Tierra Adentro
Ilustración por Miranda Guerrero.

Leo en un obituario de Kate Millett, fallecida en 2017 a días de sus 83 años, que su clásico Política sexual de 1970 es un libro “vigente”. Me parece una afirmación curiosa, un producto de la solemnidad con que tratamos a los muertos: yo pienso lo contrario.

Hoy, a cincuenta años de su publicación, Política sexual es un libro difícil de leer. La industria editorial, además, me avala: a diferencia de libros como El segundo sexo de Simone de Beauvoir, Una habitación propia de Virginia Woolf o El género en disputa de Judith Butler (por mencionar dos anteriores y uno posterior), cuyas reediciones y traducciones proliferan alrededor del mundo, Política sexual apenas se consigue usado en inglés, español y francés.

No la oí mencionar, tampoco, en ninguno de los cursos que tomé sobre feminismo en mi vida; tampoco la leí en la universidad (aunque, si somos sinceras, casi no se lee feminismo en la universidad). Y sin embargo, ninguna de estas otras autoras fue portada de la revista Time, como no lo fue casi ningún otro autor o autora de un libro de crítica literaria; difícilmente alguna de ellas haya ocupado en el debate público el lugar que ocupó Millett, que se convirtió a principios de los años 70 en una de las figuras más visibles y controvertidas del feminismo de segunda ola. Y aunque haya muerto casi en el olvido, creo que es tan influyente como aquellas autoras feministas que siguen agotando tiradas, y que repasar el legado de Política sexual es necesario para entender muchos dilemas que el feminismo sigue pensando todavía hoy.

Política sexual es, según su propia autora, un libro de crítica literaria y crítica cultural: para muchas personas es el primer libro de crítica literaria feminista, y creo que esta afirmación tiene bastante sustento. Por supuesto hubo críticas mujeres antes de 1970, e incluso críticas que eran feministas (Virginia Woolf, sin ir más lejos); sin embargo el libro de Millett es el primero que hace un foco claro y casi exclusivo en la diferencia sexual (el concepto de “perspectiva de género” es posterior al feminismo de segunda ola) como hilo conductor para el análisis de los textos literarios que elige. De hecho, los departamentos universitarios de Women’s Studies no existían antes de este libro: el primero, fundado en la San Diego State College (hoy San Diego State University), nace exactamente en 1970, producto de la misma efervescencia militante que hizo posible al libro de Millett.

Millett se concentró en autores de mucho prestigio, como D. H. Lawrence, Henry Miller, Jean Paul Sartre y Norman Mailer, los cuales (con la excepción de Lawrence) seguían vivos cuando su libro se publicó. No eran solo autores canónicos en un sentido académico: eran también escritores muy respetados por la izquierda de la época, y en parte precisamente por la supuesta frontalidad con la que en su literatura retrataban la sexualidad, escandalizando a la pacatería y subvirtiendo a la moral burguesa.

Ilustración por Miranda Guerrero.

Ilustración por Miranda Guerrero.

Todo esto explica el revuelo que el libro causó, ese que llevó a Millett a una histórica portada de Time: no se estaba metiendo con escritores anticuados y perimidos, sino con popes de la literatura y el progresismo que gozaban de plena vigencia, y los estaba exponiendo como mucho menos “modernos” y “vanguardistas” de lo que estos autores le habían parecido a su medio progresista.

Laurence, Miller y Mailer podían parecer desafiantes frente a la pacatería pequeñoburguesa, pero lo que quiere mostrar Millett es que más que subversivos son representantes de otro orden de dominación, ese según el cual las mujeres son meras excusas y receptáculos para sus deseos; y que esas supuestas escenas de sexo transgresoras que tanto se celebraron en las novelas de estos escritores no son más que muestras cabales de una forma de opresión de la que recién se estaba empezando a hablar.

En este libro, basado en la tesis con la que su autora se doctoró en Columbia, Millett alterna el análisis de los textos literarios de estos autores (y de uno más, Jean Genet, al que contrapone a todos ellos) con una serie de argumentos y reconstrucciones históricas que delinean sus tesis sobre el modo en que la mujer ha sido subyugada en todos los aspectos de su vida, y cómo sucede que algo que tradicionalmente se pensó por fuera de la política como las relaciones sexuales y afectivas son el escenario y el fundamento de una guerra abierta contra las mujeres. “El coito no se realiza en el vacío”, escribe Millett luego de comparar tres escenas de sexo de Mailer, Miller y Genet; “aunque parece constituir en sí una actividad biológica y física, se halla tan firmemente arraigado en la amplia esfera de las relaciones humanas que se convierte en un microcosmo representativo de las actitudes y valores aprobados por la cultura. Cabe, por ejemplo, tomarlo como modelo de la política sexual que se ejerce en el ámbito individual o personal”.

