Ineptitud caligráfica
No recuerdo cuántas veces mi madre me reclamó que debía mejorar mi caligrafía. Sin embargo, creo que ninguna otra petición —exceptuando aquella de no jugar fútbol dentro de la casa— fue tan frecuente durante mi infancia. Cuando empecé a escribir, lo hice con la ternura de una letra perfectamente redonda, como la que llevan las farmacias en sus letreros. La clase de letra que sólo puede encontrarse en los cientos de planas que realizamos durante la primaria y que apenas distingue nuestra caligrafía de la de cualquier otra persona. Luego perdí toda circularidad, mi letra fue haciéndose más pequeña y más delgada durante el paso por la secundaria. El hecho de que apenas recargara la pluma para marcar el trazo no ayudaba en lo absoluto, llegué a pensar que algún día desaparecería de la página, pero eso, hasta el momento, no ha ocurrido. Finalmente, mi madre desistió de mi caligrafía —y también de vivir con nosotros— por lo que al ingresar a preparatoria ya podía escribir como me viniera en gana. Con resignación, y algo de alivio, comencé a considerarme como un inepto caligráfico.
La escritura tiene su propia velocidad, y regularmente no se corresponde con la letra redonda y bien realizada de las planas y los ejercicios caligráficos. Tanta similitud con la geometría no puede coincidir con el lenguaje escrito, mucho menos con nuestra forma de hablar o entendernos. No me parece gratuito que justo en la época de la aceleración informática hallemos más y más reclamos contra una caligrafía indescifrable. Si el mundo es anotado y entendido mediante una pantalla, a una velocidad altísima, la escritura a puño y letra difícilmente encontrará un lugar en la ecuación. Alejandro Zambra describió que gracias al advenimiento de las computadoras y la escritura a máquina «lo que con seguridad ha cambiado es la letra, y eso es evidente cuando nos toca corregir pruebas: predominan unos verdaderos jeroglíficos, signos temblorosos, intrincados, ininteligibles».
Una caligrafía propia puede ser vista como un partidario de nuestros secretos. No seré el único en admitir que mi torpeza grafológica me ha salvado de revelar cosas que preferiría no haber escrito, pero que afortunadamente nadie pudo leer. Recuerdo que en cuarto de primaria estaba enamorado de una niña llamada Ariana. Expresé mis sentimientos, impulsado por mi amigo Mauricio —que era algo así como el guapo del salón— dentro de una carta escrita en la hoja arrancada de un cuaderno Scribe de raya. Ari jamás se enteró: le fue imposible descifrar lo que yo había escrito.
Algunos de los textos más valiosos de Robert Walser tuvieron que ser descifrados debido a que estaban escritos en una microscópica caligrafía plagada de singularidades. Pero Walser no era una inepto caligráfico, la incomprensible manufactura de lo que ahora conocemos como Microgramas, esos 526 manuscritos realizados en pequeñas hojas de facturas, volantes, sobres viejos y papeles recortados que apenas alcanzaban los veinte centímetros de altura, no debe ser, a decir de Juan José Saer, cargada en la cuenta de la demencia y la negligencia escritural, pues se trata en realidad del modelo fiel de toda escritura. Las particularidades en el tipo de papel y formato parecen ser aceptadas como el principio que daba origen a la escritura de Walser. Cabe preguntarse qué disposición hubiera escogido el autor de Los hermanos Tanner en caso de haber realizado su trabajo en un procesador de textos. Quizá su minuciosidad lo llevaría a seleccionar una tipografía delgada, casi flemática, alguna especie de Garamond en peso variable, pero lo más probable es que rechazaría, como Cărtărescu, una literatura creada a máquina.
La caligrafía es el guiño de un lenguaje privado, un acontecimiento de la intimidad. Cada rayón de sobra, línea temblorosa y tachadura añadida constituye un indicio de los aspectos más discretos de nuestra persona, inexplicables para el lenguaje común y ajenos a cualquier convención de una grafología correcta.
Estas minucias de la escritura personal me parecen un reclamo, muy justo, por arrastrar el lenguaje desde su común amplitud hasta un ámbito reservado. Y en este sentido la caligrafía es bastante similar a la literatura: un intento, con su correspondiente fracaso, por dar a conocer el conflicto entre un lenguaje que nos es común a todos y una vida que no compete a nadie; una intuición que discurre sobre el papel «tratando de expresar con un lenguaje público un sentimiento privado». Versos de Mario Montalbetti que alguna vez escribí a mano, para que así nadie pudiera llegar a leerlos.