Fuego reunido
Titulo: Vertebral
Autor: Jorge Fernández Granados
Editorial: Almadía
Lugar y Año: México, 2017
Un libro fragmentario es un mapa. Territorio de encuentros difusos, fronteras mudas, montañas en constante disolución; amplitudes sin márgenes: mares infinitos. Los románticos, entre ellos Schlegel y Novalis, consideraron que, en las breves partículas atómicas del fragmento —una aparente escritura dispersa—, se escondía una totalidad que resumía el universo: escritura de enigmas. Jorge Fernández Granados advierte algo similar cuando dice: “El camino de la brevedad tiene dos sentidos: el que baja hacia la raíz de una síntesis y el que sube como fronda de un enigma. Este último lleva más lejos”. Su libro titulado Vertebral, estructurado como un conjunto sistematizado, incluso por apartados temáticos, muestra la capacidad de agrupación dentro del ámbito disperso; hay que decir que no es necesario imponerles la prerrogativa, los fragmentos se agrupan solitarios en el ámbito esencial de la compañía distanciada, y conversan aunque se encuentren supuestamente lejos en el espacio textual, como plantea Blanchot en La escritura del desastre: “Los fragmentos se escriben como separaciones no cumplidas: lo que tienen de incompleto, de insuficiente, obra de la decepción es su deriva…”.
La escritura fragmentaria esconde un mensaje que la atraviesa silenciosamente: es el llamado sagrado, el nombre impronunciable. Al fragmento no se acerca una mente demasiado inquieta porque se trata de una escritura madura y rigurosa: demasiado silenciosa para ser…, para ser el ruido de una tumba indecisa. Dado que entrega la desnudez, es implacable y categórica, un dardo de fuego sin providencias ni azares. Es una voz ciega e iluminada, una semilla profética; la caracterización de Novalis al llamar a los fragmentos “gérmenes” evoca su carácter de explosión demorada. Los fragmentos atraviesan el espacio sin tiempo, lentamente, con su laberinto fugaz de meteoros profundos. Cuando destellan y se proyectan en un haz incontenible nos permiten entrever su estrella: “El aforismo es un género hermafrodita, mitad poema, mitad ensayo. Pequeño monstruo entre la belleza y la razón. Quimera”. Escritura en trizas: rompe y quiebra con los nombres de los antecesores; la voz surge sin la cita, pero la lleva a cuestas; se trata de un paseo con las adivinanzas, en él recolectamos diálogos. Vertebral enhebra hilos desde un epígrafe de Paz, ronda abiertamente a Brecht, a Kafka, pero encubre conversaciones con Cioran, Michaux, Nerval, Jabés.
La filosofía, en sus vertientes contestatarias y rebeldes, también encuentra en el fragmento una manera de traspasar los sistemas, escapar del pensamiento vertical y arbóreo, incrustarse en los senderos de la misteriosa poesía. El fragmento es reflexivo, su tiempo no es histórico sino sagrado. La pregunta de Vertebral, su sentido hondo, se esconde en un ámbito fulminante: Fernández Granados se está olvidando a sí mismo (“Procura que tus más hondas preguntas no tengan sujeto”). Borra al hombre para escuchar lo que traspasa la carne y los huesos. El ego, en cambio, es sentencioso, moralino, tutea al lector. Cuando la escritura rompe con el yo —no se trata del caprichoso uso o desuso de los pronombres— entonces se aclara aquella sentencia que reza: “Vivir fue un libro”. La voz está consagrada a una tarea que va más allá del deseo, las intoxicaciones, los laberintos que cruzan los fantasmas de nuestra carne. La escritura es susurro a lo otro, la síntesis de lo distinto, el llamado ardoroso de la imaginación desbocada. La trama oculta, incluso desconocida para el que escribe, late pidiéndonos una sacrificada anulación. La literatura es una actividad solitaria porque en las formas breves se convierte en escucha y, sobre todo, en interrogación.
Vertebral es un libro que incita dudas e interpela al presente, tiempo que gesta una escritura de nudos y de aliento corto. Los planteamientos sobre el poder o el amor, por ejemplo, merecerían discusiones. Hay también fragmentos fulminantes en su destello; fuego reunido: “Interior o intemperie. Buscamos salir a la intemperie. Refugiarnos en el interior. El cuerpo es también una pequeña casa. A mitad de camino entre la intimidad y la intemperie está la casa. Es un espacio intermedio que no es naturaleza ni imaginación, sino ambas…”. Allí, entre llamas, ensoñamos lo que el otro dicta en un nebuloso cielo encendido.