Fragmento: Las tribulaciones de un chino en China
De niña me topé en algún rincón de la casa con un ejemplar de Las tribulaciones de un chino en China de Julio Verne, y desde entonces le he dedicado un lugar especial en mi corazón. No puedo evitar pensar en un Verne joven y frenético deambulando por China al leer las aventuras del desganado Kin-Fo y el filósofo Wang. Así pues, viajemos juntos a China para conmemorar al maestro de las novelas de aventura a 114 años de su muerte. Que no se diga más. Comencemos el viaje.
IV
En el que Kin-Fo recibe una carta importante que tiene ya una semana de retraso
Un yamen es un conjunto de construcciones variadas que se sitúan en dos líneas paralelas que a su vez son cortadas perpendicularmente por una fila de quioscos y pabellones. Normalmente el yamen es la morada de mandarines de altos rangos y pertenece al emperador, sin embargo no está prohibido que los ricos posean un yamen y era en una de estas suntuosas construcciones en la que habitaba el opulento Kin-Fo.
Wang y su pupilo se detuvieron en la puerta principal, abierta en el frente del vasto recinto que rodeaba las diversas construcciones del yamen, sus jardines y patios.
Si en lugar de la vivienda de un simple particular se tratara de la de un magistrado mandarín, un enorme tambor ocuparía el primer lugar bajo el toldo tallado y pintado del portal, al que día y noche acudirían a hacerlo sonar aquellos con necesidad de reclamar justicia. Pero en lugar de ese “tambor de reclamaciones”, grandes jarrones de porcelana adornaban la entrada del yamen. Contenían té frío, incesantemente renovado gracias a los cuidados del sirviente principal. Esos jarrones estaban a la disposición de todo aquel que pasaba por ahí, generosidad que hacía honor a Kin-Fo. Era por esto que gozaba del reconocimiento por como dicen “de sus vecinos en el Este y Oeste”.
A la llegada de su maestro, los habitantes de la casa se apresuraron a la puerta para recibirlo. Ayudas de cámara, lacayos, porteros, sirvientes, portadores de sillas, encargados de las caballerizas, cocheros, mayordomos, veladores, cocineros y todos aquellos que componen la servidumbre china se formaron a la espera de las órdenes del sirviente principal, el administrador. Detrás de ellos se encontraban una docena de coolies, contratados solo para unos cuantos meses para los trabajos más pesados y vergonzosos.
El administrador le dio la bienvenida a su amo, el cual hizo tan solo una leve señal con la mano y pasó de largo rápidamente.
—¿Soun? —dijo simplemente.
—¡Soun! —contestó Wang sonriendo— ¡Si Soun estuviera aquí, no sería Soun!
—¿Dónde está Soun? —repitió Kin-Fo.
El administrador tuvo que admitir que nadie sabía lo que había sido de él.
Soun era nada más y nada menos que el primer ayudante de cámara, era especialmente cercano a Kin-Fo y sin él, Kin-Fo no podía pasar ni un momento.
¿Soun era, entonces, un criado modelo? No. Era imposible que fuera peor en desempeñar sus tareas de lo que ya era. Distraído, incoherente, torpe de manos y de lengua, glotón y ligeramente cobarde, era un verdadero chino de biombo; pero era genuinamente leal y la única persona capaz de conmover a su amo. Kin-Fo encontraba veinte ocasiones al día para enojarse con Soun y aunque solo lo corregía diez de esas ocasiones, sus enfados eran la forma perfecta de sacarlo de su usual languidez y poner su bilis en movimiento. Soun era, pues, un servidor higiénico.
Además Soun, como la mayoría de los sirvientes chinos, llegaba por su propia iniciativa a recibir castigo por sus actos cada vez que lo merecía. Su amo no escatimaba a la hora de disciplinar a su sirviente, podían llover golpes sobre sus hombros, pero Soun casi ni se inmutaba. Lo que hacía que mostrara mucha más sensibilidad eran los sucesivos cortes a su trenza, que Kin-Fo administraba cuando era culpable de una grave falta.
Seguramente nadie ignora lo mucho que los chinos valoran este extraño apéndice. La pérdida de su coleta es el primer castigo ofrecido a un criminal. Es una deshonra de por vida y por ello el infeliz sirviente no temía a nada más que a perder un pedazo de ella. Cuatro años atrás, cuando entró al servicio de Kin-Fo, su trenza era una de las más hermosas del Imperio Celestial, medía un metro con veinticinco centímetros. Ahora quedaban de ella tan solo cincuenta y siete centímetros.
¡A este paso Soun perdería en dos años el resto de su trenza y se quedaría completamente calvo!
