Tierra Adentro
Portada "Desahucio" de Imanol Martínez González. Fondo Editorial Tierra Adentro.
Portada “Desahucio” de Imanol Martínez González. Fondo Editorial Tierra Adentro.

BOCETO

1

 

Las postales más tristes se hallan a las puertas de los hospitales: cafés a medio terminar, cigarros fumados con prisa, voces que no alcanzan a decir nada. Espacios para el tiempo instalado y herido, para la espera de un futuro que no alcanza a verse ni nombrarse, un futuro que llegará —eso es seguro— con la inconfundible marca de lo inesperado, la salvaje seña del acabamiento.

En eso pensaba cuando, a través del cristal y la lluvia, vio volver a Ana con una bolsa de pan y tres cafés.

—Lucía debe tener hambre —dijo mientras cerraba la puerta del auto.

Cuando arrancaron siguió pensando en ese tipo de gestos, en cuánto le gustaba que la ternura de su pareja y la manera de procurar a sus seres queridos permanecieran intactas cuando todo parecía venirse abajo. En la radio daban una canción triste: unos viejos acordes y la historia de un marinero. En ella alguien perdía o se despedía de alguien, un barco se iba o llegaba; pero no pudo prestar atención por recordar el día en que Daniel abrió el restaurante, en lo alegre que se veía, tan distinto a ese hombre sombrío que años después le diría que se había cansado, el mismo que le preguntó en qué momento la frase de que lo mejor está por venir había dejado de tener sentido. Es tan jodida la vida que en cuanto se ve su borde no hacemos más que mirar atrás. Gestos, recuerdos… En eso pensaba cuando Ana le tomó la mano.

—Todo va a estar bien —dijo intentando parecer convencida.

Se llevó su mano fría a la boca, besándola torpemente sin perder de vista la carretera. Gestos inútiles que hacen que el mundo siga andando. Por poco provocó que derramara los cafés que llevaba apoyados sobre las piernas. Su figura, podía jurarlo, seguía siendo la misma. Al poco tiempo lo distrajo el anuncio que indicaba que la ciudad estaba cerca, había que ir preparando el peaje.

Hermosas autopistas desiertas, le había dicho la última vez que se vieron. Y sí, eso decía algo sobre ellos, sobre todos, sobre esta vida en números rojos. Hermosas autopistas desiertas, seguramente en eso se gastaron el dinero estos canallas. Se lo dijo la Nochevieja que cenaron juntos, la que tendría por una de las últimas veces que se vieron, porque los hospitales no son lugares para un último recuerdo, suspenden el tiempo, no son sitio para nada.

Lucía los despertó con la llamada.

—Daniel está en el hospital, ingresó anoche, ojalá puedan venir.

No era tristeza lo que sonaba en su voz, tampoco consternación. Era, en todo caso, una ligera molestia, una especie de rabia disminuida, oculta, una rabia contra el mundo, una rabia que ojalá acabara pronto, antes de que tuviera que ocuparse de acomodar sus días y sus noches intentando capear el dolor para salir de cama. Además de eso, no alcanzó a decirles nada. Lo que todos sabían pesaba en cada día, a la mañana o por la noche, a medio día en el almuerzo o por la tarde en el camino de vuelta a casa. En cualquier momento se despide, eso es todo.

 

2

 

Durante el breve momento en que los fogones se dejaban por un rato, el de la tersa calma que precedía a una última batalla desde la cocina, Daniel solía detenerse para abandonar su sitio e ir a ver la ciudad de noche. Era el momento en que todavía se escuchaba el murmullo de los últimos clientes que desde el bar esperaban mesa para esa noche de sábado; sus siluetas borrosas eran vistas a través del pasaplatos por los cocineros que cedían las toallas por unos minutos, bromeando, dejando de gritarse por un rato. Daniel subía a la azotea, y desde ahí observaba las luces de la ciudad, pensando en cómo su resplandor se asemejaba al temblor que produce el frío. Un paisaje entre rojizo y naranja que se recortaba por las siluetas apenas iluminadas de azoteas, árboles y rascacielos, el paisaje de un terreno inabarcable, dimensionado apenas por el fulgor de esas luces tiritando juguetonamente.

Por un momento de la noche se permitía apartarse del resto, tan acostumbrado como estaba a estar cerca de ellos, entre sudor y fuego, para ir a sentir el aire pegándole en la cara mientras daba caladas lentas al cigarro que sostenía en su mano, el décimo u onceavo del día. Abajo, Andrés —el sous-chef— se hacía cargo cuando las comandas volvían a llegar a través de las terminales, colocándolas en los extractores para retomar el ritmo. Una morcilla negra con manzanas acarameladas, un atún con salsa livornaise, un confit de pato que ya salían.

