Tierra Adentro

La primera vez que leí a Jaime Sabines me sentí profundamente identificado y solo. En ese tiempo, y aún ahora, él encarnaba para mí todo aquello que habitaba la 
maravilla del universo doméstico. Al hablarle a la calle, al refrigerador, a la cama, al paisaje,
 me hablaba también a mí. Entendí que para acercarse al poema era necesario despojarse de
 toda mansedumbre, atajarlo así, rabiosamente, como si fuera un toro al
 que hay que capotear hasta que nos permita besar su cornamenta. Sin miedos y sin tregua, vaciarse por completo.

Porque la poesía nace de la experiencia vital, del enfrentamiento, en ocasiones poco afortunado, con el mundo. Se gesta en nosotros igual que el hambre o la tristeza y de la misma forma nos abandona. El poeta es un animal de tierra, lo más parecido a una hormiga que entre pasos de gigantes intenta descifrar el mundo.

De todos los poemas de Sabines, el que más recuerdo es «En este pueblo».

En este pueblo, Tarumba,
miro a todas las gentes todos los días.
Somos una familia de grillos.
Me canso.
Todo lo sé, lo adivino, lo siento.
Conozco los matrimonios, los adulterios,
las muertes.
Sé cuándo el poeta grillo quiere cantar,
cuándo bajan los zopilotes al mercado,
cuándo me voy a morir yo.
Sé quiénes, a qué horas, cómo lo hacen,
curarse en las cantinas,
besarse en los cines,
menstruar,
llorar, dormir, lavarse las manos.
Lo único que no sé es cuándo nos iremos,
Tarumba, por un subterráneo,
al mar.

En él he encontrado una suerte de simultaneidad entre el tiempo del hombre y el tiempo de la naturaleza, como si al mostrar la pesadumbre de la vida rutinaria, también mostrara la esperanza que hay en ella. Poeta mayor que se asume como parte del entorno y no reniega de él; por el contrario, lo hace suyo hasta descubrir que debajo de su simpleza se oculta un paraíso discreto, un reducto en el que se puede ser poeta en medio de los otros.

Al leer a Sabines acudimos a un instante detenido, a un lapso de tiempo que quedó atrapado en ámbar y nos hace mirar dentro de otra vida, de otra casa, dentro de otra soledad o algarabía.

El poema, que no es otra cosa que la recreación de un instante, perdura por gracia de la memoria. Al nombrar las cosas, al cantarlas, permanecen en nuestro mundo para recordarnos que todo en esta tierra está en constante movimiento, vivo. Escribimos para dejar constancia de nuestro paso por la tierra, porque somos finitos y esa es nuestra forma de habitar la larga línea de la vida. Lo único que compartimos todos los seres vivos es el tiempo, esa es la estructura que nos une y nos distancia. La poesía es la suma de la marcha del reloj y los recuerdos.

Sin importar su procedencia o su destino, el poema es lo más cercano a lo divino: en él habita un mundo creado por la imaginación y los sueños, un espacio capaz de albergar todas las formas de percepción y de existencia. Quien escribe, aunque sea por un instante, gobierna el universo.

En su Defensa de la poesía, Percy Shelley escribió que «la razón atañe a las diferencias, y la imaginación a las similitudes de las cosas», en este sentido Jaime Sabines es un poeta capaz de encontrar convergencia en los objetos naturales, de hacer que trasciendan más allá de sí mismos sin apartarse de la realidad.

Cada poema suyo nos conmueve porque nos atraviesa el corazón, más como un camión de pasajeros en mitad de la avenida que como la sonata de una lira.

No digamos la palabra del canto,
cantemos. Alrededor de los huesos,
en los panteones, cantemos.
Al lado de los agonizantes,
de las parturientas, de los quebrados,
de los trabajadores, cantemos.
Bailemos, bebamos, violemos.
Ronda del fuego, círculo de sombras,
con los brazos en alto, que la muerte llega.

Aun cuando el poeta se ve sumergido en el absurdo de la vida cotidiana y la soledad del hombre moderno lo agobia sobremanera, no hay en él un dejo de resignación. Nunca aparece derrumbado ante la banalidad de lo que mira; por el contrario, esta circunstancia es lo que lo que lo motiva a construir realidades insospechadas.

Quizá para algunos el poema debe aspirar a difuminar al autor, borra todo dato de su origen o su circunstancia. Quizá haya llegado el momento de apelar a una poesía que hable más de lo que se encuentra por detrás de la cabeza, de lo que el ojo no ve o sólo presiente; sin embargo, los poemas que más recordamos, a los que acudimos cuando necesitamos un poco de ese paraíso perdido, son aquellos que nos hablan más de la brevedad y la futilidad del hombre, los que están cocidos con ese hilo no que es la mirada atenta.

El rumbo de la poesía mexicana se está definiendo apenas, a cuentagotas vislumbramos su camino y, aun cuando se presiente vital, es posible que no llegue a ninguna parte. Hemos terminado por intelectualizar todo, incluso la necesidad primigenia de cantar.

Más allá de la curiosidad que nos produce traducir el mundo, existe una nostalgia que nos hace volver a ciertos momentos definitorios de la vida. Sin darnos cuenta, asistimos una y otra vez a aquellos tópicos que otrora construyeron lo que llevamos de nuestra tradición poética. A pesar de ello, solemos rendirnos a la velocidad del tiempo y su quimera, al barullo de la vida moderna, a llenar la hoja con palabras. Ponderamos más el ruido y lo voluminoso que el silencio y los vacíos, quizá porque la grandilocuencia de la vida nos abruma y tendemos a ir con la corriente. Como apunta Vicente Quirarte, «vivimos tiempos en que los cestos de papeles agonizan. Se escribe mal y rápido».

Tristemente, estamos hechos de desmemoria: llegamos a la mitad del camino sin reconocer a aquellos que anduvieron el primer trecho, quienes edificaron la escalera por la que subimos. El futuro de nuestros poetas no es halagador, se toma, por decir algo, de pacata, de cursi, de plañidera la obra de hombres y mujeres que descubrieron a México para el mundo. Se consideran meros escalones a quienes en realidad fueron basamento de lo que ahora somos.

Si hoy podemos elucubrar artificios en la hoja, es gracias a poetas como Jaime Sabines que colonizaron para nosotros otros territorios, que atravesaron la selva oscura y regresaron malheridos y muriéndose de pena. Nos apoyamos en ellos sin reconocerles un ápice de crédito, creyendo que lo conseguido es fruto exclusivo de nuestro talento, sin saber que lo que somos es sólo porque fuimos.

Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día ha de ser, prefiero que me encierren en el sótano de la casa, a ir muerto por las calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. Porque si amo profundamente esta maravillosa indiferencia del mundo hacia mi vida, deseo también fervorosamente que mi cadáver sea respetado.

Contrario a la solicitud del poeta, hecha cuando todavía no estaba en lecho de muerte, propongo, fervorosamente, dejarlo a la intemperie y que lo vean otros poetas, que vayan detrás de él en procesión y se conduelan de su ausencia, tomando lo que puedan de su aliento que poco a poco va colmando el universo.

Estamos hechos de algo más que razón; gracias a él, habita en nosotros, todavía, palpitante, el germen del asombro.