Tierra Adentro

Hace poco, conocí la ciudad de Los Ángeles, en los Estados Unidos. La conocí en un viaje breve, que inició en Tijuana y cuyo único objetivo era cumplir con una cita: conocer a Fernando —una persona de la que escuchamos, por primera vez, dos años antes.

Una de las primeras noches del año, sonó el teléfono. Era Reyna, una mujer que conocimos en la iglesia de San Juan Luvina, en febrero de 2013. Reyna se encargaba de organizar las actividades religiosas y de llevar el censo del pueblo. San Juan Luvina es un lugar quieto y pedregoso, que se encuentra en la sierra norte del estado de Oaxaca. En éste, rodeados por colinas y maizales, viven 186 familias que en su mayoría se dedican al campo. Reyna llamó para saludarlos.  Hablamos poco más de veinte minutos, no sin interferencias. El «ruido» restaba claridad a la conversación, pero la conversación adquirió otra relevancia. Su voz venía desde muy lejos. No había duda. Al finalizar la llamada, Reyna nos recordó que Fernando, uno de sus cuatro hijos, vivía en Los Ángeles. Muy cerca de nosotros. Prometimos visitarlo.

El domingo próximo, mi pareja y yo nos dirigimos a su casa, ubicada en Santa Mónica, en la zona oeste de Los Ángeles. Fernando nos recibió afuera del complejo de departamentos, habitados mayoritariamente por norteamericanos y rusos. Combinación irónica, pero cierta. Cuidadosamente amueblado, su departamento se encontraba al fondo de un segundo piso. «Pulcro» es uno de los adjetivos con  que podría describirlo. De inmediato, su hijo —quien jugaba en la habitación contigua— salió a saludarnos. Fernando le pidió que lo hiciera. Conocíamos a su abuelita, dijo, a quien él, de 6 o 7 años, sólo conocía por teléfono y por fotos. Esto me hizo recordar que en una de las líneas que inauguran Un séptimo hombre, John Berger asegura que toda fotografía es «un medio de transporte y la expresión de una ausencia». Pero en ese caso, me quedo con la primera definición que ofrece.

Gran parte de nuestra conversación fue sobre su experiencia migratoria: sobre el viaje que lo llevó desde San Juan Luvina hasta la interminable y asombrosa ciudad de Los Ángeles. Su experiencia no era muy distinta a la de otras personas. A su regreso, uno de sus primos le contó sobre «el otro lado» y le describió sus calles. Le contó que las diferencias entre ambos lugares no eran pocas. En la ciudad de Los Ángeles —la segunda ciudad más grande de los Estados Unidos— por ejemplo, se hablan poco más de 244 lenguas. En su pueblo, sólo se hablan dos (el español y el zapoteco), aunque cada vez más interactúan con otra (el inglés). En el sur de California predominan, por decir algo, eucaliptos y palmeras, y en ese fragmento de la sierra norte, encinos. Fernando aceptó, y al poco tiempo tenía todo listo. Cuando digo «todo» me refiero al boleto de avión a la ciudad de Tijuana y a las negociaciones con el coyote. Hasta ese punto, su historia me parecía familiar, cercana a alguna de las que había leído: Su viaje inició con un relato y con algunas promesas. Éste llegó a Los Ángeles, en donde ya lo esperaba su hermano junto con otras personas que conoció en su pueblo. Especulando un poco, podría decir que con muchas de ellas convivió en el carnaval que se celebra durante el mes de febrero. Especulando un poco más, podría decir que allí, junto a esas calles cubiertas de polvo, en la cancha con que se inaugura el pueblo conoció a la mujer con la que se «juntó» en Los Ángeles, y con quien actualmente tiene un niño —el mismo niño que salió a saludarnos y a preguntarnos por su abuela.

