La administradora de los condenados: una conversación con Denise
A finales de 2011, Diego Olavarría conoció a Denise en la cárcel. Pero no en una celda ni en un juzgado, sino en las oficinas del penal. La cárcel suele pensarse como un sitio de desorden y violencia, una gran jaula de animales feroces donde existen dos funciones a jugar: la de la bestia encerrada, o la del amo que resguarda las llaves de esa jaula. Pero en la cárcel hay otra función, hasta cierto punto invisible: la administrativa. Y a pesar de lidiar con problemas mundanos, administrar una cárcel no resulta sencillo. Aquí el testimonio.
Cuando Denise (decidimos mantener su verdadero nombre en el anonimato) empezó con este trabajo, las cosas por aquí eran distintas.
—Esto era tierra de nadie —me dice, sonriente, con la satisfacción de quien sabe que ha hecho un buen trabajo y puede dar cuenta de ello.
Como muchos, Denise vive para su trabajo. Pero son pocos quienes, como ella, viven en su trabajo: Denise ocupa un cuarto adyacente a la oficina; su único adorno es un crucifijo en la pared. Lo hace por comodidad —las instalaciones que dirige están a dos horas de la ciudad más próxima— pero también por seguridad. Debido a la naturaleza de sus funciones, para Denise sería demasiado riesgoso manejar todos los días a una casa en uno de los pueblos cercanos.
—Al principio me sentía sola. Estamos lejos de cualquier ciudad, y en la noche el desierto es silencioso —comenta—. Lo único que se escucha es a los oficiales de la garita que abren las rejas, a los camiones que entran con los guardias de relevo. Pero me he acostumbrado, ahora no me siento tan sola —añade Denise, quien a pesar de haber dormido únicamente tres horas la noche anterior, mantiene una mirada enérgica y atenta.
—Pero eso no es algo que se puede admitir. Nunca puedes mostrar debilidad en esta profesión. Porque cuando la muestras, ahí perdiste.
Una vez, en el funeral de seis policías amigos suyos que fueron emboscados por narcotraficantes, a Denise se le ocurrió llorar.
—No me la acabé. Los comandantes me criticaron a mis espaldas, incluso se lo fueron a contar al Secretario de Seguridad Pública del estado. Dijeron cosas como: “pinche vieja, no aguanta nada”. Y que por eso no podían darles puestos directivos en el sistema penitenciario a las mujeres. Tardé mucho en ganarme otra vez el respeto de mi equipo.
En mi visita, a finales de 2011, Denise era directora de un reclusorio estatal en el que se encontraban encarcelados casi medio millar de prisioneros, o internos, como se les dice en la jerga del sistema penitenciario.1 La cárcel está en un municipio del norte de México, en una zona que ha sufrido los embates del crimen organizado. Denise y sus principales allegados —el jefe de seguridad y el de custodios— trabajan siete días a la semana para mantener el funcionamiento de este centro, para asegurar que la fiesta marche en paz.
Las cárceles mexicanas tienen mala reputación y en los últimos seis años ha habido toda clase de incidentes que han reforzado la idea de que son lugares anárquicos y desorganizados. La fuga de cincuenta y un presos en Zacatecas, en 2009, el asesinato de diecisiete personas en el penal municipal de Ciudad Juárez en 2011, y un motín de seiscientos cincuenta reos que exigían mejores condiciones en las Islas Marías en 2013 son algunos eventos que han acaparado titulares a nivel nacional. Dentro del sistema penitenciario, sin embargo, se escuchan historia más corrientes pero no menos escandalosas.
—En un penal municipal había tantas deficiencias de presupuesto que en lugar de contratar empleados, los internos desempeñaban funciones administrativas y de custodio. ¡Hasta manejaban las camionetas para trasladar a los presos! En otro centro, los narcos llegaron a un acuerdo con el jefe de custodios para que dejara salir a los presos por las noches a hacer sus fechorías. A las seis de la mañana regresaban bien puntualitos a sus celdas para el conteo de cabezas. Y así se la llevaron varios meses…
A Denise la pusieron en su cargo luego de la salida del director anterior, quien dimitió tras ser amenazado de muerte. Ella aceptó tomar su lugar con la condición de que transladaran a los presos más peligrosos a un penal federal, los cuales suelen tener mejores condiciones de seguridad. Una vez hecho esto, comenzó con lo que ella llama “la limpieza” delpenal. Le entregaron una cárcel peligrosa en la que los internos y custodios corruptos controlaban todos los niveles de la organización.
