Hugo no creía en fantasmas japoneses
He comprado un librero a principios de septiembre. La compra de un librero es, a mi parecer, un acto de vanidosa resistencia: es una puerta a mi yo futuro para seguir comprando libros, a pesar de que me he prometido —y le he prometido a otros— que voy a limitar el vicio de comprar cosas que luego “no tendré tiempo de leer”. La compra de este librero fue, además, una oportunidad única para organizar mi biblioteca y encontrar —como si fueran viejos amigos— ejemplares que había relegado al amontonamiento y el polvo. Por aquí, un viejo tomo de La isla del tesoro trajo hasta mí el aroma mineral de Pihuamo, donde aprendí a navegar con el pirata Silver; por allá, un poemario de Gamoneda me transportó a mis primeros años universitarios, mis vergonzosas boinas y mis primeros —terribles— poemas. Una biblioteca personal es un registro de nuestra vida. Recordar es volver a leer.
Entre todos los ejemplares, también, me topé con un tomo de la trilogía transilvana de Miklós Bánffy, Los días contados, que me regalaron en Copilco el Bajo, por allá en abril de 2015. En la primera hoja, el libro tiene una inscripción: “Para Hiram, para que escriba un cuento”, escrita en la letra frágil y temblorosa —como las huellas de un ave minúscula— con que Hugo Gutiérrez Vega firmaría sus últimos libros.
Veo el ejemplar de Bánffy, sus hojas cortadas por error por unas tijeras que jamás llegaré a ver, y pienso en Hugo, como me pasa cada septiembre. Y como cada septiembre, me siento ahora a hablar sobre quien fuera uno de los poetas más relevantes del sur de Jalisco, a pesar de haber crecido en el extremo opuesto del estado.
Mi primer peregrinaje
En el verano de 2010 fui becario de un programa de cuyo nombre no quiero acordarme para realizar una investigación en torno a los escritores jaliscienses, desde la época de la colonia hasta la actualidad. El proyecto era tan ambicioso como suena y, debo reconocer que, aunque el equipo lo terminó a tiempo, tuvo el fin de muchos otros proyectos de investigación: jamás llegaría a publicarse. Entre las actividades que tenía encomendadas estaba la de revisar y elegir textos de los autores que serían antologados. Los nombres de narradores y poetas jaliscienses eran un deleite y, en aquel desfile de libros, pude conocer a Alfredo R. Plascencia, Francisco González León, o Álvaro Leonor Ochoa, entre otros escritores del periférico Occidente.
De entre todos los nombres que circulaban, un día llegó a mis ojos el de Hugo Gutiérrez Vega. Y el verbo que he usado no me gusta. Porque “llegar” no abarca el significado que aquel nombre tendría en mi vida; más bien debería decir que el nombre de Hugo Gutiérrez Vega se manifestó como una epifanía. Leí con emoción los poemas sueltos que recibía por correo electrónico y, apenas los terminé, corrí a buscar todos los libros que hubiera a la mano sobre mi más reciente hallazgo. Fue en la librería del Fondo que está sobre Chapultepec, en Guadalajara, donde encontré el libro Peregrinaciones, suerte de poesía casi completa que el Fondo de Cultura Económica acertadamente reunió a principios del nuevo milenio. Por cierto que, en ese momento, lo estaban rematando porque “ya estaba viejita la edición”. Baste decir que pagué los solemnes 22 pesos con 50 centavos que cobraban por el libro y esa noche entré de lleno en el mar poético de Hugo Gutiérrez Vega.
La pregunta que me rondó en aquella primera lectura era inocente, pero me quitaba el sueño. ¿Qué tenía la obra de este poeta de Lagos de Moreno que me entusiasmaba tanto? ¿Por qué podía entregarme a sus versos con tanta soltura y complicidad? Preguntas por demás llamativas, pues por aquellos años yo no leía poesía. Aun así, las palabras de Hugo formaron un caminito de migajas de pan hacia un estado de regocijo poético. ¿A qué podría atribuir ese entusiasmo?
Una posible respuesta, me parece, se sugiere en los versos de Peregrinajes:
Me exijo claridad.
Nada me dice
el turbio soliloquio.
En esta obligación
finca la pluma
sus razones de ser.¿En dónde está el poema?
