El teatro como discurso minoritario y periférico
El drama en muchas ocasiones puede reflejar el status quo en el que viven los pobladores de cierta región del mundo. Cuando hablo del drama me refiero al cine, a los medios televisivos, radiales y, por supuesto, al teatro. El drama —esa estructura tan bien explicada por Aristóteles— tiene reglas específicas y desarrolladas de manera magistral a partir del Renacimiento y hasta llegar a lo que muchos denominan la edad de oro del teatro neoclásico francés, con Racine y Corneille como sus mejores referentes. Mientras que en el continente europeo, en Inglaterra, España (incluso en la Nueva España), se desarrollaba un teatro barroco que no siguió formas ni reglas impuestas, a la par crecía un teatro isabelino que era parecido en muchos aspectos al barroco latino.
Estos distintos tipos de teatro siempre han estado en pugna, se ha hablado mucho al respecto, sobre si había que lograr lo bello o lo grotesco; si la forma importa o no. Lo cierto es que la historia del drama se ha transformado tanto que ha cambiado la manera de percibir este arte, es decir, los dramas de hoy en cine o televisión son a veces tan neoclásicos o tan barrocos como los queramos consumir. La realidad es que lo que gusta —en general— son los dramas bien logrados con buenas ideas, estructuras y excelentes personajes. Y ahora sí, que me disculpen los puristas , pero Games Of Thrones tiene a los mejores dramaturgos de nuestra época, lo mismo que los guionistas de Lost o quienes escriben House of Cards. También los dramaturgos mexicanos que trabajan para series como La reina del sur, Los simuladores o El Dandy. Estos dramas aristotélicos con tramas bien armadas, han encontrado un nuevo medio para su masificación al mismo tiempo que cuentan historias de personajes épicos, trágicos y cómicos. Entonces ¿dónde queda el teatro como medio para exponer estos dramas?
Hace mucho que el teatro dejó de ser un arte para las masas. A partir de la revolución televisiva y cinematográfica abandonó su visión masiva para volverse y replegarse en las esferas más íntimas de las comunidades. Con la revolución tecnológica todo ha vuelto a cambiar, pero el teatro sigue ahí, más vigente que nunca. ¿Por qué no ha desaparecido? Porque no es un instrumento barroco que deja de tocar las notas de moda, porque no es un medio tecnológico, sino un lenguaje, uno que no se parece a ningún otro. A veces los mismos actores, educados bajo las reglas del realismo, dejan de ver que el lenguaje teatral es distinto al de la televisión o el cine, dejan de apreciar lo que el teatro posibilita: la creación de un lenguaje particular sobre el cuerpo y la palabra. Algunos actores mexicanos deberían reconsiderar hacer teatro, en especial cuando sólo piensan en la fama, en la mirada sobre un personaje, en la cantidad de gente que asistirá a verlos. Esto es un gran error, ya que vivirán con la frustración de no ver sus rostros en los carteles, sólo pocos lo lograrán en algún teatro comercial. La historia del teatro mexicano prueba que el gusto de la gente que asiste al teatro proviene de la carpa y el cabaret; lenguajes periféricos, espacios más cercanos a la cultura popular que a las clases dominantes. Me refiero a esos espacios donde los actores son parte de un lenguaje, de un mundo, de una poética y no de un cartel con su cara sobre avenida Insurgentes. El teatro es mucho más que eso. Los lugares en que me formé son teatros independientes donde el director usa una nariz roja, donde se recrea una Antígona latinoamericana dentro de un garaje, donde las paredes de una casa, de un museo o una bodega se vuelven espacios de convivencia.
Las mejores puestas en escena que he visto recientemente tienen que ver con esos relatos periféricos sobre las minorías a las que todos queremos olvidar, un poco como hace la literatura, que tampoco puede competir contra la pantalla grande y sus efectos técnicos. Hay que volver al principio, pensar cuáles son las historias que queremos contar, desde qué punto de vista las queremos contar, pero ¿quién las escuchará?, seguramente pocos. Ese trabajo velado, el de la periferia, no intenta ser un servicio social, no busca «ayudar» al que vive en las orillas. En realidad nosotros, quienes hacemos teatro o escribimos literatura, somos la periferia, somos personas que vivimos como minoría, que generamos un lenguaje particular para las historias, en mundos pequeños donde se exploran lenguajes arcaicos o hiperfuturistas. Se trata de contar nuestras historias como parte de nuestra memoria personal, como aquel álbum perdido en la esquina de un mueble viejo donde descubrimos que hay parientes desconocidos de los que no sabíamos nada; aquella rama de la familia por la que sentimos un poco de azoramiento y vacío ¿Realmente importa saber qué pasó con aquella tía abuela que no aparece más que en una foto vieja de aquel álbum olvidado? Para quienes hacemos teatro sí interesa. Asisto una y otra vez a experiencias teatrales donde las personas hablan de sus vidas, de sus propias memorias como si fuera una forma de aferrarse a la última liana antes de caer al abismo.
Esa necesidad de escribir sobre lo que nadie mira, de montar con formas distintas aquello que a nadie se le ocurriría hacer, es lo que me sigue nutriendo en el teatro. De todos los experimentos teatrales, los cientos y cientos de compañías que habitan en cada región y de las miles de historias, trabajos corporales, exploraciones en espacios abandonados, happenings y todo lo relacionado con lo teatral en este país, de ello nada queda. Eso es lo que nos gusta, o al menos lo que deberíamos de entender.
En entrevistas recientes escucho siempre las palabras «fracaso», «intento» e «imperfección», entonces recuerdo las carpas de la época de mi abuela, aquel teatro del fracaso, del clown, de la bohemia, del circo, y luego me encuentro con un actor que quiere ser famoso, en aquel momento me pregunto realmente si se da cuenta de que no está donde debería estar. Que debería audicionar para alguna película o serie de televisión y no en una obra donde los actores van del estacionamiento al teatro como si fuera simplemente un cambio de vestuario. Ahora bien, si lo que se quiere es probar lenguajes, ponerse a prueba, saber manejar cualquier tipo de público y pulir su visión del arte, mejorar su técnica, su voz, su presencia; si lo que quiere es un reto de cansancio, de lucha contra su propio ser, de su capacidad de exposición, de entrenamiento físico y vocal, si lo que quiere es competir contra su propia sombra, creo que el teatro es el lugar ideal.