Y de nuevo los gritos por encima del ruido del lavavajillas y del zumbido de los extractores, haciendo que esa calma se esfumara, reafirmando lo imperceptible de los cambios que se suceden uno a uno sin delimitarse, acumulándose en la invisibilidad de los fragmentos.

Desde la azotea, Daniel se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de cansarse del ritmo frenético de una cocina que, con cada minuto que pasaba, iba asemejándose más a una coreografía en mitad del acero inoxidable, que devenía en un cierre agotador pero satisfactorio. ¿Cuándo se cansaría de asegurarse de que cada plato fuese cocinado exactamente igual a la última noche en que fue ofrecido en el menú sin que ello significara arrastrarse a la comodidad y la rutina?, sino teniéndolo como una suerte de blasón, el territorio de lo conocido y conquistado. También de las negociaciones o afrentas con los proveedores, con esos “si piensas que yo voy a comprar esto, estás loco”, o “no fue lo que acordamos” o “de nuevo te has retrasado, es la segunda vez en este mes”. O, bien, ese “esto es una maravilla”. Pero, sobre todo, tener que vérselas desde la mañana pensando en qué servir durante el día, haciendo cálculos desde la almohada, delante del espejo del baño o ya frente a Lucía sentada a la mesa con un café y el desayuno.

—Esto me toca a mí, ¿vale? —le había dicho desde la primera mañana en que despertaron juntos—. El desayuno es mío, y no voy a renunciar a él —le dijo bromeando mientras soplaba a la taza que sostenía entre sus manos que asomaban por la camisa. El crujir del pan y una mirada cómplice.

Habían pasado ya algunos años desde aquella primera noche, cuando la desnudez, con las cicatrices y marcas a descubrir en el cuerpo, era todavía una expectativa o un bálsamo contra los fracasos, bastantes ya, por los que hasta entonces había sorteado las noches. Cuando a la mañana siguiente se besaron, enmarañados todavía entre las sábanas, con los cabellos revueltos por el sudor, supo que no le molestaría amanecer así por un indeterminado número de días.

El futuro tenía rostro, espalda y olor.

Ay, Lucía. Quizá pensaba en ella desde la azotea, en lo grosero que podía llegar a ser durante las mañanas en que la escuchaba a medias, mientras prestaba atención al televisor encendido en la sala, intentando dilucidar qué preparativos habría de tener en cuenta para el menú de esa noche. ¿Qué quedaba todavía en el cuarto frío?, ¿cuántas hornillas ocuparía para preparar tal o cual platillo?, ¿cuántas quedarían libres? Mientras, ella continuaba hablando, bromeando a modo de riña.

Mañanas impregnadas por el olor del molinillo de café en las que pensaba que, tal vez, si se hubieran conocido antes, las cosas serían distintas. Despertaría más temprano, acompañaría a los niños a la escuela y volvería a casa para desayunar con ella, compartiéndole las dudas u ocurrencias que habrían tenido de camino a la escuela mientras cruzaban el parque, esos niños que no vería más que por las mañanas seis días de la semana, a los que encontraría ya dormidos al volver del restaurante, mientras Lucía le diría, recargada en el quicio de la puerta, frente a una habitación apenas iluminada por una lámpara de noche con dibujos de aeroplanos, que cada día se iban pareciendo más a él, el mayor y a ella la menor, o viceversa, apropiándose de gestos y manías que aprendieron o heredaron de esos padres que, de vuelta a la cocina, bromearían diciendo que cuánto daño le harían al mundo si aquello era cierto, para después besarse tiernamente sabiendo que los niños que dormían serían, en todo caso, el único testigo de su paso por el mundo.

Pero no había niños ni alarmas que sonaran para despertarlos a tiempo y preparar y guardar el desayuno en sus mochilas. Se tenían solo a ellos. Ese era el acuerdo. Si se hubieran conocido antes las cosas quizá serían distintas. Pero no. No pasaría de nuevo por los juzgados, no esperaría a dejar también esta casa y volver a empezar. Mejor así, pensaba, ligeros, sin prospectivas, capaces de funcionar como una maquinaria de solo dos individuos; los mismos dos que desayunan frente a frente antes de salir a acomodar el mundo delante de hornillas o bastidores. Mejor ver que las cosas permanecen intactas aunque sea momentáneamente. Un beso rápido, que tengas buen día, y si al volver me encuentras dormida por favor no olvides apagar las luces.