—No creas que ha sido fácil —me dice—. Pero creo que sí hemos logrado bastante en este par de años. Para empezar, corrimos a buena parte del personal, por corruptos. Luego, tuvimos que enseñarles a los internos a respetar las reglas, y eso nos costó muchísimo porque aquí estaban acostumbrados a andar como “Pedro por su casa”. Había mucho desorden. Ellos tenían llaves de sus estancias y entraban y salían a la hora que querían. Algunos tenían televisión, otros celulares y hasta armas. En el patio se vendía comida y quien tenía dinero comía mejor que los que no. Cuando tomé el centro, tuvimos que sacar todo el cableado de las celdas, cambiar la ropa de los internos por uniformes, quitarles sus barajas, cortarles el pelo.
Ahora las cosas han cambiado. En un paseo por el patio central observo cabezas rapadas por igual, uniformes color beige, hombres que juegan basquetbol en una cancha y evitan a toda costa acercarse a la cerca de malla: quien la toca se gana un pase directo a la zona de segregación, donde permanecen solos y en silencio durante días.
Denise me explica la importancia de la igualdad entre presos: —Si no hay igualdad, se genera poder. Y si se genera poder, habrá internos con control sobre otros. Y eso no se puede. Nosotros tenemos que ser el único poder.
La organización social en la cárcel tiende a convertirse en una versión más escabrosa y adulta del patio de escuela, con sus respectivos abusones y víctimas. Si llega la hora de lavar calzones, el fuerte obligará al débil a tallar los suyos. Si hace mucho calor en la celda, el interno grande obligará al chico a cederle su litera junto a la ventana. Si quiere más comida, el Alfa le quitará su ración al Beta. Y ni se diga del abuso: un preso dócil puede fácilmente convertirse en objeto sexual de uno más violento. Por ello, cuenta Denise, es mejor que haya lavadoras y reciban todos sus uniformes planchados. Que las literas estén asignadas y si alguien se cambia de lugar lo sancionen. Que los internos coman en un espacio visible y no en sus celdas.
—El abuso sexual es más difícil de evitar pues ocurre en las noches, por eso es importante hacer chequeos de salud a los internos, para estar atentos a huellas de violencia —me explica Denise.
En otras palabras: la vida en la cárcel debe parecerse a un internado en el que los niños están siempre vigilados por el ojo del Estado.
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El reclamo más común que existe en México acerca del sistema penitenciario tiene que ver con las condiciones de los internos y las violaciones a sus garantías legales. Desde la Reforma Constitucional en materia penal de 2011 (el cambio al llamado Nuevo Modelo Penitenciario), respetar los derechos humanos de los presos se convirtió en obligación; y la reinserción social, en finalidad última de la reclusión. En México, la mayoría de las quejas frente a las comisiones de derechos humanos estatales y nacional reportan maltrato, hacinamiento, mala alimentación, condiciones peligrosas, falta de servicios médicos, incomunicación con los familiares, extorsión por parte de los funcionarios de los centros penitenciarios, así como violaciones al debido proceso.
Acerca de los defensores de derechos humanos, y aunque Denise está a favor de mejorar las condiciones de los presos, ella desestima sus críticas con una dureza que eriza la piel:
—Yo creo que los derechos humanos son para los humanos derechos.
Luego ajusta sus palabras:
—Pero claro, tengo que respetar la ley, y si la ley dice que ellos tienen derechos, hay que protegerlos. Por eso mismo nosotros hemos tratado de mejorar, por ejemplo, la alimentación de los internos. Desde que mejoramos la comida hemos logrado prevenir las riñas, pues la mayoría de ellas ocurren por maltrato de los guardias o por falta de alguna necesidad, que generalmente es agua o comida.
