La ausencia del rostro. Retrato involuntario, de Marina Azahua

Titulo: Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia
Autor: Marina Azahua
Editorial: Tusquets
Lugar y Año: México, 2014
El retrato es la evidencia del vacío. Resquicio donde a veces asomamos la cabeza para ver qué tan profundo es el barranco. Presencia que nunca nos descubre completamente reflejados. Intento por dejar huella en este mundo. Retratamos siempre un cuerpo mutilado, cosido una y otra vez como testigo de su propia decadencia. El vacío que deja la imagen es comparable a dejar de respirar, a observarse a uno mismo cayendo en esa sombra que algún día hemos irremediablemente de habitar. Retrato involuntario (Tusquets, 2014) agrupa seis ensayos de Marina Azahua donde la fotografía se vuelve un arma que despliega a su paso distintos tipos de violencia y responde ¿qué sucede cuando disparamos una foto?
La ausencia de fotografías en Retrato involuntario me pareció primero un error de su autora y luego una mala decisión editorial. Al final entendí que hacer un libro de ensayos sobre fotografía sin incluir imágenes no representaba una contradicción sino más bien la metáfora de un acto que se extiende sobre el tiempo y atraviesa a quien observa, generando una de las formas que tenemos para entender la realidad y problematizarla: el lenguaje.
Ante este panorama, Marina también describe el vacío que deja el objeto estético cuando lo sumamos a ese otro territorio, lo que nace, lo que crece y nos alcanza para construir otra clase de cuerpo. Al escribir sobre la imagen, la verdadera obra cae como fruto, y más aún, con esto cae el referente, pedazo de un mundo que hemos de llamar nuestro. El objeto se humaniza para siempre. Recupera su voz, la expropia. No observamos ya una fotografía sino el retrato de uno mismo.
Las fotografías descritas en este libro son retratos involuntarios detrás de los cuales se despliegan historias desgarradoras. Desde la captura del rostro violento de J. D. Salinger, autor de El guardián en el centeno, las imágenes de linchamientos utilizadas como tarjetas postales por la comunidad blanca del sur de Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo XX, hasta los rostros furiosos de mujeres amazigh que habían sido despojadas de sus haiks por soldados franceses en Argelia, y los retratos post mórtem que siguen despertando en nosotros una fascinación peculiar, Marina Azahua le confiere a este acto una peligrosidad similar a la de disparar un arma. Violencia sobre el otro que en un primer momento convierte a los retratados en seres anónimos.
Ante esta ausencia, Marina busca sus nombres y los repite para no olvidar aquel despojo, la afrenta terrible sobre sus cuerpos, y más que nada, sobre sus vidas. El silencio es igualmente un crimen, prueba de que el poder suele salirse con la suya. Dice en “Los rostros revelados” respecto a las mujeres amazigh fotografiadas, pertenecientes a la cultura bereber del norte de África: “El mismo ojo, el de Garanger, el de su cámara, fue testigo del despojo de nuestros hogares y del despojo de nuestros velos: ambos hábitats de nuestra intimidad. No es fortuito que nos quitaran el velo sólo tras habernos quitado la casa. Estos dos actos son espejo uno del otro”. Quitarles el velo para retratarlas se convirtió de esta manera en un acto equiparable a despojarlas de sus tierras, de su identidad.
Quizás este sea el ejemplo más claro de la violencia sobre el otro en este libro. Durante la guerra de independencia de Argelia, el ejército francés fotografió a estas mujeres para registrar su reubicación forzada. Marc Garanger se hizo cargo de esa labor y guardó dichos archivos confidenciales para describir el sinsentido de esta guerra y sus formas de dominación. Décadas después viajó a Argelia para intentar encontrar a quienes había fotografiado y agredido, sin intención de hacerlo, por mandato oficial. En la calle preguntó por estos rostros y así encontró a madres, hijas, abuelas y tías, cuya belleza aparece furiosa en aquellas imágenes que les arrebataron su honor, su cultura e historia.
Los retratados nos miran de vuelta, dice Marina Azahua. Hacer de ellos objetos es la mayor de las violencias. El silencio anestesia. Pensemos tan sólo en los miles de muertos sin nombre de la guerra contra el narco en nuestro país. Sara Uribe tiene un libro sobre estas ausencias. Aludiendo a la mitología griega, Antígona González narra la búsqueda del hermano que representa a todos los desaparecidos y a quienes siguen buscándolos, ya no con la esperanza de encontrar vivos a sus familiares sino para hallar sus restos y que sus cuerpos no queden anónimos en la memoria aérea del tiempo. Dice Sara: “Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío. El cuerpo de uno de los míos. Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos”.
Marina Azahua encarna en Retrato involuntario esas voces que desaparecieron y nunca pudieron contar su historia ni denunciar el horror de haber sido paralizadas, de ser únicamente muerte, lejanía. De la urgencia de la voz, a eso remiten estos ensayos. Pero Marina no sólo da esta oportunidad a las víctimas sino también a sus ejecutores. Ellos reflejan la fragilidad del espíritu y lo fácil que en ocasiones se vuelve simpatizar con el odio. Marina repite: somos ellos si guardamos silencio.
En sus ensayos el pasado resurge para hablar de nosotros, reviviendo las voces detrás de los objetos, como pensaba el filósofo Henri Bergson respecto al mundo: un lugar henchido de memoria viva, en movimiento. Pues la memoria es siempre interpretación, un elemento creativo que nos permite ir siempre hacia adelante. En las últimas páginas de este libro Marina describe al muerto de quien se había enamorado: una fotografía de Álvarez Bravo sobre un huelguista asesinado, recostado en la calle sobre su sangre brillante. Composición perfecta de un instante que nos fascina porque su muerte es la nuestra, porque ese hombre también fue, existió, y será así quizás por siempre.
Más que registrar los días, las fotografías se erigen como pasajes hacia toda clase de pensamientos. Son seres que narran el vacío pero también la entrega, aceptación del misterio. Guardo en ellas una parte de memoria, ya no sé si recuerdo porque he vivido o porque he observado que he vivido y queda ahí la prueba. Eso, sin embargo, es un privilegio. Las voces del mundo nos envuelven, a veces son cantos, en ocasiones gritos, pero casi siempre se trata de murmullos dulces que narran la ligereza acuífera donde caemos desde el inicio del tiempo en que comenzamos a ser parte del todo.