Tierra Adentro

 

Quise escribir algo sobre la exposición de la artista Jill Magid, Una carta siempre llega a su destino. Los archivos Barragán, que excluyera las palabras «cenizas», «diamante» y «anillo». Recorrí las salas del Museo Universitario de Arte Contemporáneo, donde se exhibe la muestra, pensando cómo escribir de ella sin mencionar el desplegado público que condenó la vejación de los restos del arquitecto Luis Barragán; las notas sensacionalistas que alimentaron los diarios con la historia de una artista norteamericana que obtuvo un puñado de cenizas de la rotonda de los hombres ilustres de Guadalajara para convertirlas en diamante y hacer con él un anillo de compromiso; la indignación de los descendientes del arquitecto porque la joya se exhibiera en un museo; a las monjas de la orden de las Clarisas Capuchinas Sacramentarias que firmaron cartas de protesta junto a los intelectuales más destacados del país; a los curadores y autoridades del museo que defendieron la exposición; los foros de discusión en los que se concluía que lo mejor era «dejar al muerto descansar en paz». Etcétera.

Pensé en un comentario de la muestra que se ciñera a lo que está ahí: cuatro salas, más de cuarenta piezas, cuatro años de trabajo y un cuestionamiento. En 2013, la artista Jill Magid comenzó una investigación sobre el arquitecto tapatío Luis Barragán y de inmediato se enfrentó con las políticas de consulta y el hermetismo con que se maneja el acervo profesional del arquitecto, propiedad de la Barragan Foundation, con sede en Suiza y a cargo de la investigadora Federica Zanco. A partir de este suceso, y repitiendo intentos anteriores de «infiltrarse» en estructuras de poder creando vínculos personales e intentando jugar con los vacíos o fallas que pueda encontrar (lo hizo, por ejemplo, en la Agencia de Inteligencia de Holanda), la artista comenzó a desarrollar una serie de estrategias para adentrarse en las lógicas de esta corporación, que además de mantener el archivo cerrado al público, también controla los derechos sobre las obras y el nombre del señor Barragán.

A partir del documento hecho pieza se delinea poco a poco ese universo de Barragán al que nadie puede acceder. La primera parte de la exhibición despliega un conjunto documental en el que figuran las cartas y otros papeles con los que Magid construye una relación con Zanco. Epístolas cargadas de elogios y melodrama, invitaciones, intercambios, correos con remitentes tachados, entre otros, son el eje sobre el que se articula la muestra; de lo legal a lo personal, de la evidencia al objeto de arte, estos documentos también cuentan una historia sobre Luis Barragán. A su vez, la ausencia y la sustitución sirven como estrategia para mostrar lo que las leyes del copyright prohíben: muebles similares a los que habitan la Casa Estudio Barragán han sido cubiertos por telas, insinuando apenas una forma, una silueta. Un filme en formato súper 8 muestra las sombras en movimiento que los eucaliptos proyectan sobre un muro de Las Arboledas, obra del Pritzker tapatío; si la imagen del muro no puede reproducirse por ningún medio –sí, un muro– ¿puede alguien poseer la titularidad de las sombras que se dibujan sobre él? A modo de ready-mades, libros ya publicados que sí cuentan con la autorización para reproducir imágenes de la obra del arquitecto han sido enmarcados y expuestos como si fueran cuadros; en formato de homenaje, Magid calca y presenta una reproducción de su «silla butaca a partir de Josef Albers a partir de Luis Barragán a partir de Clara Porset».

Aunque «La propuesta», momento de la exhibición que da cuenta del proceso para crear el anillo que Magid le ha ofrecido a Zanco a cambio de que regrese el archivo a México, es una especie de clímax de la exposición, donde se encierra el centro de la polémica, es la muestra en conjunto la que permite expandir la reflexión inicial. Ocultar para mostrar, insinuar e intervenir, jugar a rozar los bordes de las leyes de derecho de autor, son los gestos con los que se construye una crítica al poder de una corporación que, aunque conserva un acervo, también detenta los derechos de propiedad absoluta sobre la obra y el nombre del arquitecto en un ejercicio que parece borrar los límites entre autoría e identidad. (Luis Barragan –sin acento– es una marca registrada desde el año 2000).

La fundación que debería producir conocimiento a partir del contenido del acervo se dedica a controlar con rigor el uso y reproducción de la obra de Barragán. El archivo, más que un corpus documental, se dibuja en esta muestra como un amasijo de relaciones, marcado por conflictos de intereses personales, económicos e incluso académicos. La exposición recalca que lo escandaloso no es la exhumación de un arquitecto ilustre, sino la privatización y, sobre todo, el silencio al que por décadas se ha sometido su obra. Ese silencio es peor que una vejación del sepulcro: es un sepulcro.