Tierra Adentro

En 2005, Fernando Miranda empezó a edificar en Tijuana una torre que llamó la atención de vecinos, autoridades y curiosos. La construcción, sin embargo, no era de concreto, sino de basura. Entre colchones usados, televisiones viejas, llantas picadas e incontables objetos aparentemente inservibles, Pepe Rojo conversa con el improbable arquitecto de una ciudad que año con año se caía y reconstruía.

Es Tijuana, 2008, y la ciudad se cae en pedazos. Hay balaceras constantemente, y la lista de muertos no deja de crecer. Esto no va a acabar pronto. Estoy en la colonia Valle Verde, que nada tiene de valle ni de verde, rumbo al este, alejándose del mar. Estamos estacionados a una cuadra y media de la torre que Fernando Miranda lleva construyendo durante los últimos años. La torre se eleva por encima de las casas vecinas, vigas de madera y estructuras de metal que se hacen más estrechas conforme ganan altura. No es fácil entender la construcción, quizá por eso una tanqueta del ejército está parada enfrente de ella. Los soldados, enmascarados, la señalan mientras platican. Nunca es bueno estar junto a soldados o policías. En el carro estoy con Jonás, mi hijo, Cristina Navarro y Javier Blanco, estudiantes que me platicaron de la torre y que me trajeron a verla por primera vez. Me pregunto si fue una buena idea traer a Jonás, de brazos, a visitar a un loquito que construye una torre con basura en una colonia que no es exactamente la más tranquila en una ciudad en la que parece que no quedan zonas seguras.

Esto de visitar loquitos que se ponen a construir edificaciones extrañas en lugares alejados de los circuitos comerciales o en colonias marginales se ha convertido en una obsesión para mí. Me acabo de topar con la Montaña de la Salvación, un cerro technicolor con un gigantesco letrero que dice «God is love», y que Leonard Knight ha levantado durante treinta años sobre un terreno militar a la mitad del desierto del sur de California, sin luz ni agua. O las Torres Watts, la más alta de las cuales rebasa los treinta metros, y que Simón Rodia pasó construyendo también treinta años. Y digo loquitos no por cuestiones clínicas, sino porque sin ningún tipo de educación formal ni relación clara con el mundillo del arte, en condiciones adversas y en contra de cualquier sentido común, un día, así, de golpe y por decreto individual, empiezan a construir algo, lo que sea, porque así lo quieren o porque no pueden evitarlo o porque algún dios, inteligencia o voluntad divina se los ordenó, y en vez de ganarse la vida trabajando o robando, como el resto del mundo, dedican lo que les queda de vida a una construcción que, además, nunca termina de acabarse. Es un proceso y no una obra.

Me los encuentro, además, en un momento en el que estoy seguro de que no hay ni escritores ni artistas, sino vendedores de escritos y/o de arte, y en el que no tengo ganas de participar en un juego que me parece de muy mal gusto, con eso que decía Debord de que «el arte ya no es una profesión a la que uno se puede dedicar honradamente». Encontrarme en estos espacios que provocan reacciones poco comunes y con estos personajes que hacen cosas porque en realidad no pueden evitarlo y sin esperar recibir compensación económica, me devuelve la fe en la humanidad.

A estos tipos nadie sabe bien cómo decirles, ni cómo llamar a lo que hacen, ni los vecinos ni el grupo de personas que se dedican a estudiarlos; se habla de ambientes visionarios para referirse a los lugares y de habitantes-paisajistas para hablar de las personas. Y es que es muy difícil separarlos de su obra. Son personajes que generan el lugar en el que viven. Visitar estos espacios de estética inusual y a personajes que hacen cosas porque en realidad no pueden evitarlo, me permite sentirme vivo. Enterarme de que además de La Mona hay un espacio en construcción en Tijuana, ciudad a la que llegué hace dos años, me parece demasiada coincidencia como para no atenderla. Casi no hay lugares así en México.

La tanqueta con soldados se va y nos acercamos al lugar. Tras una barda ensamblada con planchas de madera abandonadas se levanta una torre de cuatro pisos, hecha de vigas y monitores, box springs y resortes de colchones, trozos de metal y hojas de plástico. De basura industrial. La diversidad de materiales y detalles no ocultan que es una torre de cuatro pisos. Cristina y Javier le gritan a Fernando y, después de un rato, sale caminando entre los escombros que rodean y alimentan la torre, torso moreno sin camisa ni zapatos, con barba larga y aire mesiánico. Me voltea a ver y pregunta: «¿Luis Rojo?», atinándole a mi apellido pero no a mi nombre, sino al de mi hermano, a quien conoció diez años atrás.
Fernando nos permite entrar y tomar fotos. Platicamos un buen rato. Regresaré varias veces a verlo.