¿En las palabras
o en lo que hay más allá?[…]
El poema solo
se juega su aventura.
El texto se titula “Confusiones sobre una discutible ‘ars poetica’ trasnochadamente romántica”. Rescato del fragmento anterior el verso inicial, porque es uno de los mensajes más prístinos sobre la obra de Hugo: su poesía es clara. Inútil es buscar en su obra aquellos artilugios verbales que se acercan más al choro mareador que a la revelación poética. Artimañas que hacen zozobrar las páginas de tantos escritores (me incluyo en esta vergonzosa lista, por supuesto). La poesía de Hugo en cambio, apuesta por el tono coloquial, por poner frente al lector el evento cotidiano acicalado con palabras suaves, pero lejanas del empalago y de la cursilería de tarjetita de Hallmark.
Cuando en la obra de Hugo aparece la palabra amor (palabra que pesa tanto tanto en el paladar del que la pronuncia), el autor la aligera con un bote de palomitas de maíz. Así se lee en el poema “Amor y pop corn”.
Hubo un momento
en el que renunciamos a todo lo dicho;
nuestro deseo era escapar
de los lugares comunes,
abominar de la melcocha sentimental,
inaugurar palabras,
girar en un laberinto perfecto
lleno de sensaciones frías,
bien meditadas, completas, exquisitas,
alejadas del tiempo, nuevas, antiguas,
clásicas, románticas…
No lo logramos.
Son las seis de la tarde,
sobre nosotros brilla
un crepúsculo en tecnicolor
y a nuestro lado se besan
William Holden y Jenifer Jones.
Te abrazo y digo, con voz cachonda,
algo sobre tus sparkling eyes,
mientras tú ronroneas: hold me tight
y del kiosco llega una canción de Doris Day
Supongo que por estas referencias frescas, esta familiaridad, su obra sigue teniendo tan buena recepción entre los jóvenes lectores de poesía nacional. Hugo fue un poeta cercano, filial, que aprovechó las cumbres fascinantes del español de México para decir con claridad su mensaje: “Debería callarme el hocico/ y escribir solamente en los retretes/ alumbrado por fósforos,/ hacer grandes graffiti con carbón/ y terminarlos con la punta de la nariz”. El poema “Finale”, que recién he citado, no enuncia “Debería quedarme callado”, ni “debería guardar silencio”, porque en ninguna de estas frases hallamos el peso exacto de la acción que el poeta quería referirnos. “Callarse el hocico” era la única expresión que podía encajar en este poema, sólo en ella está el carácter imperativo y familiar al que nos acostumbramos los que vivimos de las humanidades. El poeta sabe cuán importante es esta sucesión exacta de palabras, y no le da miedo decirlas, supongo que esta costumbre le vino de su insigne labor periodística. Ejemplos de esta picardía encontramos en libros como Poemas para el perro de la carnicería, cuyo título surge de una frase muy mona que quizás pueda explicarse con mayor detenimiento en otro texto.
Hay otra peculiaridad en su obra que me parece relevante. Algunos poetas han hablado del carácter conversacional de la poesía de Hugo Gutiérrez Vega. Uno de ellos es Marco Antonio Campos, también poeta de las islas griegas. Dice Campos que la obra completa de Hugo puede leerse como una conversación sostenida a través del tiempo, por donde cabalgan actores de cine, viajes, ciudades, escritores y personas que conoció durante su plausible labor diplomática. Poemarios como Desde Inglaterra, Una estación en Amorgós, Andar en Brasil o Los soles griegos, son prueba testimonial de la vida que Hugo absorbió de estos países. Y destaco de entre ellos su visita a Grecia, en cuyas islas nació este poema, titulado “Antes de partir”:
A la izquierda está el mar. La alta montaña con su ermita y su senda entre los pinos se recorta en lo azul y las gaviotas van hablando de viajes, llegadas y naufragios.
Recuerdo los primeros días en la isla, el verano de fuego y, en la alta madrugada, el olor de la sal, el aroma de los pinos y las voces de las muchachas escondidas entre las ruinas.
Una de ellas, la más alta, flameó su cabellera al lado de una columna rota, irguió el pecho, abrió los brazos al cielo y me dejó, adolorido y deslumbrado, a merced del misterio. Los dioses rieron desde lo alto y se hizo el día. La muchacha comenzó a caminar y agua, fuego, tierra y aire vibraron a un tiempo. Era Afrodita o Helena o Friné, era la cautelosa Artemisa clavando su flecha para siempre en el corazón que se niega a envejecer.
