Goma arábiga
Llegué en otoño con dos maletas llenas, plenas de objetos que consideré útiles. Pero la utilidad siempre es relativa.
Fue en ese viaje —el viaje que me llevó de la ciudad de Oaxaca a la fronteriza ciudad de Tijuana— que reconsideré el significado de una maleta, de hacer maletas. Si la primera definición que atendemos es la que ofrece el diccionario, podríamos decir que una maleta es una “caja” o un contenedor para “guardar” y “trasladar” objetos. El diccionario también dice que en algunos sitios, la palabra maleta sirve para designar una parte importante, sino es que vital, del cuerpo: la “espalda”, esa parte —de carne, grasa y músculos juntos— que sostiene la cabeza pero que a la vez protege y resguarda órganos internos. Una maleta, en efecto, puede tener la forma de una caja, pero se trata de una caja que resguarda objetos importantes para la vida de alguien.
Hacer una maleta significa seleccionar y ordenar un conjunto de objetos y, a la vez, rechazar otros. Casi siempre se trata de eso. Al hacer maletas uno siempre está formulando y respondiendo distintas preguntas: ¿qué tipo de objetos serán útiles durante el viaje?, ¿cuáles se volverán imprescindibles con el tiempo?, ¿cuáles se convertirán en una especie de membrana o estructura interna para el cuerpo que se desplaza?, ¿con cuántos de ellos contaré cuando necesite un poco de aire que venga de otro sitio?
Tal vez porque pensaba en todas estas cosas es que, para hacer las maletas que me acompañarían al norte, decidí seleccionar y ordenar los objetos en dos grupos. En el primero estaban objetos útiles, comunes y corrientes para la vida diaria: ropa, zapatos, jabón, desodorante y rastrillo. En el segundo, desde el inicio estaban mis amuletos o talismanes: eso que Marcel Mauss llamó taongas: objetos animados con la vitalidad del bosque y del territorio al que pertenecen. Esos objetos pueden convertirse en espacios habitables, no en el sentido de departamentos alquilados o de cuartos vacíos, sino de sitios que en mucho nos recuerdan a nuestra casa. Esos objetos son, de hecho, nuestra verdadera casa.
En este caso, yo traje pocos. Apenas unos cuantos de ellos. Casi todos, talismanes que llevan tiempo conmigo. Entre otros, traje una cruz de plata hecha por mi abuelo durante la primera mitad del siglo XX. Traje un diccionario que me prestó un amigo curador y artista poco antes de mi primer viaje al extranjero y, además, la vieja caja de herramientas para hacer litografía y grabado. Y ahí, dentro de un frasco, también traje un poco de goma arábiga.
Ésta es un tipo de resina que produce cierto tipo de acacia subsahariana para cicatrizar sus heridas. Para extraerla, para hacerla existir como goma arábiga, es necesario realizar cortes longitudinales, poco profundos en sus tallos. Las heridas mismas suelen medir de cuarenta a sesenta milímetros, en línea recta.
Históricamente, la goma arábiga ha sido utilizada en la fabricación de caramelos pero también ha tenido distintos usos en las artes plásticas, sobre todo en la litografía, esa técnica de estampación manual en la que trabajé durante ocho años. En este procedimiento, la goma arábiga es imprescindible.
Contrario a lo que pudiera pensarse, la goma arábiga no se usa para borrar. De hecho, ésta es utilizada para fijar, adherir, y estabilizar las imágenes que previamente fueron dibujadas sobre piedras de carbonato de calcio o sobre láminas de aluminio. Durante todo el siglo XIX, la litografía fue una de las técnicas más utilizadas para reproducir mapas y carteles, así como periódicos y gacetas a bajo costo. Actualmente, la litografía es una técnica cara y poco utilizada.
Decidí utilizar el nombre de Goma arábiga para esta columna como otra forma de sacarla del frasco y utilizarla de nuevo. Hay que fijar las imágenes durante el viaje. Hay que adherir, en el papel o en la pantalla, las voces de las personas que vaya entrevistando. Hay que estabilizar las percepciones del andar aquí, del ir de aquí para allá en palabras que se vuelvan paisaje o huella sobre la página. Para todo eso es la goma arábiga.