José Emilio Pacheco y el cine
El día que murió José Emilio Pacheco le llamé a un amigo para recordar entre risas y lamentos aquella historia absurda en la que metimos a este enorme poeta hace unos 12 o 13 años, cuando no aún no teníamos miedo de dios. Veo con mucho gusto que después de su muerte comenzaron a circular en la red algunas anécdotas, por lo que me parece la ocasión para contar la propia.
Sucede que mi amigo y yo estábamos metidos en una organización de guionistas −un equivalente a un culto satánico−, que tuvo el atrevimiento de otorgarle un premio a José Emilio Pacheco por su trayectoria en la escritura para cine. ¿Qué? Lo pienso ahora y muero de risa: los miembros de nuestra fastuosa organización de guionistas llamada El Garfio, constituida hacía apenas dos meses y que, a excepción de los dos decanos, no sabíamos ni sonarnos los mocos de la nariz, le íbamos a dar un premio a uno de los más grandes poetas que ha tenido el gusto de conocer este país. ¡El atrevimiento! No era nuestra idea, claro. Ya hubiera yo querido ser tan punk. Estábamos reunidos alrededor de la figura tan amorosa como oscura del maestro Xavier Robles, coautor, entre otras estupendas historias, del guión de Rojo Amanecer (Fons, 1990). Él, peleado con alguna facción politiquilla de escritores de cuyo nombre no quiero acordarme, quería inaugurar una especie de golpe de estado contra el establishment y había decidido que este sería nuestro primer happening escritoril político.
Y ahí fuimos todos de bestias felices al matadero, creyéndonos muy salsitas pidiendo (¡exigiendo!) que se nos prestara una sala de la Cineteca para nuestro evento y tocando la puerta del poeta pensando que nos la iba a abrir. Y pues… lo logramos. José Emilio Pacheco no sólo nos abrió generosamente la puerta de su casa. Desayunamos dos veces con él, le explicamos de lo que se trataba: queríamos darle un premio. Sí. Nosotros que nada importábamos le daríamos una estatuilla. ¡Una estatuilla, por el amor de dios! El Garfio de Plata. (Nos faltó ponerle “los Josemilios” para hacerla grande).
En mi memoria la luz del sol que entra por la ventana del Péndulo de la Condesa le pega directamente en los ojos y en esa tez tan blanca y José Emilio hace un gran esfuerzo por no pedir un cambio de mesa. En mi memoria cruza algunas palabras conmigo acerca de lo mucho que le emociona la creación de las mujeres en el cine. Yo le digo que me gustaría adaptar uno de sus cuentos para hacer un cortometraje y él sonríe muy levemente, cuando responde: “Me encantaría verme a través de los ojos de los jóvenes”. En mi memoria está a punto de ordenar unos “Huevos Octavio Paz”, ironiza un poco y cambia su orden por algo “más modesto”.
Yo era la supuesta encargada de medios de aquella organización de menos de 20 personas, así que me tocaban las llamadas de Magdalena Acosta herself, enojadísima cuando se dio cuenta de que no había marcha atrás y el evento se tendría que realizar. De las películas que escribió José Emilio Pacheco se pasaron aquella tarde escenas de El Castillo de la Pureza (Ripstein, 1973) y El Santo Oficio (Ripstein, 1974). No se consiguió nada de Foxtrot, dirigida también por Ripstein en 1976 y protagonizada por Peter O’Toole y Charlote Rampling. Se mencionó aquella gran historia de El lugar sin límites que habían escrito a ocho manos José Donoso (novela) y la triada José Emilio Pacheco, Manuel Puig y Arturo Ripstein. Mucho tiempo después me enteré que también había escrito la adaptación de la novela de Vargas Llosa Los Cachorros para el director Jorge Fons. Su aportación al cine era sucinta pero honda, precisa y relevante. Como todo lo que hizo en su vida.
Cuando le entregamos el premio, para nosotros era toda una novedad enterarnos que el escritor de Las Batallas en el Desierto también había sido joven y había compartido nuestro pazguato interés por el cine. Para mí era ese hombre que me había leído la mente y la había decantado en esa novela donde Mariana le parte el alma a Carlos. Carlos era ya todas las veces que la vida me había desaparecido a la gente que quería, sin ninguna maldita razón que yo fuera capaz de entender. José Emilio Pacheco era en cierto sentido, mi creador.
La noche terminó con un pequeño brindis que nos otorgó la directora de la Cineteca en su aún nueva salita remodelada en madera. A mí me tocó entregarle el famosísimo Garfio de Plata, que pagamos entre todos para que realmente lo fuera.
No tengo ni una foto de ese evento, el celular con cámara era cosa todavía del futuro. Quizás mi amigo tenga alguna.