La sensualidad en la imagen poética, la nostalgia por Malcolm Lowry o por Cesare Pavese, el reconocimiento de su cuna poética en las constantes citas de González León o del padre Plascencia; en su poesía se condensa una vida consagrada a la religión de las palabras, un juego en donde el lector y el poeta confabulan para hacer patente el evento poético. Hugo sabía —mientras yo estaba leyendo aquel libro en 2010— que nosotros ya éramos cómplices de poesía, y es por eso leo estas palabras con ánimo de compinche, de compañero de travesuras, con la devoción de haber sido el más insensato de sus alumnos.
Si encuentras en lo que digo algo que te pertenezca
el juego seguirá,
porque mis palabras son tuyas y de todos.
Lo único que hace la poesía
es cantar lo que a todos pertenece.
Todo esto nos entregó Hugo en su poesía. Una invitación para circular por las islas griegas, para visitar las ciudades europeas donde fue embajador o cónsul de cultura, para escuchar a la abuela que hablaba con los pájaros creyéndolos ángeles, para enamorarse del amor que Hugo tenía por su familia, que se hizo patente en la “Suite doméstica”.
Cada vez que alguien se acerca a sus poemas, el peregrino de Lagos sale de viaje. Porque recordar es reanudar la travesía.
Rumania o Rumanía y Memorias de la Guerra Fría
Hay un mito en la comunidad de letras de Tlayolan —al menos entre la que yo conozco— que se creó en torno a Hugo. Es éste: Si alguien ganaba el premio Nobel, FIL, Príncipe de Asturias, o cualquier otro, y no tenías idea de quién era ese autor, había que preguntarle a Hugo Gutiérrez Vega.
Es un hecho conocido que Hugo era un lector ferviente de literaturas atípicas. Hungría, Japón, la Grecia contemporánea (tan marginada en comparación con su periodo clásico), Eslovenia, Noruega y Rumania, o Rumanía, que era como a él le gustaba pronunciarla. Leer sus crónicas periodísticas en el Bazar de asombros —columna que publicaba en La Jornada Semanal mientras fue director—, era dar un paseo por estos países, por su literatura única y fascinante, a través de una selección de autores que pasaron por el filtro de Hugo Gutiérrez Vega. Y vaya que, a pesar de su carácter afable y apostólico, Hugo era feroz para elegir sus asombros.
Cada vez que me acercaba a él para platicarle con entusiasmo de uno de mis nuevos descubrimientos literarios, me dedicaba una sonrisa alentadora y me recitaba una enorme lista de autores del país que yo le hablara, de los cuales yo había leído dos, escuchado el nombre de otros tres y del resto no conocía ni siquiera la correcta ortografía del nombre. Cuando le hablé de Márai, me contó sobre Eliade, Cioran, Kostolanyi, Lajos Zilahy, Ioan Culianu, Odisseas Elitys, Esterházy, Peter Nadas; monstruos de otras geografías que marchaban ante mí sin detenerse. En aquellas interacciones, Hugo me hacía también cómplice de sus asombros, del asombroso mundo que era la literatura a través de sus palabras.
Recuerdo cuando le hablé de Mircea Cărtărescu, el ruletista rumano, y me dijo: “Ah sí, yo lo propuse para premio FIL hace unos años”, “¿Y por qué no ganó, maestro? ¡Si es buenísimo!”, “Tuvo mala suerte, Hiram, de todos los jueces del Premio FIL nada más lo conocíamos dos: la rumana y yo”. El tiempo le daría la razón, pues en 2022, es decir, menos de una década después de aquel vaticinio, Cărtărescu ganaría el merecido galardón.
Hay otra cosa que me parece importante resaltar, una faceta de su obra de la que poco se ha hablado, pero que me convence cada vez que la leo: Hugo Gutiérrez Vega, además de un poeta necesario, era un cuentista de clóset. En su libro Otras voces, otros ámbitos, publicado por Puertabierta editores, hay un pequeño texto llamado “Memorias de la Guerra Fría”. Se trata, al mismo tiempo, de un relato de espionaje, un retazo de una fantasía distópica y un cuento cómico. En él Hugo cuenta cómo Prokopi Gamov, segundo secretario de la embajada de la unión soviética, urdió un elaborado plan para hacer del consejero cultural de la embajada de México (es decir, Hugo Gutiérrez Vega), un espía para los soviéticos.
