La fiesta también es resistencia: elogio a la calenda
En uno de sus ensayos, John Berger, dirigiéndose a alguien cuyo nombre desconozco, dice: «No puedo decirte lo que el arte hace ni cómo lo hace, pero sé que el arte a menudo ha juzgado a los jueces, exhortado a los inocentes a la venganza y mostrado al futuro el sufrimiento del pasado para que no fuera olvidado. Sé también que cuando el arte hace eso, cualquiera que sea su forma, los poderosos le temen, y que entre el pueblo ese arte corre a veces como un rumor y una leyenda porque le da sentido a lo que no pueden dárselo las brutalidades de la vida, un sentido que nos une, pues al fin y al cabo es inseparable de un acto de justicia. Cuando funciona así, el arte se convierte en el lugar de encuentro de lo invisible, lo irreductible, lo perdurable, las agallas y el honor». Este fragmento de «Mineros», uno de los textos que componen Cumplir con una cita, me hace pensar, de hecho, en otra experiencia estética que también, y muy a menudo, se convierte en «el lugar de encuentro de lo invisible, lo irreductible, [y] lo perdurable». Me refiero a la fiesta. Pero no a cualquier tipo fiesta, sino a uno similar al que hace unos días experimenté en Oaxaca: la calenda.
Del 25 al 29 de abril, participé en el foro Ideas que convocó Ambulante. Éste, paralelo a su programación cinematográfica, estuvo a cargo de Garbiñe Ortega, en complicidad con Marcela Flores y Mónica Nepote. Ahí nos reunimos 13 personas —el artista visual Juan Pablo Avendaño, la ensayista Marina Azahua, la lingüista Yásnaya Elena Aguilar Gil, el terapeuta Alfonso Díaz, la documentalista Christiane Burkhard, el ambientalista Mauricio de la Puente, el escritor Pablo Domínguez Galbraith, la hiphopera Suzanna Molina, el actor Gabino Rodríguez, el hacktivista Diego Arredondo, la documentalista Luna Marán, y yo— para discutir la idea y práctica de “comunidad”, desde nuestras distintas procedencias y disciplinas.
El ultimo día del foro, nos reunimos en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO) para exponer resultados. Durante hora y media conversamos con el público. Hablamos de nuestra experiencia vital y de nuestras conclusiones personales tras esos días. La última persona en alzar la mano fue el biólogo Carlos Morales. Su pregunta incluyó una crítica material a los medios electrónicos: ¿Saben de qué están hechos sus celulares?, dijo tajante. ¿Saben, además, en qué condiciones y cuáles son las consecuencias de la extracción de los minerales utilizados en la fabricación de chips y otros componentes electrónicos?, añadió, recordando que la tierra se ha convertido, como dice Jussi Parikka, en un «objeto de conocimiento sistematizado” y “movilizado hacia la producción tecnológica, [y] la geopolítica». Aunque la relación podría ser vaga, su comentario cerró subrayando el origen de dicho encuentro: nuestra precariedad compartida y, por supuesto, nuestra mutua dependencia a lo(s) otro(s). Bien dice Jaime Martínez Luna —en un tono similar al de Judith Butler en su reconsideración del duelo— que urge reflexionar sobre nuestra mutua dependencia pues, sólo entonces, reconoceremos que nuestro bien individual depende, siempre, y por sobre todas las cosas, del bien del colectivo.
Al finalizar la conversación, brindamos con mezcal y nos dirigimos a la calle. Para entonces, la banda de Guelatao de Juárez ya tocaba frente al museo. Cuando todos estábamos afuera, Luna, originaria del mismo pueblo de los jóvenes músicos, nos bienvino y agradeció a las personas que poco a poco se fueron incorporando al grupo. De esa forma, inició la calenda.
En varios lugares de Oaxaca, las fiestas patronales inician con una procesión festiva que sale de la casa del mayordomo y que, comúnmente, termina en la iglesia del «pueblo». Durante su recorrido, las calendas (ése es su nombre), suelen detenerse en algunos sitios importantes, en los que se ofrece mezcal y comida para todos los asistentes. Los músicos sólo se detienen para recobrar el aliento. Las paradas están determinadas por la presencia de lugares sagrados que resguardan la fiesta. Capillas y templos, casi siempre, pero también cruces y otros lugares socialmente designados.
