I hate the fuckin’ Eagles, man (25 años del Big Lebowski)
Qué posibilidad existe de que la historia de un don nadie, desempleado y aficionado a los bolos se convierta en un hito.
Absolutamente ninguna. Y a su vez todas.
Y es lo que ocurrió con The Big Lebowski (1998). Es posible que al escribir el guion los Hermanos Coen no imaginaran el impacto cultural que causaría la película, quién podría predecirlo, sin embargo, lo que es casi seguro es que hayan sido asaltados por la duda de que todo pudiera salir mal. Dude no es el héroe con el que todo el mundo se identificaría. Ni si quiera es el anti-héroe. Ni el outsider que sigue sus propias reglas. Es un simple vago al que asaltan retorcidas circunstancias.
Pero por fortuna las cosas salieron bien. Demasiado bien. Estupendamente bien.
El coctel para que todo sucediera no podría ser de lo más disparatado. Un elenco que dejó una marca para la posteridad. Más que representar un papel, los actores despertaron un culto. Como en el caso de John Turturro en su rol de Jesús Quintana. Cuya frase “Nobody fuck with the Jesus” se ha convertido en uno de los diálogos más famosos en la historia del cine. Además la popularidad de este personaje se ganó una vida aparte, que cristalizaría años después en The Jesus Rolls (2020), protagonizada y dirigida por el mismo Turturro.
O el caso del mismo Dude, cuyas fachas son uno de los outfits más socorrido durante las fiestas de Halloween. Dentro de la nómina no podía faltar uno de los actores fetiches de los Coen, John Goodman, quien desde hace varias décadas se viene colando en lo mejor del cine gringo de autor y no ha recibido el reconocimiento que merece. Por mencionar un ejemplo, su encarnación como padre de Scooby en Storytelling (2001) de Todd Solondz. Y qué decir de Julianne Moore y Steve Buscemi. Vaya nómina, con pequeñas participaciones de otros titanes como Philip Seymour Hoffman.
Y otro importante elemento: el escenario. Y este no podría ser otro que Los Ángeles. No Los Ángeles de Lynch. Tampoco Los Ángeles de Paul Thomas Anderson. Pero al mismo tiempo sí. Y es que sólo en esta ciudad las cosas se pueden retorcer de esta manera. Jeff Brigdes, que no importa cuántos papeles haya interpretado en su vida, para el inconsciente colectivo siempre será Dude, se encuentra un día en su bungalow y llegan unos matones a cobrarle un dinero que no debe y que no tiene. Porque no es el Lebowski al que buscan. Existe otro, que es a quien desean extorsionar. Y es a partir de esta confusión que se detona una historia delirante que da tantos giros que se burla y dinamita el concepto de comedia de enredos.
Si quisiéramos explicar la trama con un meme ese sería el de los hombre araña señalándose a sí mismos. Pero multiplicados por diez. Hay un autosecuestro que no es autosecuestro. Hay un maletín lleno de dinero que no es un maletín lleno de dinero. Hay una maleta llena de ropa interior sucia. Hay magnates del porno. Hay unos alemanes que le amputan el dedo a una de sus paisanas. Hay un minusválido pseudomillonario que busca estafar a su hija. Está casado con una actriz porno y busca deshacerse de ella. Y cuando parece que las cosas no pueden ser más absurdas, se presenta otra confusión: se cree que el pago del secuestro, un millón de dólares, está en poder de un adolescente de quince años.
El leit motiv de la trama es un torneo de bolos que en apariencia está desarrollándose, pero nunca vemos a Dude y su equipo competir. Solo juegan al boliche para matar el tiempo. El cual les sobra. Walter, que interpreta John Goodman, es un excombatiente de la guerra de Vietnam que se asume judío y reacciona de manera violenta a la primera oportunidad. Casi siempre va a armado y se la pasa callando a Donny, el otro miembro del crew de Dude. Y por encima de todo esto flotan secuencias oníricas cada vez que Dude es golpeado y pierde la razón. Se ve a sí mismo volar por la ciudad en bata y chanclas. Y también protagonizar un musical en el que es una estrella del boliche. Y como cereza del pastel también hay un embarazo. Un pequeño dude se está cocinando en el vientre de Maude Lebowski.
Y la estética de la pelicula alcanza también para mitificar un trago: el ruso blanco. Que es la bebida que Dude toma durante toda la película. Un trago que ya era famoso pero que después del Big Lebowski es imposible no relacionarla con la película cada vez que escuchamos en un bar a alguien pedir uno de esos cocteles. Lo mismo le pasa a la canción de “The Man in Me” de Bob Dylan, que abre los créditos de la película. Siempre que suena uno ya no puede hacer otra cosa que pensar en Dude. Sabemos que el score siempre es importante en una película. Pero en Big Lebowski la música es tan determinante que sin ella las cosas no serían lo mismo. La escena en la que Dude va en su coche escuchando a Creedence y le pega al techo de su auto es imposible de olvidar.
Y así como en el caso de la frase nobody fucks with the Jesus, Dude tiene un diálogo que quedó inscrito en letras doradas por toda la eternidad. En la escena en la que viaja en taxi y se queja de la música del chofer: “I hate the fuckin’ Eagles, man”. Y eso refleja a la perfección el espíritu de la película toda. Que seas un vago no significa que tengas mal gusto musical.