Hasta entonces, mi «conocimiento» sobre la migración provenía de libros y de los medios de comunicación habituales. Uno de ellos era el libro de John Berger. Para «explicar» la migración, el viejo ensayista recurre a una metáfora: «la migración es como un evento soñado por otro». Es decir: «la intencionalidad del migrante está permeada por necesidades históricas de cuya existencia  no están conscientes ni él ni nadie a su alrededor». En  efecto, es difícil reconocer esas necesidades, pero, tras un siglo de viajes forzados, éstas se han acumulado hasta tener la apariencia de un montón de piedras. De todas ellas desconocemos su procedencia pero las contemplamos y las reconocemos como parte del paisaje.

Cuando la conversación comenzó a decaer, Fernando propuso llevarnos a una tienda cercana. Se trataba de una tienda de abarrotes, cuyo nombre se leía desde lejos: El Edén: productos oaxaqueños. No hubo exageración alguna en esas palabras. Satisfecha nuestra curiosidad, ofreció presentarnos a otras personas, todas originarias de San Juan Luvina. Aceptamos de inmediato. De acuerdo a los censos que nos enseñó Reyna, hasta el año 2013, 322 personas, de las 870 que conformaban la «población total» del pueblo, se encontraban en Estados Unidos: en Los Ángeles, es cierto, pero también en Seattle. Las personas que conoceríamos aquella tarde pertenecían a ese grupo. La reunión a la que asistimos era una asamblea. Una importante. Ese día elegirían a las nuevas autoridades comunitarias. A las personas que, desde lejos, colaborarían con San Juan Luvina —la comunidad que se encuentra allá, en esa cordillera que separa el Golfo de México del centro del estado y que, al separar, crea y funda una de las zonas de mayor biodiversidad en Oaxaca: la Sierra Norte. Todas estas personas estaban allí, en Los Ángeles, pero también en su pueblo. Existiendo simultáneamente. La asamblea sucedería a unas cuadras del departamento en donde estábamos. Creo que Stoner Park era el nombre del sitio. Iríamos caminando; cosa rara en una ciudad construida para máquinas. En ciudades como ésa, caminar es una declaración de principios. Caminar significa reapropiarse del espacio público, preferir una velocidad distinta a la que nos impone el capital financiero y, por supuesto, recuperar nuestra autonomía.  Caminamos. De lejos, reconocimos a un grupo de personas que ya ocupaban varias sillas. Un conjunto de lonas blancas las protegía de la intemperie y de una improbable amenaza de lluvia. En charolas cubiertas por bolas de plástico, había distintos tipos de panes. La mayoría prefería el pan de yema. También había champurrado y, junto a un anafre, empanadas de amarillo, según la tradición y la receta del pueblo. El menú era exquisito: serrano completamente. Sus ingredientes (chile de árbol, chile guajillo, orégano, ajo, cebolla, comino, y tomatillos verdes) tenían la capacidad de evocar aquel paisaje resguardado por el Cerro del Perico, y caracterizado por su sobreabundante agua. Aunque es una obviedad, es tópica y es histórica: en las dos regiones a las que esas personas pertenecen, la Sierra Norte del estado de Oaxaca y el sur de California, el agua ha sido fundamental en la constitución del paisaje. Los ríos que delimitan Luvina desembocan en la cuenca del Papaloapan —la segunda cuenca más importante en todo México— que es tan importante y «rica» que, durante el «milagro mexicano», protagonizó uno de los proyectos más violentos de explotación de recursos naturales que, en mucho, y sin azar de por medio, recuerda al proyecto en curso de San Felipe Usila. De realizarse, el pueblo entero quedará cubierto por agua. Todos sus pobladores serán «reubicados» y la tierra de otros, probablemente, será invadida. Quizá por eso Jaime Martínez Luna asegura que el agua es su «tendón de Aquiles». «Hay agua por todos lados», dice, y al decir abre muchas preguntas sobre sus usos recientes y futuros, enmarcados por las catástrofes ambientales, por la privatización de todo y por leyes  que desconocen y violentan la «autonomía» y la libre determinación de los pueblos. Hay que recordar que existen acuerdos internacionales que establecen y exigen la consulta.  El 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) es uno de ellos. México lo ratificó en 1990.

