Farabeuf es mi pastor
Lo miro en los umbrales del local, junto a la calle: el trompo de pastor, la carne roja. Vinimos a cenar después de clase.
—¿Y qué les pareció, aquí en confianza?
Millones de sinapsis estallan a la par.
—Se trata de aplicar el método Leng Tch’é al cuerpo-devenir que es la novela —asienten los demás a lo que dice el profesor. Qué pinche culto.
El taquero lo gira, lo rebana, lo vuelve a girar. La forma del recuerdo cambia en cada rotación, se cuece, olvida: un taco más a devorar, más entropía. Si llego hasta el final de esta conversación, me haré vegano.
—Elizondo quería llegar al hueso del instante con prosa de escalpelo, con ritmo troza-pubis.
Qué verbo tiene el güey.
Lo voy a recordar.
Ella saca Farabeuf de su morral.
—A ver… —amo su voz— escuchen: «como te abandonas a la muerte que reflejan los ojos de este hombre desnudo cuya fotografía amas contemplar todas las tardes en un empeño desesperado por descubrir lo que tú misma significas».
Recuerdo que ella nunca anda sin mangas, que jamás nos deja verla más allá de las muñecas, donde se adivina a veces una herida, un corte transversal, y cicatrices.
La conversación se va por rumbos de infinita presunción. Lacan y Hegel.
Cuando llega mi gringa, olvido. El queso gratinado se derrama en giros de corteza cerebral. Tomo el tenedor y el bisturí, trepano el seso.
Para mi trabajo semestral escribiré sobre la función social del suplicio en la China imperial. No era por atormentar al criminal (le daban opio), ni por dar una lección (para eso bastan la horca o el fusil). Era una puesta en escena, un espectáculo para calmar la pulsión de muerte de los súbditos, para satisfacer sus ganas de autodestrucción, su hambre… el trompo de pastor, ¿qué hace en la calle? ¿Por qué no está en la cocina con todo lo demás? Se trata de un Leng Tch’é… Me tengo que acordar de estas ideas. No quiero reprobar.