Tierra Adentro

En esta introducción a nuestro homenaje a Fernando del Paso, Carlos Velázquez hace un repaso por las obras cumbre del autor y explora el porqué de la azarosa recepción de su obra en México y los prejuicios a su alrededor.

 

La historia de México está anegada de injusticias. Y el campo de la literatura no se encuentra exento. Una de sus ingratitudes manifiestas reside en por qué no se valora en nuestro país a Fernando del Paso con la misma veneración que se otorga a otras figuras nacionales o latinoamericanas. Un grupo nada despreciable de críticos, académicos, escritores y lectores, coinciden en lo mismo: Del Paso compite por el puesto de ser considerado el mejor escritor de la cultura mexicana. Para quien esto escribe, no existe duda. El corpus de su obra se ubica en un Olimpo al que sólo son convidados Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Al filo del agua, de Agustín Yáñez, dicho esto sin ánimo de convocar polémica y con perdón de los que se encuentren en desacuerdo. Sin embargo, permea el sentimiento generalizado de que Del Paso debería circular más, ser más leído, más reverenciado, debido a que las referencias del mexicano promedio son Carlos Fuentes o García Márquez (un extranjero) como algunos de los máximos exponentes de las letras hispanas.

Ante lo anterior surge la siguiente pregunta: ¿por qué la obra de Del Paso no ha recibido la importancia que merece? Razones se antojan varias. Pero antes de enunciarlas es pertinente detenerse en un elemento un tanto maléfico que viene emparejado con la reservada popularidad de los textos de Del Paso: el éxito. Si medimos el éxito de un autor porque es citado en telenovelas de Televisa, como es el caso de García Márquez, entonces Del Paso lo ha eludido. Pero si consideramos estos tres fragmentos de la obra de Del Paso:

Era
Era un hombre.

Era un hombre de cabello encarrujado y entrecano. Tenía cuántos años. Treinta y cinco, cincuenta. Cincuenta y cuatro trenes salen todos los días de la vieja estación de Buenavista y yo los cuento como cuento sus años. (José Trigo, 1966)

La ciencia de la medicina fue un fantasma que habitó, toda la vida, en el corazón de Palinuro. (Palinuro de México, 1977)

Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira: hoy vino el mensajero a traerme noticias del Imperio, y me dijo que Carlos Lindbergh está cruzando el Atlántico en un pájaro de acero para llevarme de regreso a México. (Noticias del Imperio, 1986)

podemos formularnos la interrogante válida de que si en esto no consiste el éxito, entonces en qué consiste. El oficio de la literatura no garantiza la pertenencia al mercado editorial. Afirmo esto sin afán fatalista. Ahí están los demasiados volúmenes que se publican de textos que no obedecen a los géneros literarios. Aquí interviene uno de los malentendidos que se ha pronunciado alrededor de la obra de Del Paso. El acceso a su producción jamás ha sido vedado. Así lo confirman las constantes reediciones de José Trigo en Siglo XXI y las estupendas ediciones conmemorativas del FCE tanto de Palinuro de México en 2013 como de Noticias del Imperio en 2012. Del Paso no ha encarnado nunca una posición marginal, ni deliberada ni accidental. Resulta incuestionable que siempre ha formado parte del mercado.

Pero persiste la cuestión de por qué la obra no disfruta de la misma notoriedad que la de otros autores menores. Y aquí interviene otro de los malentendidos creados a partir de la trilogía de novelas que escribió. Un estigma que no es exclusivo de Del Paso. Contra el que se ven obligadas a luchar todas las obras de largo aliento. La supuesta inaccesibilidad que se le atribuye per se a las obras voluminosas. Pero es una inexactitud. Lector entrenado o no, quien se acerque a, por ejemplo, Palinuro de México, encontrará al narrador oral más grande de nuestra tradición. Y también al más ambicioso. Otro de los factores por los cuales es probable que exista cierto distanciamiento con su trabajo puede radicar en su presumido barroquismo. Súmenle otro equívoco. Se da por sentado que el oficio narrativo de Del Paso está emparentado con el barroquismo tropical. Pero la correspondencia, si es que existe, es mínima. Un paralelismo a interpretar, por las dimensiones entre ambas obras, sería Paradiso (1966), de José Lezama Lima. Más apropiado para el caso de Palinuro de México que para José Trigo, aunque no descabellado para el segundo por su intención de remodernizar la novela moderna.