Durante la comida, Isaías, una de las autoridades que ese día dejaría su cargo, se sentó con nosotros. Nos contó sobre el motor y origen de esa «asamblea» que, por los objetivos que persigue, y el lugar en que se encuentra, es concebida como una «organización» sin fines de lucro. Como las personas que trabajan en  ella, se trata de una asamblea con existencias múltiples. Ésta, creada en 1997 —tres años después de la firma del Tratado de Libre Comercio—, tiene como único objetivo ayudar al pueblo, no a los «individuos» que lo conforman. En sus orígenes, sólo se dedicaba a apoyar los eventos de basquetbol celebrados en Luvina, y en otras partes de la sierra. En esa cordillera, la popularidad del futbol es nula. Casi nada. Bien dice el fotógrafo Jorge Santiago que: «Un pueblo respetable tiene siempre una cancha de baloncesto frente a la iglesia». Regionalmente, este deporte se ha convertido en una actividad recreativa, y en una que fortalece y confirma lazos comunitarios. Prueba de ello es el torneo que se celebra cada 21 marzo, en Guelatao de Juárez, y la existencia de asambleas (¿organizaciones?) como ésta: Organización West Los Ángeles Luvina (OWLA). Sin embargo, si su fundación estuvo vinculada al deporte, su desarrollo estuvo mucho más ligado a la comunidad entera. En su desarrollo, los objetivos fueron reconfigurados; simplificándolos un poco, podrían definirse como apoyo económico. En una ocasión, por ejemplo,  enviaron 70 mil dólares para la construcción del palacio municipal y, en otra, el año en que tuvieron problemas con la cosecha, 12 mil dólares. Todo ese dinero se envía junto, pues es gravado por el Estado norteamericano. Es decir, todas sus actividades cuentan con la legalidad que el país exige, y con la legitimidad del pueblo al que pertenecen. Por lo tanto, la elección de autoridades en Santa Mónica no coincide con la elección en San Juan Luvina, sino con el cierre del año fiscal en los Estados Unidos. Las autoridades elegidas entrarán cuando haya finalizado el corte de caja. Su trabajo será organizar actividades para la procuración de fondos (en esa lista están contempladas cenas y fiestas,  similares a las que se realizan en la sierra). Todo eso exige procesos de organización y administración complejos. Apenas puedo imaginar la cantidad de trámites burocráticos para enviar 70 mil dólares. En mi experiencia, enviar 3 mil  ya es problemático.

Aunque toda esa conversación fue anecdótica y sobre asuntos técnicos, lo más interesante fue la noción de «autoridad» que utilizaba Isaías. Evidentemente, cuando pronunciaba la palabra «autoridad» se refería a una noción muy distinta a cualquiera que imagináramos. Se parecía más a la que describió, desde Santa María Tlahuitoltepec, el antropólogo mixe Floribero Díaz:  «Kutunk, en mixe, nada tiene que ver con el significado occidental de la palabra autoridad, significa literalmente ‘cabeza de trabajo’, ’jefe de trabajo’; en la práctica es quien con su ejemplo motiva que la comunidad realice las actividades necesarias para su propio desarrollo. Por ello —dice adelante—, a pesar de que todos nacemos signados para ser servidores, solamente aspiran a ser mëj kutunk (gran autoridad) aquellos que mediante el escalafón de servicios demuestran a la comunidad que tienen capacidad de ser cabezas». Las personas que desean ser autoridades trabajan desde abajo, para obtener reconocimiento y prestigio. No son ellos, ni depende de ellos que lleguen a ese puesto, sino de la comunidad en asamblea. Poniéndolo en otros términos, no es nada muy distinto a lo que sucede en otros ámbitos: en algunas universidades,  para que alguien obtenga una plaza como profesor de tiempo completo necesita un doctorado que lo avale. Es decir: en lugares, como en Santa María Tlahuitoltepec, y por lo visto, en San Juan Luvina, para que alguien pueda ser autoridad necesita el respaldo material y simbólico de su anterior trabajo comunitario. Más o menos así podríamos leer los «sistemas normativos internos», esos que comúnmente, despectivamente, se conocen como «usos y costumbres». Una autoridad es una persona que, ante todo, y sobre todo, como dicen los zapatistas, «manda obedeciendo» o en todo caso «predicando con el ejemplo».