Es Tijuana, 2012, y Fernando me dice que «la basura es un punto de vista». Que él anda por la calle y se encuentra cosas que la gente tira y con ellas construye su torre, que es como una especie de criatura mutante, casi viva, que cambia cada vez que la visito, con nuevos detalles, diferentes configuraciones, entradas y salidas. La construcción desafía las categorías tradicionales: ni bella ni bonita pero tampoco fea, ni funcional ni práctica pero tampoco inútil. Frente a ella no sabes qué pensar, ni tienes parámetros claros sobre cómo sentirte ni cómo juzgarla. Pero es única y tan sugerente como desafiante y atractiva. Su lógica y estética es de enredos y racimos, muéganos y entrelazamientos.
Siempre que visito a Fernando nos sentamos entre los escombros. Normalmente él navega descalzo, y yo tengo que fijarme de no pisar los clavos que se asoman por aquí y por allá.
La construcción desafía las categorías tradicionales: ni bella ni bonita pero tampoco fea, ni funcional ni práctica pero tampoco inútil. Él tiene cuarenta y seis años y es tan humilde —«todo lo que digo es una alucinación porque no tengo la certeza de nada»— como inteligente. Mitad ermitaño, mitad vagabundo y otra mitad extra de filósofo, cita a la Biblia (Apocalipsis 13:17: «y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre»), al mismo tiempo que habla de sublimación freudiana y me explica que rodea sus velas de espejos para aumentar los lúmenes. Sujeta su barba con unas ligas. Sujeta su vida con una torre.
Fernando tiene problemas con sus vecinos. Fernando no tiene trabajo. Bueno, trabaja un chingo, pero no está empleado formalmente. En su terreno tiene varias cosas que no es sencillo cargar por la calle, colchones que se alzan verticalmente como muros de la torre, monitores que sirven de ventanales y la parte de arriba de una calafia, de esos camiones que eran transporte escolar en el otro lado y que aquí acabaron siendo transporte público, convirtiendo a Tijuana, psicogeográficamente, en una escuela de quién sabe qué exactamente, pero en la que, aunque sea a madrazos, aprendes algo.
«La basura es un punto de vista», me dice Fernando. «El que dice que algo no sirve, no sirve», añade como corolario, orgulloso de su torre, de su instalación habitable que se vuelve comunitaria por el origen de sus componentes, de este monumento a nosotros y a lo que tiramos, a las camas en las que ya no dormimos, a las pantallas que ya no miramos.
Es Tijuana, 2009, y las cosas siguen de la chingada; la cuenta de ejecutados que anuncian a diario en la televisión ya pasó de los seiscientos. Fernando me explica que su esposa, cuando lo dejó hace nueve años, le dijo que era «un desperdicio humano», y que empezó a construir la torre para mostrarle exactamente lo contrario. Su esposa se fue con un hijo y dos hijas a las que Fernando lleva años sin ver. Eso le duele un chingo. Sus hijas salen a la plática constantemente. Celebra sus cumpleaños, aunque no me explica cómo.
Fernando me platica que su esposa lo dejó porque él era un adicto. Porque se metía mucho cristal. Porque él dejó un trabajo para que ella pudiera ocupar la plaza. Porque necesitaba un pretexto. Porque Fernando no tiene dinero, pero sobre todo, por las drogas. Porque hay drogas que te dejan trabajar pero hay drogas que nomás no te dejan y esas son ilegales. Porque Fernando dejó el alcohol cuando tenía que sacar su chamba como único empleado de un taller de serigrafía y el cristal le ayudaba más. Porque a la hora de la hora, ya sea crack, cocaína o marihuana, alcohol, tabaco o aspirinas, azúcar, harina o Coca-Cola, antiácidos o ácidos, ¿quién no necesita drogas para soportar este mundo?

