Tierra Adentro

Hace más de quince años leí por primera vez a Jaime Sabines. La época de juventud. Concluía la preparatoria y mi modo de vivir, por decreto, tendría que 
volverse responsable. Algo importante llegaba a su fin 
con esa etapa, aunque en ese
 momento no lo supiera. Luego vino el inicio de una carrera fallida como arquitecto en la 
ciudad de Oaxaca y un primer taller de creación en el que se hablaba mucho de Sabines. El chiapaneco fue la puerta, una generosa, para entrar al hogar de la literatura. Recuerdo a una señora recitando «Los amorosos» de memoria, contándonos, emocionada, de su viaje a Chiapas y de su visita a la casa del vate. Los más jóvenes del taller nos sentíamos deslumbrados y entre cervezas, ya fuera del aula, conversábamos sin parar de poesía y, por supuesto, de Jaime Sabines.[1] Por las tardes yo visitaba la biblioteca y pedía un ejemplar de alguno de los recuentos. Después transcribía poemas en mi libreta (las computadoras y el internet eran un puerto lejano) y durante las noches leía a la luz de una vela, en mi cuarto de estudiante. Salvada la distancia del tiempo, he tenido la sensación de que aquellos textos eran sólo un puente hacia otras lecturas, que el chiapaneco, que parecía nunca agotarse, estaba desde el principio condenado a morir entre las experiencias de juventud de aquellos tiempos, con los dieciocho o diecinueve años que entonces tenía.

 

Deserté de la facultad de arquitectura sin saber muy bien hacia dónde dirigiría mis pasos. Un año después, luego de un empleo ocioso como dibujante en un despacho de arquitectos, me encontré en Cuernavaca, en un hermoso campus junto al bosque. Y Sabines volvió desde el primer semestre de la carrera en letras. La clase la impartía Javier Sicilia. Recuerdo el tono reposado de su voz cuando nos dijo que discutiríamos cuatro poemas fundamentales de la literatura mexicana: «Primero sueño», «Muerte sin fin», «Piedra de sol» y «Algo sobre la muerte del mayor Sabines». Dice López Velarde en «Un lacónico grito…»: «Siempre que inició un vuelo/ por encima de todo,/ un demonio sarcástico maúlla/ y me devuelve al lodo». Fue vergonzoso descubrir que yo era apenas un intento de lector (esa sensación regresa cada vez que trato de comentar un título recién leído). Fue vergonzoso saber que la literatura no se reduce a un par de nombres ni a escuchar canciones de Silvio Rodríguez en un bar de supuestos intelectuales.

No pude con Sor Juana. No la entendí: qué idioma extraño el empleado en aquel poema. Cuando se analizó en clase guardé un absoluto silencio. Barroco sigue siendo una palabra intimidante. Luego vino Gorostiza, que me ocasionó las mismas dificultades que la monja, a pesar de que su lenguaje resultaba más cercano. Un poco de claridad aparecía cuando Sicilia desentrañaba los versos (debo reconocer que algo profundo y conmovedor percibí en «Muerte sin fin», eso que llaman poesía y que no se puede explicar en términos concretos). Sucedió lo mismo con Paz, aunque en este caso, decidido, fui a la biblioteca para consultar algunos estudios sobre la obra del Nobel. Y la bruma disminuyó, pero me parecía un fraude tener que recurrir a otras lecturas para entender el peso de las palabras. Al final estaba Sabines y un poema extenso que yo desconocía: tengo presente la luz que iluminaba el cuarto esa noche de noviembre, el aroma del café sobre la mesa, el ruido de los grillos que entraba por la ventana abierta. Lo leí sin detenerme. Y me reconcilié con la literatura: el lado más humano de los libros habitaba ese enorme texto escrito con las vísceras, con la parte más dolorosa de la sangre. El primer comentario, en clase, lo hizo una compañera: «Duele». Una verdad tan sencilla como innegable. Y aun así al término del semestre me dispuse a escribir un ensayo sobre «Piedra de sol» porque (soberbia de juventud) pretendía explorar otras posibilidades y no sentirme menos que algunos de mis compañeros, quienes se quedaron con Sor Juana. No sé si alguien prefirió a Sabines.

Esa fue la etapa en la que empecé a menospreciar todo lo que tuviera que ver con el chiapaneco. Poesía fácil y cursi, afirmaba, con tal de afiliarme a una postura, en el fondo, desconocida para mí. Por alguna razón, quienes hemos estudiado literatura nos volvemos pretenciosos y tendemos a mirar el mundo desde una cima a la que muy pocos, pensamos, tienen acceso: creemos que lo popular es malo sólo por ser popular. Unos cuantos versos de Sabines bastarían para derrumbar nuestra insignificancia creativa: «Uno no sabe nada de esas cosas/ que los poetas, los ciegos, las rameras/ llaman “misterio”, temen y lamentan./ Uno nació desnudo, sucio/ en la humedad directa,/ y no bebió metáforas de leche,/ y no vivió sino en la tierra». Años más tarde, tras una borrachera en la casa de un desconocido, joven escritor seguramente, escuché el disco del célebre recital en Bellas Artes. En la resaca de esa mañana de domingo, un Jaime Sabines de setenta años leía la «Tía Chofi» con una voz dolorosa, gastada por el tiempo. Una voz que suena en mi memoria como el barro de un cántaro al quebrarse, de aquellos que en las casas de provincia sirven para almacenar el agua que beberá la familia, que guardan la frescura del líquido y un sabor reconocible a tierra «recién nacida». Y amé la profunda sencillez de esa poesía como en el primer momento. Es difícil, algo similar a lo que me ocurrió con Gorostiza, poner en términos concretos la emoción que provoca la obra del chiapaneco. Se siente como un adiós definitivo, como la soledad de un niño cuando intuye el significado de la muerte. Pero también como la calidez de unas sábanas limpias en una noche fría, como el aroma del pan que invade las calles desde la madrugada, como el viento que llega por las tardes y refresca las habitaciones de una casa.

Jaime Sabines podría ser ese puente del que hablé líneas atrás, pero es más que eso. Es el padre del cual, hijos ingratos, hemos renegado en algún momento de nuestro viaje. Cuántos no hay que se dedican a escribir en la actualidad por haberse topado a tiempo con «Los amorosos». En su nombre se cumple aquello que llaman predestinación: nació para ser poeta, uno verdadero, el más natural y, por esa condición, el que ha tenido y tendrá lectores aun cuando nosotros ya no estemos aquí para reconocerlos, jóvenes, en la banca de un parque, en el autobús o en la penumbra de alguna biblioteca.

[1]Un nombre más se sumaba a aquellas conversaciones: Ramón López Velarde. En el bar que frecuentábamos había un cartel con el poema «Y pensar que pudimos…».


Autores
Poeta. Autor del libro Oscuridad del agua (ISC, 2012). Licenciado en Letras por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Morelos (2004) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (2009- 2011). Actualmente es becario del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico–Oaxaca.