Güeros: dos voces
Hay dos identidades en el discurso de Güeros (2014), de Alonso Ruizpalacios. Dos voces que no se interrumpen ni se contradicen, sino que se turnan y se complementan. Si el México original fue el resultado de dos culturas —la indígena y la española—, el México moderno es la fusión de dos vecinos, el estadounidense y el mexicano; de dos razas, los güeros y los morenos; de dos clases, los ricos y los pobres. En este siglo multicultural no se distingue entre una historia y otra, ambas son una: más norteamericana en la memoria, músicos, celebridades, programas de televisión, cine; más mexicana en el carácter paralítico y la recurrencia de las revoluciones fallidas. Incluso es evidente el centralismo de la nación en la trama: el viaje comienza cuando Tomás (Sebastián Aguirre) llega a la Ciudad de México, que no es sólo la capital, sino el espíritu del país. Ruizpalacios encuentra a México escondido bajo el rock norteamericano, el marxismo alemán, la picaresca española y acaso la odisea griega. Entre lo uno y lo otro está el todo.
Como hermanos, Tomás, un adolescente güero, y Sombra (Tenoch Huerta), un joven moreno, representan la dualidad cultural de México: física y psíquicamente opuestos, este yin yang sintetiza la identidad nacional. La sorpresa que causa su parentesco expone el muy ignorado racismo mexicano, resultado de aquel origen de confrontación y mescolanza renuente entre españoles e indígenas. Ruizpalacios penetra en la consciencia nacional sin juzgarla; la muestra con la naturalidad de quien no sólo vive en ella, es parte de ella. Esta noción no de lo observado o de lo comprendido, sino de lo experimentado, abunda en Güerosy nos introduce en las complejidades de la dualidad mexicana.
La ciudad y los hermanos tienen tanto en común que sugieren ambos un espejo hacia la otra orilla: el güero y el moreno viajan por Santa Fe y Taltelolco, se juntan con los cineastas ricos y los universitarios pobres mientras usan la playera de Bob Dylan y buscan a Epigmenio Cruz (Alfonso Charpener). La visita a Cruz alude a la que le hizo Bob Dylan a Woodie Guthrie, pero el descubrimiento casi arqueológico del salvador del rock nacional, olvidado y borracho en una pulquería, es el enfrentamiento con una herencia mexicana. «Con tu música entendí lo que mi papá entendió», le dice Sombra, emocionado, en busca de un autógrafo. Epigmenio se queda dormido. Este chasco, junto con la descripción que hace una antigua amante de Epigmenio, «siempre echa todo a perder», son el lamento ante la promesa y la desilusión de la historia de México.
En otra escena, la voz norteamericana a través de Sombra recita el famoso «preferiría no hacerlo» de Bartleby para explicar lo mexicano. Las palabras de Herman Melville resumen la parálisis de la UNAM y de todo México. La huelga universitaria funciona como un símbolo de la inactividad nacional tras la farsa del Mexican Moment. El paro del paro que inician Sombra y su amigo, Santos (Leonardo Ortizgris), representa la apatía ante la pobreza intelectual de los universitarios que cierran una asamblea gritando: «¡Chichis, chichis!». Si la acción es insuficiente, creen ellos, la única solución es el exilio. Sombra suma estas actitudes y se nos aparece como un perfil de lo nacional y de la juventud. Ambas afiliaciones lo hacen culminar en una evacuación de sí mismo ante la catástrofe que demanda su acción. Sus ataques de pánico y sus visiones conjuradas por la droga reflejan su pánico ante el mundo en escenas visionarias. Ruizpalacios utiliza el sonido, entre la ciencia ficción de los años cincuenta y el ruido de la desconexión telefónica, para incluirnos en el ambiente paranoico al interior de Sombra. Él no es simplemente perezoso: está aterrorizado.
El amor de Sombra por Ana (Ilse Salas), una joven universitaria de piel blanca y con una posición social más alta, también es representativo del racismo antes mencionado y del clasismo. En Güeros, sin embargo, no hay victimización alguna, sólo una comprensión del intrincado ser nacional que, por un lado, se queja de ser discriminado aun cuando no lo es, y, por el otro, discrimina cuanto desconoce. En la fiesta de estreno de una película, Sombra ataca a la cinematografía nacional, compuesta, según él, por niños ricos que filman vagabundos en blanco y negro, pero ni siquiera ha visto el filme celebrado. Cuando Ana le pregunta por qué nunca le ha esclarecido sus intenciones, él contesta: «Ya sabes». Dado su carácter, podemos asumir que se trata de un complejo de inferioridad. Tomás lo cuestiona y lo ayuda a superar sus inseguridades como la otra mitad, la otra voz, que genera el equilibrio entre ambos.
Tras reintroducirse en los intestinos de la UNAM y sobrevivir el fiasco de Epigmenio Cruz, además de la experiencia de Tenochtitlán en sus cuatro hemisferios, Sombra enfrenta en el centro, que los mexicas pensaban era otro punto cardinal, un último golpe. La desilusión final recibe una respuesta inesperada, distinta, no resignada, sino abierta al mundo: una sonrisa. Incapaz de cambiar su entorno, de corregir los vicios de México, Sombra se admite ínfimo, finito y mortal. Su gesto es el resultado de la experiencia y del descubrimiento más importante de la juventud: no vivimos para transformar; morimos transformados. Ruizpalacios propone como primer paso hacia el futuro la madurez. El adolescente y México se encuentran y se abrazan, son uno, y la solución de ambos es también una: crecer.