Entrevista con Chantal Peñalosa
Son diversos los artistas que han trabajado sobre y desde las fronteras. Sin embargo, Chantal Peñalosa (Baja California, 1987) ha encontrado en el tiempo una estructura poética que funciona críticamente ante las condiciones neoliberales que reconfiguraron la economía y la comunidad de Tecate en los últimos años.
Las últimas fronteras, dice Peter Sloterdijk, ya no son las que parecían ser en otro tiempo; el sustento que ofrecían era una ilusión cuyos creadores somos nosotros mismos: esta notificación de pérdida (técnicamente: la des-ontologización de los márgenes firmes) es el disangelio de la Edad Moderna. La promesa de modernidad que alguna vez representó Tecate y otras ciudades fronterizas ha devenido en yermo.
La dimensión del tiempo vivido y en algunas ocasiones, nuestra propia historia como sujetos, nos permiten reconocer intereses que tenemos actualmente. A partir de tu relación con ese tiempo vivido y tus desplazamientos en la frontera: Ensenada, Tecate y Tijuana…, quizás podríamos rastrear tus estrategias artísticas.
Mi mamá es de Ensenada, por lo que mi hermano y yo íbamos frecuentemente allá cuando éramos niños. Visitábamos a nuestro abuelo que estaba enfermo de cáncer y mi mamá tenía que cuidarlo a veces. Para nosotros era esperar en el otro cuarto tratando de situarnos y depender de ese tiempo familiar. Más tarde, cuando entré a estudiar a la universidad en Tijuana, estuve yendo y viniendo todo el tiempo; súper pesado porque me levantaba a las cinco o cuatro de la mañana para tomar un camión, llegar a las siete, luego salía de la universidad a las tres y me esperaba hasta las cinco de la tarde porque era cuando pasaba el camión. Llegaba a Tecate casi a las ocho de la noche para hacer tarea. A mitad de la carrera me fui a vivir a Tijuana y cuando terminé la universidad regresé a Tecate y comencé a trabajar en medio de la crisis que te da saliendo de la escuela: «¿Y ahora qué?» Y pues era trabajar con lo que tenía a la mano y no pensar en grandes cosas o limitarme por carecer de materiales o espacios; fue cuando me enfrenté a mi realidad inmediata, al contexto en el que me desarrollo.
Fue cuando entraste a trabajar al restaurante del cual surgió La rutina de un tenedor y otras obras más. El tiempo que tú empleas e irrumpes es uno draconiano formado por la narcoguerra y el flujo de capital.
Sí era muy complicado, muy difícil: era pararte frente al tiempo. Ahí empecé a pensar, gracias a ese tiempo donde no había nada, en qué construía esa nada. Empezaron a surgir una serie de preguntas respecto a donde yo estaba situada. Mi trabajo ya no era el de una mesera, sino el de alguien que espera, nada más. Me gusta pensar en cómo se pueden asociar estas dos palabras: espera y esperanza. La esperanza con la cual esos lugares siguen abiertos —no sólo el restaurante en el que trabajaba— y que hay algo que los mantiene así más allá de una cuestión económica; un poco lo que tú dices. No lo veo reflejado únicamente en mi experiencia como habitante de Tecate, sino también en la gente. A veces me parecía bastante trágico que mi mamá —que también trabaja en Tecate— me dijera: «Es que en Tecate no hay nada, no pasa nada; Tecate es un lugar para esperar la muerte».
Pero fue un momento de tu vida que te permitió pensar y encontrar otras maneras de representar las problemáticas que abordas, un ejemplo de ello es Atrapar la mosca; una pieza con gran carga poética sobre la economía y la violencia en Tecate.