Wang y Kin-Fo, seguidos respetuosamente por sus sirvientes, cruzaron el jardín cuyos árboles descansaban en su mayoría en sendos jarrones de barro y estaban cortados en un sorprendente pero lamentable estilo artístico, presentaban formas de animales fantásticos. Los amigos rodearon el estanque lleno de gouramis y peces rojos. Sus aguas límpidas desaparecían bajo las amplias flores rojas de los nelumbos, la flor más bella de las flores de loto nativas del Imperio de las Flores. Saludaron a un jeroglífico cuadrúpedo pintado con colores violentos sobre un muro had hoc, como un mural simbólico y llegaron por fin a la puerta de la habitación principal del yamen.
Era una casa compuesta por un piso bajo y otro principal y levantada sobre una terraza a la cual daban acceso seis escalones de mármol. Frente las puertas y ventanas estaban colgadas persianas de bambú para ayudar a airear el interior de la casa y hacer más soportable el calor. El techo plano contrastaba con los maravillosos tejados de los pabellones, esparcidos por aquí y por allá en todo el yamen, cuyas múltiples tejas coloridas y ladrillos con finos trabajos arabescos producían mucha satisfacción al ser contemplados.
Adentro, a excepción de las habitaciones especialmente reservadas para Wang y Kin-Fo, solo había salones rodeados por gabinetes formados por paredes transparentes en las que estaban dibujadas flores o inscripciones dando esos aforismos morales a los que los habitantes del Celeste Imperio son asiduos. Por todos lados había sillas extrañamente creadas en porcelana o cerámica, en madera o mármol con no menos de alguna docena de cojines; lámparas o linternas de distintas formas con mamparas coloreadas en tonos delicados, y mucho más cubiertas por borlas, flecos y moños que una mula española; y mesillas de té llamadas teha-ki, complemento indispensable de un mobiliario chino. Si alguien hubiera querido contar los grabados en marfil y concha, los bronces, las lacas con filigrana en relieve de oro, los objetos de jade de un color blanco lechoso o verde esmeralda, los jarrones redondos o en forma de prisma de la dinastía Ming y Tsing, y las aún más raras porcelanas de la dinastía Yen hechas con trabajos esmaltados de rosa o amarillo translúcido cuyo secreto de fabricación permanece desconocido; hubiera tardado muchas horas. Todo aquello que los chinos atesoran sumado a la comodidad europea, podía ser encontrado en esta lujosa vivienda.
En efecto Kin-Fo —como ya se ha dicho antes y como lo probarán sus acciones—era un hombre de progreso y no se oponía a importar a su casa y país cada invento moderno y podría ser clasificado con aquellos Hijos del Cielo, aún demasiado raros, que han sido seducidos por las ciencias químicas y físicas. No era parte de aquellos bárbaros que cortaron los primeros cables de telégrafo que la compañía Reynolds deseaba instalar hasta Wousung con la intención de saber con más rapidez sobre la llegada de cartas inglesas o americanas; ni uno de aquellos mandarines atrasados quienes no permitieron la instalación del cableado submarino que conectaría Shanghai con Hong Kong en ningún lugar de su territorio, obligando a los trabajadores de los telégrafos a instalarlo en un bote flotante a la mitad del río.
No. Kin- Fo se unía a aquellos de sus compatriotas que aprobaban que el gobierno construyera los arsenales Fou-Chao bajo la dirección de ingenieros franceses; y era también un accionista en la compañía de barcos de vapor chinos que prestan servicio de Tien-sing a Shanghai y estaba interesado también en aquellos barcos de gran velocidad que, después de dejar Singapur, exceden en velocidad hasta por cuatro días al correo inglés.
El progreso material se había inmiscuido hasta su propia casa. En efecto, los diferentes edificios de su Yamen estaban conectados por una línea telefónica y campanillas eléctricas unían las habitaciones de su casa. Durante la estación más fría mandaba a encender fuego para calentarse sin sentirse avergonzado, siendo en este aspecto más sensible que sus conciudadanos, quienes preferían congelarse con múltiples capas de ropa frente a una chimenea vacía. Alumbraba su casa con lámparas de gas tal y como lo hacía el inspector general de aduanas de Pekín, o como el riquísimo Yang, el principal propietario de las casas de empeño del Celeste Imperio. Finalmente, desdeñando el anticuado uso de la escritura en su correspondencia familiar, el progresivo Kin-Fo había adoptado, como se verá pronto, el fonógrafo recientemente perfeccionado por Edison.
Así, el pupilo del filósofo Wang tenía todo lo necesario en su vida moral y material para hacerlo feliz y, sin embargo no lo era. Tenía a Sou para alejarlo de su apatía diaria, pero ni Sou era suficiente para darle felicidad.