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Es Tijuana, 2009, y no puedo dejar de pensar en paralelos y patrones. Rodia empieza a construir sus torres en Los Ángeles cuando su esposa lo deja por problemas de alcoholismo. Art Beal construye Nitt Witt Ridge después de que Gloria, su pareja, lo deja. Beal era el recolector de basura de Cambria, California, y una buena porción de su casa está construida a partir de latas de cerveza. Edward Leedskalnin se dedica a construir su Castillo de Coral en el sur de Florida después de que su prometida huye.
No todos estos constructores siguen el mismo patrón, pero sí una parte considerable. Alrededor de los cuarenta años. Problemas de abuso de sustancias. Sueños o visiones. Una ruptura sentimental. Material descartado. La necesidad de hacer algo importante. Y la construcción empieza.
Es Tijuana, 1993, y nomás no para de llover. Es el cumpleaños de Fernando y para autocelebrarse se compra dos botellas de vino. Vive en el Cañón de la Pedrera. Discute con su esposa que lo encuentra borracho y se sale a caminar «como unos cinco kilómetros, rumbo a La Gloria». Cuando regresa, empapado, se asoma a la ventana «y veo el cielo bien rojo y así como que me dio un poquito de temor». Cuando despierta, el río está entrando por la ventana. Un boiler pasa flotando. No puede abrir la puerta. Carga a su hijo más chico, de dos años, trepa por un árbol y lo deja en el techo. Sube a su hija, de dos años, y a su esposa. El río se lleva una pared del cuarto que rentaba su madre, quien también logra salir, nadando. Son las peores inundaciones que han ocurrido en Tijuana.
Fernando y su familia se quedan sin casa, se vuelven beneficiarios de un programa para damnificados que les otorga el terreno junto a un préstamo de $5,000 para construcción. Al pagarlo, la propiedad se vuelve suya, y se mantiene suya, aunque tiene que «luchar todos los días contra la codicia y la incomprensión, porque hay quien dice que no lo merezco». Su esposa lo deja siete años después. Al pasar otros tres años, empieza a construir su torre.
Es Tijuana, 2011, y Fernando me presta un libro. Me cuenta que nunca sale a buscar material para la torre, sino que nomás lo encuentra. Que lo mueve una «necesidad existencial». Fernando es profundamente religioso, y no hay plática con él que de una manera u otra no involucre a Dios. Cuando le pregunto si el terreno es suyo, me responde «bueno, primero es del Señor». Fernando construye la torre sin un plan. Es como algo vivo. Lleva material a su casa y el material va encontrando un lugar, alzándose desde esta capa geológica de chicles y colillas, bolsas de supermercado, deshechos industriales y aparatos electrónicos obsoletos que le estamos añadiendo al planeta. El proceso es intuitivo.
Arriba, el techo de uno de los pisos de la torre de Fernando es una especie de tragaluz construido con varios monitores de televisión ensamblados en forma de mosaico. También una de las paredes es así. Son mi parte favorita de la construcción, y cómo no, si llevo toda mi vida viendo la vida a través de marcos, el de los lentes que me permiten ver, el de la computadora en la que escribo esto, el de la ventana de camiones, metros y automóviles, el de mi celular y el de varias de las miles de unidades que se construyen en las maquilas de esta ciudad, «meca de los televisores», y cuyos esqueletos abandonados acaban adornado la Torre, pantallas transparentes que transforman la luz del sol y que han encontrado una segunda vida aquí, sacudiéndose el sustantivo de basura, como los cadáveres de camas en las que ya no se puede descansar, pero que puestas verticalmente forman los muros del segundo piso de la torre.
Fernando me dice que hay muchas coincidencias. Me presta un libro que encontró entre la basura, The Planets, en inglés, que mezcla ensayos de astronomía con cuentos de ciencia ficción.
Dice que se acordó de mí con el libro, y por alguna razón no creo que él sepa que este asunto de la ciencia ficción lo produzco y lo consumo, y cómo no, si ando todo el día con una prótesis electrónica en el bolsillo de mi pantalón y mi identidad me acompaña en una nube, y meto constantemente en mi cuerpo nutrientes que vienen envueltos en plástico, además de que mi abuelita es un cyborg desde que le pusieron ese marcapasos que nomás no la deja morir.
Fernando me dice que recogió el libro porque encontró una ilustración que le recordó mucho a la torre que él está construyendo. Me la enseña. Un hombre con un casco pasea por una calle sin empedrar en la luna, junto a una construcción estrecha y alta, a medio construir o camino a convertirse en ruinas, sostenida por tuberías de metal y muros sin acabar. En lo alto, construida con vigas de madera, hay una especie de habitación romboide. Al fondo se ve el planeta Tierra. La ilustración es de Lebbeus Woods, que morirá el año que entra, conocido también como el arquitecto de la crisis y la catástrofe, creador de experimentos imaginarios y provisionales, altamente políticos, cuyos diseños no «pretenden desestabilizar, sino proveer estrategias de adaptación cuando ocurre la transformación». Crisis. Cientos de ejecutados. Basura. Narco. Monitores. Ciencia ficción. Y en la colonia Valle Verde, cuyas calles se llaman Sinceridad, Bien Común, Voluntad, Virtud, Esfuerzo, Trabajo y Decencia, Belleza y Bondad, una torre.

