el poema sino un diálogo entre dos voces, una quizá más joven que la otra; de allí la apertura a lo vulnerable de la infancia y la casa como un resguardo. De allí también el retorno de la casa hacia los cuerpos como objetos vulnerables en espera de un don (un munnus: una alteridad que nos sustrae) que es violento por la participación de lo corporativo:
¿Qué es una hipoteca? es cuando te prestan para pagar una casa y la casa queda en prenda, ¿cómo? ¿Como vestido? (oh dulces…. por mi mal halladas):
vestido, casa y alimentos —¿y si no pagas? —te expropian la casa ¿cómo? yo no quiero que nos extirpen la casa ni que nos dejen desvestidos
Ambos libros son una muestra de las poéticas de lo común sin que en ninguno podamos observar una sensibilidad renovada. No es, creo, su papel sino mostrar las fracturas de la subjetividad moderna dentro de los flujos de violencia y desarraigo del neoliberalismo. En .Peceras lo común es la casa
aquí está la herida que se habita aquí un amontonadero de renuncias
palabras que se arrojan se rajan, se apilan, se ruedan en engranes de trituración
En Escribo desde aquí, en cambio, lo común es la genealogía como un devenir desde el deíctico del territorio:
el acoholismo de mi abuelo Benito:
sus poemas
la ceguera de mi abuelo Bonifacio:
su cámara
la ligereza de mi abuela María:
su matriz
el martirio de mi abuela Julia:
la silla en su espalda quebrada
En ambos, lo común no es lo compartido sino lo impropio de la herida, lo “desapropiado”. Como brevemente anuncié en la colaboración anterior, ambos son parte de una toma de postura más general de la poesía como reflexión de y hacia lo social mediante el cambio de las formas, los temas y su combinación estilística. No son, ante la precariedad de los sujetos en la época actual, una salida que articule nociones políticas tradicionales, sino la búsqueda de otros modos de hacer en el mundo, apenas incipientes.
[1] Roberto Espósito, Communitas. Origen y destino de la comunidad. Trad. de C. R. Molinari Marotto. Buenos Aires, Amorrortu, 2003, p. 32.