En algún sentido, los motivos que hacen que hoy Política sexual suene un poco extemporáneo son los mismos que hicieron un libro fundamental e incendiario en 1970. Hoy quizás nos parezca algo anticuado el énfasis en el sexo que hace Millett (sobre todo, quizás, el énfasis en el “coito”, muy propio de cierta rama del feminismo radical para el cual el principio del mal se encuentra en el sexo heterosexual), y probablemente no nos impresione demasiado su afirmación de que la sexualidad es política; hace falta recordar, no obstante, que Foucault publica el primer tomo de su Historia de la sexualidad en 1976, seis años después de la salida de Política sexual. Aunque el autor francés y las feministas norteamericanas de la segunda ola nunca hayan tenido las mejores relaciones (ni hayan pensado la sexualidad de maneras remotamente parecidas), puede pensarse que todos ellos pertenecen a una época que estaba repensando lo íntimo y las fronteras de la politicidad; de hecho, aunque la autoría exacta se desconoce, la famosa consigna “lo privado es político” data de este momento del movimiento feminista, y aunque la entienda de un modo muy diferente Foucault podría haberla dicho también. Si hoy todo esto pertenece a cierto sentido común intelectual es porque Millett y sus compañeras influyeron sobre el debate público y académico mucho más de lo que a veces pensamos.

Pero más allá de su aporte a este sentido común académico, creo que hay una pregunta abierta por Millett para la que muchas feministas que escribimos sobre literatura y arte todavía no tenemos respuesta: ¿qué significa, exactamente, hacer crítica cultural feminista? Política sexual no siempre tiene una solución interesante a este problema: muy a menudo, en los análisis de los textos literarios, cae en posiciones denuncialistas, que se limitan a juzgar moralmente a los personajes y a veces incluso a los autores de las novelas que cita. Sin embargo, sus lecturas tienen también momentos brillantes.

Ilustración por Miranda Guerrero.

Ilustración por Miranda Guerrero.

Una de las primeras escenas que analiza, tomada de la novela Sexus de Henry Miller, es casi paródica leída a la distancia: el narrador cuenta una historia de sexo con la mujer de un amigo, a la que toma por sorpresa en el baño, que parece casi sacada de una porno barata. No por lo burda, sino sobre todo por lo generosa que es con el narrador esa escena, tanto que una espera que finalmente termine siendo un sueño: él la toma con tanta potencia que ella no llega a resistirse, pero luego además le encanta, pero luego él vuelve a tomarla con fuerza como para que nos quede bien claro quién tiene el poder. Millett analiza el pasaje con inteligencia, reconociendo en el vocabulario el lenguaje que un hombre usaría para contarle a otro sus hazañas sexuales verdaderas o falsas. Expone la farsa de escena, el modo en que las ganas de alardear se imponen sobre la literatura (incluso en el caso de escritores excelentes). Lo hace, además, sin pedir disculpas por meterse con “un autor tan importante”, en un coraje del que mucha que hoy quizás somos demasiado respetuosas podríamos aprender.

También tiene momentos muy lúcidos su lectura de la obra de Jean Genet: como muchos otros críticos, Kate Millett es su mejor versión cuando habla de los autores que sí le gustan. En Genet, el único autor no heterosexual que analiza en el libro, Millett lee una voz que parodia las virtudes de la masculinidad, extremándolas y mostrándolas en su absurdo. Como pasa con muchas feministas de los años 70, el tono de Millett a veces tiende a la solemnidad, pero justamente es más lúcida cuando analiza el modo en que la parodia y la reversión (colocar frente a la forma clásica de la virilidad un espejo lleno de curvas, como para volverla monstruosa) funcionan como críticas sutiles y poderosas, antes que cuando ataca abiertamente a esas virilidades. El motivo de lo queer (palabra cuyo uso se generalizó después de Millett) como burla de la heteronorma volverá a aparecer en las obras de teóricos como Judith Butler y Paul Preciado, especialmente cuando trabajen con drag kings y drag queens: Millett, que fue sacada del closet como lesbiana a la fuerza y que vio su carrera truncada a partir de ese evento (incluso, su carrera en el feminismo, donde la lesbofobia era todavía muy extendida) no va tan a fondo como ellos con estas ideas, pero ya las intuía, y en esas intuiciones hay una frescura que todavía hoy se lee viva. Pero ante todo, en términos de influencias, hay que decir que de los mejores lugares de la obra de Millett saldrían autoras como Susan Gilbert, Sandra Gubar y Elaine Showalter, entre otras, que apenas unos años después perfeccionarían el arte de la crítica literaria feminista.

En la década de los 90, la crítica literaria feminista pasaría de moda. El concepto de género, cuyas potencialidades desarrolló en esos años Butler, haría estallar en mil pedazos al sujeto político del feminismo, que ya no podía identificarse lisa y llanamente con “la mujer” (que por otra parte ya nadie sabe qué es ni a quién representa). El vocabulario “mujerista” de la crítica literaria feminista de las décadas anteriores chocaría mucho con los nuevos modos de la teoría queer, y muy pocas obras de crítica literaria feminista anteriores a la explosión de la tercera oleada “sobrevivirían” a ese cimbronazo. Desde mi humilde punto de vista, sin embargo, sigue habiendo mucho que rescatar en esos textos. De Política sexual, sobre todo, me sigue estremeciendo su potencia de manifiesto, la urgencia con la que está escrito, la valentía con la que Millett decidió (equivocándose, porque en la urgencia una no puede hacer otra cosa) hacer temblar los cimientos de su propia época. Puede ser difícil leer Política sexual en el presente, pero si queremos preguntarnos cómo dar vida y sangre tanto al movimiento feminista como a la crítica literaria, quizás sea casi imprescindible.