Al finalizar la conversación, regresamos a Tijuana. Ellos (OWLA) realizarían la votación y mucho más tarde comunicarían los resultados a las autoridades de San Juan  Luvina (Oaxaca, México). Les darían la lista de nombres y cargos que desempañarían esas personas.  Creo recordar que la duración de cada cargo es de dos años. En Luvina, anotarían esos datos y los incorporarían al cuerpo general de autoridades locales —como si en esa lista no existieran límites geográficos. Diciendo esto no intento decir que la ciudad de Los Ángeles es San Juan Luvina, o viceversa. No, para nada. Tampoco quiero romantizar el proceso migratorio pues, sin duda, es un proceso muy complejo del que sólo alcanzo a ver una pequeña parte. Tampoco quiero decir que la monetarización del trabajo comunitario sea la panacea. No, de hecho, me parece problemático: abierto a la especulación y a procesos de desregulación promovidos en el seno comunitario. De hecho, mi intención no ha sido escribir un texto sobre «migración», sino uno sobre una «comunidad» fuerte, que depende del territorio pero no desvinculado del trabajo colectivo. Sólo así podría explicarme porque ese día, algunas de las personas nacidas en los Estados Unidos se consideraban parte de la comunidad de San Juan Luvina. Sus padres lo eran. Conocían sus calles y las muy variadas especies de árboles que se encuentran en el sitio, pero no ellos. Y eso,  no importaba. Ellos se consideraban parte, y el resto los reconocía.  Quizá a eso se refería Floriberto Díaz cuando escribió que el trabajo colectivo, el tequio, es  un «acto de recreación» comunitaria. El tequio puede ser el trabajo directo en obras públicas, la ayuda recíproca entre familias, o atender a los invitados en una fiesta; y el  también puede ser aportar ideas y compartir lo aprendido. En uno de sus escritos, Floriberto Díaz advierte que si habla mucho de tequio es porque el éste les ha dado autonomía frente a la «exigencia de lealtad» y «sometimiento» de las instituciones estatales (occidentales) y, en ese sentido, el tequio es la «forma concreta y material» que ha procurado su supervivencia. Y no dudo que algo parecido suceda con Luvina: el tequio le ha permitido sobrevivir incluso a pesar de la distancia y de su propio nombre. La palabra Luvina, que deriva del zapoteco, significa: raíz de la miseria.

Es muy probable que en tiempos de precariedad compartida, resulte indispensable repensar la idea de «comunidad», partiendo, como quiere Jaime Martínez Luna, del reconocimiento de los lazos de dependencia que nos unen a los otros: reconocer, en palabras de Emmanuel Levinas, que yo sólo soy en tanto otro. Así, después de ese viaje, quiero pensar que una comunidad es un hogar o una casa. Cuando escribo la palabra hogar la escribo pensando en John Berger. Bien dice el dibujante y ensayista que un hogar es hogar por su capacidad para construir vínculos, no muros. Ya se sabe que, etimológicamente, en la palabra hogar se encuentra una fogata o un brasero; una fuente de calor y cobijo en el interior de la casa. Y muy la menudo las fogatas requieren del trabajo de los otros. Del tequio. De la energía de los cuerpos que la mantienen viva, soplándole y añadiendo leños secos; troncos que, en el caso de Luvina, son de cacho de venado, de chamizo negro, de pingüica, de ocotillo espinal y de güizache.