 

Apagaba el cigarro antes de que terminara de consumirse. Luego volvía a la cocina y notaba que en tan solo unos minutos el ritmo en ella volvía a ser el mismo. A decir verdad, en los últimos meses había empezado a parecerle que ese ritmo en apariencia preciso era un aletargamiento de un tiempo distinto y mejor. Las últimas cenas estaban servidas. Solo quedaría el postre, el café y los cigarrillos. Esa noche él no se quedaría a cenar. Antes de irse, repasaría nuevamente, y de manera acaso fugaz, las cuentas y pedidos para la mañana siguiente. Todo iba pareciéndose cada día más a ese extraño rostro que tiene la rutina. Sin embargo, todavía disfrutaba de algunos instantes, como el de escucharlos bromear desde el vestidor, mientras se quitaba la chaquetilla, el delantal y los zuecos. Eso lo hacía feliz, le dimensionaba el mundo. Todavía le resultaba agradable a momentos, en esos en que entendía que no había otro lugar en el que quisiera estar.

En la azotea había mirado sus manos por un momento, reconociendo en ellas las marcas que dejan los años sosteniendo, algunas veces bien y otras no tanto, los mangos de los sartenes y los cuchillos. Estaba satisfecho aunque las expectativas comenzaban a resultarle más bien brumosas. Tenía las manos que había imaginado cuando de joven entró por primera vez a una cocina a trabajar por un sueldo miserable. De vez en cuando, al reunir a los camareros en la cocina para que conocieran y probaran los platos que habrían de ofrecer esa noche, se recordaba de niño.

Recordaba esos olores lejanos. La anquilosada forma de saber que el trazo de su vida comenzaba a dibujarse verdaderamente. Una línea que, en noches como esa, empezaba a borrarse barrida por el tiempo: el testigo indiscreto que dice de pronto que el mundo va a pique y que lo que viene es un callejón mal iluminado, una lucecita intermitente apenas.

Un par de semanas antes, luego de llamar a Lucía al hotel en que estaría hospedada durante el fin de semana en que presentaría el diseño para una revista, Daniel decidió quedarse en el restaurante hasta la hora del cierre. Se encerró en su despacho, adelantó cuentas y luego, ya cansado, salió, vaso de whisky en la mano, a platicar con Jesús, el intendente nocturno.

—Perdone, chef, no sabía que estaba aquí —le dijo mientras bajaba el volumen de la grabadora.

—Sí, por aquí ando. No te molesta, ¿verdad?

¿Por qué habría de molestarle? Charlaron sobre cómo habían llegado hasta ahí. El restaurante vacío con dos hombres como únicos testigos de los ruidos que encierra la madera. Lo distraía de su trabajo, pero a Jesús no le importaba; por una noche, al menos, no hablaría a solas y en voz baja con los familiares que a la distancia no alcanzaban a escucharlo. Daniel decidió que era momento de tomar un taxi e irse.

No sabía si acaso significaba algo esa demora, esas pocas ganas de salir a la noche.

Después de despedirse de los chicos, y habiendo dejado a Andrés al mando, volvió a casa. Habían servido un número considerable de cenas, estaba exhausto y no le apetecía perderse por ahí. Al llegar encontró una nota en el comedor. Seguían dejándose notas. En tiempos veloces como estos, en que comunicarse es lo más sencillo, seguían dejándose notas. Eran como los recuerdos que de vez en cuando todavía pegaban en el estudio que compartían en la casa. Fotos, boletos, recortes de periódicos. Daniel solía pensar que esas eran formas de permanecer en el mundo, resignificando detalles, aunque fueran mínimos como el de esa noche:

Deja la luz de la sala encendida. Cuida de ti. Te pienso.

Pequeños gestos para decir que estamos aquí, para darle materialidad a los recuerdos: a esa noche en que vieron una película más bien mala, pero en la que a la salida del cine se perdieron por un parque de vuelta a casa, o aquella otra en que compraron una postal de un artista olvidado en St. Michel (“Cuánta tristeza”, le había dicho Lucía en la terraza del café donde se guarecieron de la lluvia esa tarde). Gestos como notas:

Te pienso. Sigo vivo. Aquí te espero.

Aunque cansado, no se acostó de inmediato. Se sirvió un trago más y salió al patio trasero. Pensó en llamar por teléfono y pretextar cualquier cosa a la mañana siguiente. Llamar para preguntar cómo estaba, tan solo eso. Pero desistió. Su cansancio era como la pesadez de algo que se instala más allá del agotamiento, un malestar que anida dentro de uno. Todavía tardó un par de horas en dormirse, dándose el tiempo de terminar con la cajetilla que había comprado esa mañana. Pensó, como en la azotea, o como solía hacerlo algunas mañanas frente a Lucía, en esos niños sin nombre ni cuerpo. En la oscuridad de la habitación, imaginó un rostro que en realidad desconocía, pensando que tal vez, con los años, se asemejaría al suyo.

En la madrugada escuchó los pasos de Lucía en el pasillo y no hizo nada por moverse, aguardó a que se acostara para después voltearse hacía ella y susurrar palabras tiernas que la hicieran sentirlo cerca, procurando que no se percatara de que él, de algún modo, ya estaba herido.

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