El barroquismo latinoamericano es oscuro y un tanto ajeno al lector mexicano. Un oscurantismo que no acusa orfandad. Proviene de James Joyce. Es achacado a sus problemas de glaucoma, que tornaban un tanto confusos algunos pasajes de Ulises (1922). Como el arranque mismo. “Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja”. No hace falta consultar el original. Baste advertir los aprietos a los que se enfrenta el traductor. Ese oscurantismo fue legado a los narradores latinoamericanos hijos de Joyce.

Pero en México ese fenómeno no se produjo. Del Paso es el escritor en lengua española más alejado del barroquismo mágico. Se encuentra más cercano de El mundo alucinante (1969) de Reinaldo Arenas que del boom latinoamericano. Quizá Del Paso corrió con la mala suerte que ha aquejado a algunas de las literaturas. Que en un afán académico o histórico por definirlas se les etiqueta de manera apresurada. Es debatible si el trabajo de Del Paso se ubica dentro de la categoría de lo barroco. En caso de obedecer a esta corriente, lo perpetra alejado por completo del espectro tropical. En todo caso inauguró el barroco mexicano. Pero la premisa posfechada no le rinde justica. El barroquismo no alcanza a explicar en toda su complejidad y profundidad la experiencia narrativa emprendida por Del Paso. Encasillar su producción en una etiqueta inexacta no ha conseguido sino entorpecer su divulgación.

El tercer elemento que podría fungir como un impedimento para la masificación de Del Paso es el romance empedernido de su obra con la historia. Aunque en los círculos académicos el cotejo de la obra de Del Paso con lo que Borges denomina “lo histó­ ricamente comprobable y lo simbólicamente verdadero” se ataca con recurrencia, se malentiende la relación de Del Paso con la historia. Extenderse en este punto ocuparía un ensayo entero por deshilvanarse. Baste apuntar que en el enfrentamiento Historia vs. Literatura, siempre resultará ganadora la literatura. Porque la novela es, antes que todo, una suplantación de la historia. La novela no sólo es el género literario por excelencia, sino que es además la verdadera voz de la historia. A nadie interesa ahora certificar que la emperatriz Carlota no es la fiel reproducción que aparece en Noticias del Imperio. Asumimos como original a la Carlota de la novela. No experimentamos la necesidad de consultar el relato oficial para corroborar que se trata de ella. Y nadie podría considerar siquiera que Carlota pudiera habitar otra lengua que no fuera la de sus desquiciados monólogos.

La literatura existe no para desdecir la Historia, sino para reelaborarla. Lo que supone un desafío más grave de Del Paso para un país como éste, de instituciones y sus entelequias, de costumbres y hábitos, de traición y desmemoria. Por ello la literatura de Del Paso ha sido poco apreciada por este país. Pero esa desidia ha comenzado a revertirse.

POLIFÓNICO DE MÉXICO

Distintas generaciones de críticos se han puesto de acuerdo para designar a Palinuro de México como la obra maestra de Del Paso. Este juicio resulta discutible. Por su estructura, su ambición, el manejo de la historia, la humanización de sus personajes, José Trigo debiera ser favorecida por la academia como la mejor novela de su autor. Ningún escritor mexicano ha debutado con una novela de tal magnitud. Sin embargo, el puesto lo ocupa su segundo libro. Pero desde la imparcialidad es complicado decantarse por una. Y equilibran el corpus novelístico de su autor. Del Paso no se desbocó. Como Joyce, que tras Ulises abandonó toda noción de campo semántico en Finnegans Wake (1939). Leopoldo Marechal sólo tuvo Adán Buenosayres (1948), Laurence Sterne a La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760), pero Del Paso tuvo una trilogía.

Palinuro de México despierta una sensibilidad y una empatía que no comparten las otras novelas. No con la misma intensidad. En principio porque retrata una época bastante dolorosa en la historia de la nación: la del movimiento del 68. No quiero decir que la lucha ferrocarrilera, la guerra cristera o la dominación francesa lo sean menos. Sin embargo, es la tragedia más fresca la que se impone siempre. Pero sobre todo porque al tratarse de una autobiografía en clave, Del Paso predice, de manera sutil, el boom de la no-ficción que experimentamos en la actualidad. Y si Del Paso no la publicó como un testimonio es por su deuda con la historia. Esa en la que se empeñó desde sus inicios por tributar.

De entre las distintas promociones de narradores que establecieron un puente con Del Paso se encuentra Carlos Fuentes. Pese a que en su momento Fuentes fue objeto de un reconocimiento al que nunca accedió Del Paso, a pesar de ganar el Premio FERNANDO DEL PASO 21 Internacional Rómulo Gallegos en 1982, la novelización de la historia por parte de Fuentes caducó en menos de dos décadas. Su esfuerzo por representar el sentir del ser nacional dejó de representar a la siguiente generación de mexicanos. En este sentido Del Paso siempre fue un paso adelante. Trabajó exclusivamente con materia atemporal. José Trigo, Eduviges, Carlota, Palinuro y Estefanía habían cortado por completo todo nexo con el presente al momento de encaminarse a la ficción. No así la ciudad de México de La región más transparente (1958) o el Artemio Cruz de La muerte de Artemio Cruz (1962). El tributo de la era moderna al caudillismo.