Sobre las fugas, Denise comenta:
—Las fugas se dan sobre todo por corrupción, pues las bardas que tenemos son casi imposibles de saltar. En los últimos años se han mejorado mucho los salarios de los custodios y de los guardias para evitar que caigan en tentaciones.2
Tras el comentario acerca de la comida, Denise insiste en ir a la cocina. Ahí, destapa una olla: la comida no es precisamente la de un restaurante gourmet, pero tampoco es peor que la de algunas cafeterías universitarias.
Esta cárcel es una excepción, y Denise lo sabe: no hay hacinamiento y, gracias a los incrementos en las partidas presupuestales, tampoco deficiencias de personal. Los penales en otras entidades —particularmente Nayarit y el Distrito Federal— tienen niveles de hacinamiento tan altos que se les consideran entre los peores de toda América Latina (la media nacional de sobrepoblación penitenciaria es 28%; en el Distrito Federal es de casi 85%). En algunos hay tantos presos por celda que incluso tienen que dormir de pie. Para ello, cuelgan una sábana en forma de U del techo y se turnan unas horas para descansar brazos y cuello sobre ésta. A la práctica se le llama dormir de “gárgola” o de “Batman” (por su parecido con la de los murciélagos). Le pregunto a Denise si, a raíz de todo lo que ha sucedido en las cárceles mexicanas, siente miedo.
—No quiero llamarlo miedo, ya te dije que esa palabra la tenemos prohibida. Digamos que es preocupación. Cuando uno escucha que en otros penales del estado han atacado con granadas o que al director de otro centro lo metieron a la cárcel porque se fugó un interno,3 uno se preocupa. Hace poco, por ejemplo, el personal de inteligencia detectó que un interno estaba describiendo mis características y las de mi vehículo en una de sus cartas. Cosas así preocupan. Pero parte de hacer bien nuestro trabajo consiste en controlar ese tipo de situaciones.
Terminamos el recorrido con una visita al taller de carpintería, el huerto, la biblioteca y la zona educativa. Ahí puedo ver internos haciendo sillas, recolectando lechugas; a uno con tatuajes en la cara aprendiendo a escribir el himno nacional en un pizarrón. Conforme recorremos los pasillos, los internos con los que nos encontramos se detienen, bajan la cabeza con sumisión y abren paso. Lo tratan a uno como a Moctezuma.
Denise está orgullosa de su trabajo, pero sabe que para que su cárcel pueda seguir funcionando medianamente bien es necesario que sean más los presos que dejan la cárcel que los que llegan a ella.
—Lo que arruina las cárceles es la sobrepoblación. Ahí es cuando se vuelven escuelas del crimen —dice Denise—. Se lestiene que inculcar valores y educar a los niños para que no caigan en nuestras manos —añade con una sonrisa.4
Finalmente, le pregunto si tiene algún mensaje para la gente que quiere ver a los casi doscientos cincuenta mil presos de México en peores condiciones de las que viven:
—Pues me gustaría recordarles que 95% de esos presos saldrán de la cárcel algún día, y que la única forma de que se reinserten a la sociedad es si dejamos de tratarlos como animales cuando están en la cárcel —dice, satisfecha con su razonamiento.
1 El lenguaje de la cárcel ha cambiado. Ya no son prisiones, sino centros de readaptación. Ya no son presos, son internos. Ya no son crujías, son estancias.
2 A nivel federal, un custodio gana un salario mensual de unos once mil pesos, cifra que podría considerarse alta para un puesto que exige apenas la secundaria terminada.
3 En algunos estados, la fuga de un interno se castiga mandando al director a prisión a que cumpla la sentencia del interno.
4 El costo de mantener el sistema penitenciario federal y sus cuarenta y ocho mil internos fue de unos 12.3 mil millones de pesos en 2013. El de mantener a toda la UNAM y sus trescientos treinta y siete mil alumnos, 33.7 mil millones de pesos para el mismo periodo. Es decir: sale dos y medio veces más caro un preso federal que un universitario.