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Es Tijuana, 2013, y es mi cumpleaños. Como no me ha ido nada bien, decido ir a visitar a Fernando, pues siempre me la paso bien, aprendo algo y me gusta ver cómo va cambiando la torre. Además, visitar este tipo de lugares se ha convertido en mi peregrinaje, como si hubiera otros dioses a los cuales rezar, otras manera de vivir, porque no a cualquiera se le ocurre dejar de hacer esas cosas con las que nos ocupamos y dedicar su vida a construir algo diferente.

Al llegar ya no hay torre, sólo un montón de escombros, amorfo, que forma un pequeño montículo en el terreno de Fernando, pedacera y retazos. No sé si se cayó porque a Fernando le fallaron sus cálculos, o si la tiraron con toda la mala voluntad del mundo. Si algo he aprendido de estos lugares es que son frágiles, y no por problemas de construcción, sino por el entorno en el que surgen. No sé si Fernando está bien o no. No sé si todavía vive ahí. No sé si todavía está vivo. No entiendo nada.

Como siempre que vengo a visitarlo, le grito. No sale. Lo vuelvo a hacer durante varios minutos. Uno de sus vecinos me oye, sube a su azotea y le grita. Me dice que ahí está. Después de un rato, Fernando aparece entre los escombros. Parece desorientado. Evita mi mirada, se ve flaco y débil. Se le nota la edad y el cansancio. Me platica que decidió tirar la torre. Que su mamá regresó enferma de Ciudad Juárez y que él le ofreció techo. Que su mamá vio la torre y le dijo que no le gustaba, que no le servía. Que tenía razón. Fernando parece desestructurado, su mirada va de un lugar a otro, nerviosa. Sin embargo, eso no le quita lo práctico. «No es lo que necesito ahora», dice. Está enojado. Me cuenta que los problemas con los vecinos van de mal en peor. Pasa del optimismo a la desesperación. «A veces dan ganas de matar», me dice, mirando hacia el suelo. También me dice que se la pasa «peleando contra nadie, con las voces que sólo yo escucho». No voltea a ver a la cámara cuando lo fotografío.

Al despedirme, pienso que puede ser la última vez que lo veo. Que no parece tener fuerzas para nada. Que se puede volver, ahora sí, loco. En la pobreza y la marginalidad. En que podrá haber muchas casas construidas con material rescatado, pero que ya no hay ninguna torre. En que una gran parte de estos ambientes acaban siendo destruidos, ya sea por los vecinos o las autoridades o la familia. En que todo arte es efímero, sólo depende de la escala de tiempo que utilices.