Es verdad que por el momento el paradero de Sou, quien nunca estaba donde debía estar, era desconocido. Sin duda esto era por algún acto reprochable cometido en la ausencia de su maestro que lo llevaba a temer por el bienestar de su trenza.
—¡Soun! —gritó Kin-Fo al entrar al vestíbulo al cual daban los salones de derecha e izquierda; y su voz indicaba una gran impaciencia.
—¡Soun! —repitió Wang, cuyos buenos consejos y reproches no habían producido ningún efecto en el incorregible sirviente.
—Que alguien vaya a buscar a Soun y para traerlo ante mí —dijo Kin-Fo a su administrador, que envió a toda su gente en busca del criado.
Wang y Kin-Fo se quedaron solos.
—La sabiduría —dijo entonces el filósofo— dicta al viajero que regresa a casa a descansar frente a la chimenea.
—Seamos sabios —respondió sencillamente el pupilo de Wang y, después de estrechar la mano del filósofo, partió hacia sus aposentos. Kin-Fo, viéndose solo, se tendió en uno de esos suaves divanes europeos cuyos suaves cojines no hubiera podido hacer nunca un fabricante chino.
En esa posición comenzó a meditar. ¿Meditaba sobre su matrimonio con la agradable y hermosa mujer a la que convertiría en su compañera de por vida? Sí, pero eso no es sorprendente porque pronto iría a visitarla. Esta encantadora persona no moraba en Shanghai, sino que lo hacía en Pekín y Kin-Fo pensaba que sería apropiado escribirle sobre sus intenciones de regresar pronto a Shanghai junto con la noticia de su pronta llegada a la capital del Celestial Imperio. Si llegara incluso a mostrar cierto deseo o impaciencia por volver a verla no estaría fuera de lugar, pues sentía un verdadero afecto hacia ella. Wang se lo había demostrado usando todas las indiscutibles reglas de la lógica y ese nuevo elemento que iba a introducir a su vida traería sin duda lo desconocido… es decir, la felicidad… que… cuya…
Kin-Fo soñaba ya con los ojos cerrados y se habría podido haber quedado dormido de no haber sentido una suerte de cosquilleo en la mano derecha.
Instintivamente, su mano se cerró y en ella encontró un cuerpo cilíndrico de grosor tolerable que sin duda estaba acostumbrado a blandir. No había duda: se trataba de un roten, una vara de corrección que había sido introducida en su mano. Al mismo tiempo escuchó las siguientes palabras dichas en un tono lastimoso y resignado:
—Cuando mi amo lo desee.
Kin-Fo se levantó y blandió instintivamente el roten.
Soun estaba delante de él, presentando sus hombros y encorvado como un malhechor apunto de ser decapitado. Soportando su peso con una mano, sostenía con la otra una carta que le extendía a su maestro.
—Hasta que apareces —dijo Kin-Fo.
—Sí, sí, amo —, respondió Soun— no esperaba su llegada hasta la tercera víspera de la noche. Cuando mi amo lo desee.
Kin-Fo arrojó el roten al suelo. Soun, que naturalmente era tan amarillo, se puso pálido.
—Si me ofreces tu espalda sin ninguna explicación —dijo su amo— es porque seguramente mereces un castigo mayor. ¿Qué ha pasado?
—Esta carta.
—¿Qué con ella? ¡Habla! —exclamó Kin-Fo, tomando la carta que Soun le ofrecía.
—Estúpidamente olvidé entregársela antes de su partida a Cantón.
—¡Una semana de retraso, bribón!
—Me equivoqué, mi señor.
—Ven para acá.
—Soy como un cangrejo desdichado que no puede caminar pues no tiene patas. ¡Ay, ay!
Este último grito había sido de desesperación. Kin-Fo, habiendo agarrado a Sou de la trenza, le había cortado el extremo de ella con unas tijera de punta afiladísima.
Debemos suponer que al cangrejo desdichado entonces le crecieron instantáneamente las patas, pues habiendo recogido de la alfombra el trozo cortado de su preciado apéndice, se alejó con rapidez.
De cincuenta y siete centímetros la trenza de Soun había sido reducida a cincuenta y cuatro.
Kin-Fo, de nuevo en perfecta calma, se recostó nuevamente sobre el diván y examinaba con el aire de un hombre sin prisa la carta que había llegado una semana atrás. Tan solo estaba enfadado con Soun por su despreocupación, no por el retraso que le había costado. ¿Cómo podía ser alguna carta de su interés? ¡Solo sería bienvenida si podía producirle alguna emoción!
La miró desinteresadamente.
El sobre, hecho de una tela almidonada, mostraba por ambos lados diversos sellos postales de colores vinosos y chocolatosos bajo los cuales descansaba el retrato de un hombre y cifras que iban de dos a seis centavos.