Me interesó pensar el tiempo que se da por hecho a partir de la cotidianidad y el habitante. Si yo estoy viviendo en Tecate y soy de aquí, quiero ver desde dónde se construye un contexto en términos de representación. Empecé a ver qué me interesaba de ese tiempo o a partir de dónde situarlo. Después de 2008 se suscitó la guerra contra el narco que alteró el hacer y el estar en las zonas fronterizas: dejó de existir un flujo comercial, ya no había turista y eso era una gran fuente de ingresos en Tecate, Tijuana, Ensenada. Todo eso se vio reflejado en los trabajos; esas condiciones socioeconómicas modificaron las maneras de estar en un lugar (en este caso las del restaurante y el tiempo de estar trabajando ahí), lo que implicaba —a mi parecer— una problemática de cómo nos aproximarnos a estos conflictos desde el lugar en donde suceden. Me parecía que había una idea sobre la noción de violencia muy mediática que generaba un acuerdo sobre cómo abordar, qué pensar y cómo relacionarnos con estas ideas e imágenes, algo que me parece peligroso.
Un elemento importante de tu trabajo es la corporalidad y cómo la asumes o la dispones. Pienso en Sobre la avenida México donde confrontas el espacio fronterizo (espacio de violencia). Utilizas tu corporalidad como elemento topográfico, desmontando —simbólicamente— el ejercicio de poder y vigilancia del imperio estadounidense; la Border Patrol… O con el proyecto que estás realizando con la beca BBVA-Carrillo Gil.
Entender la acción a partir del gesto que está ocurriendo significa el «cómo yo entiendo el cuerpo en la documentación». Cuando estoy confrontando a la patrulla, como dices, necesito de mi cuerpo completo para hacerlo. En el caso de los bostezos, el gesto es de la boca, los labios. Pensando en la lógica de la que me hablas, de cómo he estado trabajando el cuerpo en el proyecto del BBVA-Carrillo Gil, estoy pidiéndole a 100 habitantes de Tecate que me hablen sobre cómo entienden su cuerpo cuando van a un centro comercial. Han estado haciendo pequeñas narraciones, descripciones o instrucciones. La acción consiste en que yo me vuelvo 100 cuerpos que deberían estar ahí, pero no están. La documentación visual parte de los reflejos de las vitrinas ¿sabes? Como si fuera un juego de dos imágenes: la vitrina, que está mostrando que no hay nada o lo poco que queda adentro, y la arquitectura del lugar habitada por alguien que está ahí, que se vuelve casi un espectro.
En ese sentido, tu obra también desdibuja y desmantela la mirada instrumentalizada.
Eso que dices me recuerda lo que decía Octavio Paz sobre la imagen en los espejos: «El espejo nos presenta una imagen fugitiva, perecedera, se desvanece. Los espejos no tienen memoria». Me gustaba eso que pensaba; contaba que cuando era chico vivía en una casa de la que se iba a mudar, o se había mudado a una casa, miraba un espejo y se preguntaba: ¿Cuántas otras personas se habrán visto aquí? Es algo que no se puede saber porque es una imagen de un instante; creo que tiene que ver con los reflejos que estoy trabajando aquí. Si bien no es un espejo como tal, esta imagen es un instante que no se queda en un reflejo ni en este aparador, es algo que sólo se queda un momento y ya no vuelve.
Las estrategias artísticas de tu trabajo tienen varios referentes, entre ellos los personales —como lo hemos platicado— pero sin duda, el manejo del tiempo (más allá de constituir el andamiaje conceptual de tus piezas) tiene un gesto literario que encontramos en varios escritores. Si tu obra fuera un cuento de Borges o Vila-Matas, ¿cuál sería?
Me gusta pensar más en uno de Bolaño que se llama El gusano. Trata de un morro que anda en las librerías buscando algunos títulos y de repente empieza a notar una figura en la alameda: un señor que tiene un sombrero y que siempre tiene la misma ropa. Se encuentran y empiezan a platicar. Entonces el señor al quien le dicen El gusano, empieza a contarle un poco al morro sobre cómo sucede el tiempo allá en Sonora (a mí me gusta entenderlo así) y el morro le empieza a preguntar: «¿Y qué hace la gente allá con su tiempo?» —así como tú me estás preguntando—. Él le empieza a decir: «No pues, mucha gente en las tardes nada más se queda viendo el horizonte, allá entre los cerros, sin hacer nada, sólo ver». Y este morro le pregunta: «¿Y qué esperan ver?» El gusano dice: «No sé, una verga, yo que sé».