Quienes han estado en una, saben que en las calendas no sólo hay músicos, sino también mojigangas o monotes, que no son otra cosa que grandes títeres cuyas cabezas son de papel maché y sus esqueletos de carrizo. En su interior, siempre hay alguien bailando en ellos, alguien bailando con ellos. La existencia de los monotes es doble: por un lado, para quienes se encuentran en el centro mismo de la fiesta, sirven como un elemento lúdico que invita al baile; y por otro, para quienes observan de lejos y desean incorporarse, para avisar que la calenda se está acercando. Pero algunos otros elementos tienen una función parecida: doble, simultánea: la música, en efecto, pero también los cohetes. Al finalizar la calenda, todos se reúnen en la iglesia del pueblo, y luego se dirigen a la casa del mayordomo. En nuestro caso, la calenda inició frente al MACO, y concluyó afuera de la Sangre de Cristo; sin embargo, en nuestro recorrido paramos frente a la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, frente al Carmen alto, y frente a la Cruz Piedra. Es decir, la calenda inició justo en el primer cuadro del centro histórico y se dirigió, modestamente, en dirección al norte.
Hace ya varios meses, leí una postal que Luna y Yásnaya publicaron en sus redes sociales, muy poco después de la desaparición (aún no resuelta) de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa: «La fiesta también es una forma de resistencia», decía la imagen que (re)publicaron durante varios días. Y no hay nada más cierto que eso. Una fiesta lúdica y creativa que insiste en la apropiación del espacio público, en la interrupción del tiempo para algo, y en el rechazo absoluto de la experiencia individual por sobre todas las cosas.
Esto me hace recordar lo molestas que fueron las fiestas durante la década de los cuarenta en los Estados Unidos. En esos años, no fueron pocos los conciertos interrumpidos por las autoridades locales. En fiestas como ésas —en las que se bailaba swing, jazz, y jitterbug— las pistas de baile se convertían en efímeras plazas públicas, plenas de cuerpos que, mientras bailaban e interactuaban con otros, se sacudían el malestar de las convenciones sociales. De acuerdo al historiador Anthony Macías, lo temido por las elites blancas y urbanas era el sentido social y comunitario de la música negra. Al fin y al cabo: «La fiesta —escribió Gadamer— es comunidad, es la presentación de la comunidad en su forma más completa». Entonces, si en esos años hubo una tragedia para las elites, esa tragedia era que muchas personas —personas de procedencia muy distinta— bailaran e interactuaran con otras. Que respiraran juntas.
Al «experimentar» la música (sigo con Gadamer), todas esas personas rechazaban el mundo tal como les era impuesto y, así, sin duda, disfrutaban de otro «más leve y luminoso». Y creo que, de alguna forma, eso fue lo que experimentamos nosotros mientras recorrimos una parte de la ciudad, y luego mientras bailamos y cantamos «Porque sabes que soy pobre», del compositor mixe Honorio Cano. No recuerdo la letra, pero sí recuerdo un conjunto de cuerpos bailando y conspirando con otros: respirando juntos: intercambiando alientos. Bien dice Tiqqun[*] que «hace falta una conspiración de los cuerpos. No una de mentes críticas, sino de corporalidades críticas» y festivas que nos invite a la demora, y a la exigencia, como quería Kathy Acker, de una vida gozosa, sin miedo, permanentemente en el asombro. De eso se trata un calenda.
[*]La lectura de «¿Cómo hacer?» de Tiqqun es una recomendación indirecta de Eugenio Tisselli. La recomendación se encuentra en el «El cuerpo frente al Estado: Danzar de otra manera», incluido en Con/Dolerse, el libro que acompaña la segunda edición de Dolerse: Textos desde un país herido de Cristina Rivera Garza, que se publicará próximamente.