Pese a la estima que provoca, Palinuro de México no es la novela más procurada de Del Paso. Es Noticias del Imperio. Pero trátese de cualquiera de las tres, en todas ellas encontramos un rasgo unificador: un fanatismo por la minuciosidad. En el lenguaje: que crea una polifonía de voces. Es tal la virtud del oído de Del Paso que su reinvención del habla no se agota. No conoce el tope. Siempre descubre un camino para continuar. Un fanatismo por la minuciosidad estructural. Que va desde los saltos temporales de la guerra cristera a la lucha ferrocarrilera, a la no-ficción planteada por la autobiografía que acompaña a la tragedia estudiantil de 1968, a ahora sí, agotar el siglo XX para volver al XIX y dar su versión de los hechos de una mujer enloquecida y enamorada o enamorada y enloquecida en el principio del fin. Un fanatismo de la minuciosidad por la forma, que va de la estructura de saltos temporales al desarrollo de la plasticidad de la prolijidad de la biografía a darle rienda suelta al flujo de conciencia. Treinta y siete años, tres novelas.

OCHENTA AÑOS DE FERNANDO DEL PASO

Es probable que no atendamos a su tradición, ni ellos a la nuestra, pero la literatura argentina cuenta con un autor como Del Paso. Alberto Laiseca nació en 1941 y es autor de Los sorias (1998). Una novela de más de mil trescientas páginas. Ambos comparten haber dedicado prolongados momentos de su vida a la conformación de novelas extensas. Son los dos últimos grandes monstruos de la novela después del boom. Este 2015, Del Paso cumple ochenta años de vida. Y no existe otra forma posible de calificarlo que como un dechado de lecturas. Lo afirman las instrucciones para escribir Noticias del Imperio que enumera Vicente Quirarte en su ensayo “Amor, historia y actores en Noticias del Imperio”. Un largo conteo de lecturas, tanto de vida como de textos que tuvo que perpetrar Del Paso para escribir su biografía apócrifa de la emperatriz Carlota. Y si sumamos sus estudios del movimiento ferrocarrilero y la investigación de la medicina concluiremos que se trata de un dechado de lecturas. Fernando del Paso es y fue novelista, poeta, cuentista, periodista, ensayista, dramaturgo, pintor, embajador, director de la biblioteca Octavio Paz, pero sobre todo ha sido un lector.

En 2008 viajé a Nuevo Laredo, Tamaulipas. En esa época atravesaba por mi segunda lectura de José Trigo. Y como es natural estaba emocionado hasta lo indecible. Y me hacía la misma pregunta que se plantea al principio de este texto. Por qué razón la gente no se acerca más a la obra de Del Paso. Me invitaron a conocer Estación Palabra. Un espacio dedicado al fomento de la literatura. Me desconcertó hondamente que el sitio llevara el nombre de Gabriel García Márquez. No por una querella personal con el colombiano. Lo primero que me vino a la mente fue la pregunta, por qué este lugar no fue nombrado Fernando del Paso. Me entristeció el profundo desconocimiento que las instituciones tienen de la historia de nuestra literatura. Exterioricé mi opinión y me gané el repudio general. Pasé dos día horribles en Nuevo Laredo. La gente del medio literario me dedicaba miradas con una mezcla de odio y condescendencia. Probablemente se me tomó por un ignorante.

Una tarde caminando por la colonia Roma de la ciudad de Mé­xico descubrí en el número 150 de la calle de Orizaba, una construcción que ostenta una placa con la leyenda “El primero de abril de 1935 nació en esta casa el escritor mexicano Fernando del Paso”. Desde ese día siempre que se presenta la ocasión de pasar por afuera del inmueble me detengo a contemplar la placa. Con unas ganas incontenibles de hincarme. Sé que sonará un poco cursi, pero invariablemente se me acelera el corazón. Me sudan las manos. Es lo más cerca que he estado de Del Paso. No tuve la oportunidad de verlo en la fil. Me estremece esa leyenda. Me parece inconcebible que tras los muros que resguardan la placa haya venido a este mundo Del Paso y yo esté de pie frente a ellos. El hombre que este año cumple ocho décadas. El lector. El autor de Palinuro de México.