Esto indicaba que la carta procedía de los Estados Unidos de América.
—¡Bien! —dijo Kin-Fo encogiéndose de hombros— una carta de mi corresponsal en San Francisco.
Y la dejó sobre el diván.
¿Qué tendría que decirle su corresponsal? Que los títulos que componían la mayor parte de su fortuna permanecían a salvo dentro de las cajas fuertes del Banco Central en California, o que sus acciones habían crecido un quince o veinte por ciento o que los dividendos activos excederían a los del año anterior, y así, y así.
Unos cuantos millones de dólares de más o de menos no podían afectarlo.
Sin embargo unos cuantos minutos después, Kin-Fo tomó nuevamente la carta y rompió mecánicamente el sobre, pero en lugar de leerla, sus ojos se dirigieron primero a la firma.
—Es realmente de mi corresponsal —dijo— solamente puede tener algo que decirme que sea relacionado con mis negocios, y no planeo pensar en negocios hasta mañana.
Iba a dejar la carta por segunda vez cuando una palabra subrayada varias veces le llamó la atención. Era la palabra “endeudamiento”, sobre la que, sin duda, el corresponsal de San Francisco había querido llamar la atención de su cliente en Shanghai.
Kin-Fo comenzó entonces a leer la carta desde el inicio y leyó cada palabra de la primera hasta la última línea con una sensación de curiosidad extraña en él. Sus cejas se fruncieron por un momento, pero ese gesto fue reemplazado por una sonrisa desdeñosa que se dibujó en sus labios en cuanto terminó de leer la carta.
Después se levantó, dio veinte pasos alrededor de su habitación y se acercó a un tubo de goma que lo mantenía en comunicación con Wang. Estaba por silbar en el aparato cuando, cambiando de opinión, dejó caer la serpiente de goma y se acostó nuevamente en el diván.
—¡Bah! —exclamó.
Esta expresión retrata el carácter de Kin-Fo.
—¿Y ella? —murmuró— Ella está mucho más interesada en esto que yo.
Entonces se aproximó a una pequeña mesa de laca en la que estaba una caja oblonga con tallados extraños, pero su mano se detuvo antes de abrirla.
—¿Qué fue lo que me dijo en su última carta? —murmuró.
En lugar de levantar la tapa de la caja, presionó un resorte fijado en un extremo . Inmediatamente se escuchó una dulce voz:
“Mi hermanito mayor, ¿no soy para ti como una flor mei-houa en la primera luna, como una flor de albaricoque en la segunda y como una flor de durazno en la tercera? Mi querido, preciosa joya de mi corazón, ¡te deseo mil y diez mil felicidades!”
Era la voz de una mujer joven cuyas tiernas palabras repetía el fonógrafo.
—¡Pobre de mi hermana menor! —dijo Kin-Fo.
Entonces, abriendo la caja, reemplazó el pedazo de papel en el que estaban grabadas las palabras que la joven y lo reemplazó por otro. El fonógrafo estaba tan perfeccionado que bastaba solo con hablar fuertemente para que la membrana recibiera las palabras y el cilindro, movido por la maquinaria de un reloj, estampara las palabras en el papel que descansaba en su interior.
Kin-Fo habló tan solo durante un momento.
Por su voz, que siempre era calmada y tranquila, uno no hubiera podido haber desentrañado ni felicidad ni tristeza de sus palabras. No dijo más de tres o cuatro oraciones. Habiendo terminado, paró la maquinaria del fonógrafo, sacó el papel especial cuyas inscripciones oblicuas habían sido trazadas por una aguja siguiendo las instrucciones de la membrana y correspondían a las palabras dichas por Kin-Fo. Después metiéndolo en un sobre, lo selló y escribió de derecha a izquierda la siguiente dirección:
“Madame Le-Ou,
Avenida Cha-Coua,
Pekín”
Tocó un timbre eléctrico cuyo sonido trajo rápidamente al sirviente encargado de las cartas al que se le ordenó llevar inmediatamente la misiva al correo.
Una hora después Kin-Fo dormía pacíficamente con un cojín chou-fou-jen entre los brazos, una almohada de bambú trenzado que mantiene las camas chinas a una temperatura muy apreciable.
A varios kilómetros de distancia Le-u aproximaba el oído a su fonógrafo para escuchar una voz muy conocida que le decía:
“Hermanita menor, la ruina ha alcanzado a mis riquezas tal y como el viento del este sopla las hojas amarillas del otoño. No deseo hacerte desdichada obligándote a compartir mis pobrezas. Olvida a aquel sobre el cual han caído diez mil desgracias.
Tuyo en la desesperación,
Kin-Fo”