Gárgolas de barro
El departamento es un desorden. Me recuerda a la canción de Timbiriche, la del desastre. Lou quita un montón de triques de una silla para hacerme un espacio. Él permanece de pie, no hay otro lugar para sentarse. Hay esculturas en el suelo, en las mesas, entre los libros, en el antecomedor, junto a la estufa, sobre la cama y en las repisas.
Estas son sólo algunas, tengo más, dice Lou, y echa la cabeza hacia atrás con la risa.
Su risa es contagiosa.
Lou Garza (Allende, Nuevo León, 1980) es un escultor regiomontano. Arquitecto de profesión y escultor por vocación, Lou trabaja con barro y crea personajes que cuentan historias. Las piezas que me muestra son de su última exposición El inframundo del fauno, presentada con éxito durante algunos meses en la biblioteca central del Tec de Monterrey. Cada pieza es única en forma y tamaño, aunque la unidad es evidente; juntas constituyen la fauna de una montaña boscosa que sólo existe en su cabeza. Un lugar quizá no muy diferente a su departamento.
Crecer en Monterrey implica asociar la escultura con piezas enormes: La paloma, de Juan Soriano, afuera del MARCO; Homenaje al sol de Rufino Tamayo, frente al Palacio Municipal; y El caballo de Fernando Botero, cerca del Museo del Noreste. Y ya, las demás no tienen título ni firma. Pienso en las monstruosidades oxidadas a lo largo de las avenidas Constitución y Morones Prieto, en las faldas del río Santa Catarina: esas son esculturas, ¿cierto? O lo fueron hace unos años, cuando alguien les prestaba atención. En los primeros meses de 2010 quizá, antes del huracán Alex.
Lou firma sus obras The Gargokken y ha vendido quince en los últimos meses. Los compradores son de Dinamarca, Lituania, Austria, Rusia y otros países. No, ninguno de México.
En la actualidad Lou es escultor de tiempo completo. Para llegar a ese punto, tuvo que superar los obstáculos habituales que enfrentamos los artistas mexicanos. El primer reto fue conseguir el apoyo de sus padres y lo obtuvo apenas hace un par de años en su primera exposición individual. Sucede con frecuencia que en Monterrey, los padres —intoxicados de ideas neoliberalistas— sueñan con el hijo director de una empresa y forrado en plata; en sus mentes, el trabajo artístico apunta en la dirección contraria al sueño. The dream, lo dicen en inglés entre amigos. El segundo reto de Lou es el estigma del escultor: un oficio en peligro de extinción.
«El arte ahora está afuera» comenta Lou, «la tendencia es el video, el mapping, la tecnología. Y la escultura sobrevive en lo abstracto. Lo mío casi nadie lo hace».
Lou crea personajes con barro. Les inventa una historia. La influencia de la mitología escandinava y grecorromana es evidente. Pero también hay por ahí un tlacuache con tentáculos en homenaje a La princesa Mononoke de Hayao Miyazaki. «Es como en la película, pero en Monterrey el espíritu tiene forma de tlacuache».
Y sin ponernos de acuerdo, los dos compartimos unos momentos de silencio, tal vez para recordar los tlacuaches atropellados que sacrifican su vida para enseñarnos una lección divina que aún no dilucidamos por completo.
Sus maestros lo han cuestionado por las características extranjeras de su obra, aunque con el tiempo aprehenden lo universal (la añorada universalidad) en el proceso de localización que Lou realiza al adaptar los conceptos mitológicos a un contexto del México contemporáneo. Algunas de las piezas poseen una textura que me recuerda al trabajo de los escultores mexicas. Pero eso no se lo digo porque justo cuando voy a comentarlo, Lou dice que no por ser mexicano tiene que esculpir a deidades aztecas o mayas, a pesar de la insistencia de algunas voces.
La historia de Lou es de éxito y de incomprensión, un contraste pintoresco que resulta distintivo de un sinfín de artistas mexicanos; una suerte de adolescencia perpetua, hecha insoportable por la falta de visión de los padres y una cultura de éxito basada en el dinero, el egoísmo y el chaqueteo. Me despido de Lou, del departamento y las esculturas, y me voy satisfecho, pero con la sensación de que la capacidad humana para disfrutar el arte se está perdiendo en el moderno pantano del desasosiego.