Hugo cuenta con cierta gracia las llamadas interminables a su casa, el cortejo insistente de Prokopi por atraerlo al lado rojo de la fuerza, hasta que finalmente tuvo que acceder a encontrarse con él en un restaurante. Aquel encuentro coincidió con la invasión de Praga por parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia. Y ante aquella violencia abominable de la Unión Soviética, Hugo manifestó su indignación enérgicamente ante un Prokopi que, sabiéndose parte de los verdugos, rompió a llorar. Ante aquel llanto, dice Hugo, “Los vecinos de mesa observaban con curiosidad, pues se podía sospechar que se trataba de una ruptura amorosa”. Por mi parte, yo creo ver en el final de ese artículo un eco de George Orwell, y en el llanto de Prokopi veo reflejado el llanto de Winston Smith, convencido de que el Gran Hermano, el gran martillo de la violencia, había ganado nuevamente, como gana siempre.
No puedo preguntarle a Hugo, por supuesto, si pensó en Orwell cuando escribió este bazar. Pero sé que lo leyó y sé que los narradores que leía cabalgan en sus libros de prosa, como podrán comprobar los lectores de su obra. Esta es mi predicción y, más que eso, mi deseo: que todos sepan la notable obra cuentística que Hugo nos dejó, disfrazada de puntuales colaboraciones cada semana.
Hugo no creía en fantasmas japoneses
Hugo Gutiérrez Vega falleció el 25 de septiembre, en algún punto entre las 8:30 y las 9:30 de la noche. De su muerte me enteré a la mañana siguiente, por una llamada telefónica.
La última vez que lo vi fue el cuatro de septiembre, allá en su departamento en Copilco el Bajo. Aquella vez hablamos de Rulfo y Arreola, pues mis visitas eran el pretexto perfecto para recordar el sur de Jalisco. Me preguntó, con la malicia de un catedrático, por pasajes de La Feria, de Al filo del agua, de El llano en llamas, libros que se sabía de memoria —o casi— y que yo apenas había leído, acaso superficialmente. Hablamos también de literatura griega, húngara y rumana, que nos encantaban, y de la literatura japonesa, en la cual yo apenas empezaba a interesarme.
—En el teatro Nō —me dijo— existe un pasaje muy estrecho que se coloca en un extremo del escenario. En éste hay una puerta y una cortina: es el pasaje que conecta nuestro mundo con la tierra de los muertos, y cada personaje que surge de ella será siempre un fantasma vengativo o, en raras ocasiones, un espíritu revelador que traerá las noticias necesarias para conducir la trama hacia su desenlace.
Durante más de una hora hablamos de fantasmas japoneses, en los que Hugo, por cierto, no creía. Lloró la muerte de sus dos grandes amigos, Juan Gelman y José Emilio Pacheco, acaecida unos meses atrás y nos lamentamos por la inexistencia de una puerta que nos ayude a conectar ambos mundos. “¿Sabes, Hiram? Por lo menos tenemos los libreros que también nos dejan convocar fantasmas”, me dijo en algún momento de la conversación. Se levantó a tomar un libro de Gelman y leímos juntos un par de textos que lamentablemente ya he olvidado.
Porque recordar es volver a llorar. O eso pienso este septiembre, mientras la fecha que nos acerca al aniversario luctuoso corre con la prisa del jinete que tiene una cita en Damasco y el nombre de Hugo Gutiérrez Vega se va empañando en mi biblioteca.
“La vida sigue, hermano, pero ya no es la misma y nunca lo será para los que te amamos”. En esto pienso, mientras septiembre se lava de mis manos que sostienen su obra poética. Y aunque Hugo no creía en fantasmas, me detengo unos instantes frente a mi librero y alzo la mano y creo sentir, acaso por un momento, que hay frente a mí una puerta desde donde llega la voz anhelada.
Y creo sentir por un momento que aquella puerta, como las páginas de un libro siempre nuevo, no tardará en abrirse.