Es Tijuana, 2014, y Fernando me pregunta si he estado en un lugar completamente oscuro. Estamos bajo una loseta de cemento, donde Fernando ha cavado un hoyo, una especie de cueva en la que vive. Hace años dormía ahí, pero era mucho más pequeña. Ahora ya son dos habitaciones donde se resguarda de la lluvia y del sol. Para entrar, tiene que mover varias tablas, algunas decoradas con CD. Me cuenta que ahí abajo, en la noche, no puede ver ni su mano enfrente de su rostro.
Al llegar me doy cuenta de que el árbol que guarda la entrada del terreno está quemado. Fernando me platica que alguien le avisó en el parque que su casa estaba en fuego y regresó para encontrar a los bomberos apagándolo. Me platica que ha estado diciendo cosas que a ciertas mafias del vecindario no le convienen. Que por eso intentaron quemarle la casa. Me impresiona su tranquilidad. Me dice que por lo menos ahí abajo no tiene que escuchar el ruido de la calle y se puede dedicar a hacer música, aunque ya le han robado dos veces las mezcladoras con las que graba sus experimentos. Me platica que debe haber otras maneras de vivir, sin darse cuenta de que la vida que él lleva es otra manera de vivir, sin un trabajo fijo, reimaginando la manera en que habitamos y redireccionando el deseo de una comunidad que es hostil porque no hay diferencia entre construir un sitio y vivir la vida, porque la arquitectura no sólo es lidiar con un lugar donde el cuerpo resida, crear un lugar, de ser en él, de que te contenga, sino también una manera de lidiar con el otro, aunque a veces lleguen a quemar tu casa y que no hay muchos tipos que construyen una torre, fálica, porque una mujer les dice que son un desperdicio humano y luego la tiran porque otra les dice que no sirve para después meterse a vivir bajo la tierra, y distinguir música entre los ruidos a su alrededor en ese extraño iglú-búnker subterráneo que se ha construido, casi un útero, casi sepultado bajo los escombros de la torre que tiró porque ya no la necesita.
Es Tijuana, 2010, y estoy hasta arriba de la torre, abrazado de una viga. El viento me pega en la cara y me siento pocamadre. En la ciudad, las cosas no siguen nada bien, pero por lo menos hay gente haciendo cosas y saliendo a la calle a divertirse otra vez. El Colectivo Intransigente está leyendo poemas en cruceros, calafias y arriba de la catedral. El Grafógrafo se vuelve un punto clave de reunión. El Sonidero Travesura se avienta una serie de tocadas inolvidable en el Chip’s y el Cuatro Amigos, dándole un nuevo aire a la Sexta, que acabará convirtiéndose en el símbolo de cómo los tijuanenses recuperaron la noche.
Subir la torre no es fácil. Para empezar, no hay escaleras y tienes que caminar entre vigas que, siguiendo a Fernando, quien lo hace con una naturalidad difícil de imitar, te llevan hacia arriba en un andamiaje que es difícil navegar por primera vez. Cuando llegas al segundo piso, te das cuenta de que la estructura se mueve un poquito más de lo que esperabas y empiezas a pensar en qué pasaría si te tropiezas, o si una viga se suelta. En el tercer piso, la adrenalina te sube a la cabeza y tus movimientos son más lentos, tratando de asegurar el paso y no perder el equilibrio, pues el suelo ya parece muy lejano y puedes ver, allá abajo, las copa de los árboles. El viento te rodea. Seguir subiendo es un acto de fe en el constructor. Cuando llegas al último piso, sin techo alguno, el miedo se mezcla con el puro placer de llegar hasta arriba, y te sientes un poco más libre y un poco estúpido pero a pesar del riesgo ya llegaste a la parte más alta y tu vista se pierde en el horizonte, que te permite ver lejos en un día soleado, como lo son casi todos en el desierto de California, y uno no puede más que sentirse afortunado de poder tener ese tipo de experiencias y agradecido ante quien las propicia.

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Es Tijuana, 2000, y así como el milenio llega, la esposa de Fernando se va con sus hijos porque ya no quiere estar con él. Es Tijuana, 1989, la ciudad cumple cien años y Fernando llega desde Morelia, Michoacán. La ciudad lo deprime. Es Tijuana, 2005, y Fernando Miranda empieza a acomodar unas llantas y unas vigas porque se le ocurrió construir algo. En su cabeza flotan los dibujos de altas torres con princesas que su hija dibujaba. Es Tijuana, 2011, y Fernando me dice que no le gusta «estar en el lugar del loco frente a las autoridades». Es Tijuana, 1993, y el río empieza a entrar por la ventana. Es Tijuana, 2013, y Fernando se sube a lo más alto de la torre para desmantelarla.
Es Tijuana, 2015, y la única torre que existe está en mi disco duro, en mi cabeza, la de Fernando y sus vecinos, y la de cualquiera que vea las fotos que acompañan este texto. Es como un animal imaginario. Un ejemplar único, extinto, del que sólo quedan huellas. Cuando visito a Fernando, lo veo más tranquilo, aunque dice que «me pesa haberla tirado» y que «uno hace las cosas con plena conciencia de que es inútil». Acaba de construir un cuarto cerca de la calle, para apoyar a un amigo que «se encuentra en necesidades». Me cuenta que en algún momento la torre tuvo un techo, pues montó una alberca inflable hasta arriba, y la decoró con luces. Mientras tanto, la pila de escombros que había quedado de la torre empieza a reacomodarse. El terreno comienza a adquirir orden otra vez, y hay particiones hechas con pequeños muros de tierra y llantas. Otro espacio empieza a emerger, a tomar forma. Me cuenta que en la parte subterránea ya hay una tercera habitación, y que lo está pensando como cimientos. Fernando todavía no sabe qué va a pasar, pero ahí está, listo, para el momento en el que suceda.

 


Autores
Pepe Rojo (Chilpancingo, 1968) ha publicado cuatro libros: Ruido Gris, Yonke, Punto Cero, i nte rrupciones. Editó, junto a Bernardo Fernández, la antología 25 minutos en el futuro. Dirigió las intervenciones urbanas Tú no existes, Diccionario Filosófico de Tijuana y Desde aquí se ve el Futuro.
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Fotografía cortesía de la autora
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