Tierra Adentro
Diana Martín. “El consultorio del fabuloso Doctor Dod O’ Tho” Acuarela/Tela

No es gratuito que Óscar Luviano utilice a los usurpadores de cuerpos para hacer una reflexión, en clave autobiográfica, acerca de algunas ideas de la masculinidad desarrolladas en nuestra sociedad y desglosadas por los estudios de género que actualmente se ocupan de ella. Con frecuencia, la riqueza de este análisis no alcanza a formar parte de una conversación cotidiana que hoy resulta necesaria, sobre todo al plantear nuevas formas de narrar y de construirse a uno mismo.

 

We are half-awake
In a fake empire

The National

 

¿Qué define a un hombre? O más concretamente: ¿Qué es la masculinidad? Estudiosos de la identidad de género no tardarían en aclarar que hay tantas masculinidades como hombres,[1] algo que, si me lo preguntan, equivale a decir que no existe ninguna. Y sin embargo, sí existe algo que separa a triunfadores de losers, a creyentes de ateos, a los valientes de los putos, eso es La Masculinidad. La única y verdadera soberana de Pitolandia… tan múltiple como todos los rostros que Zeus adoptó para seducir a diosas, ninfas y mortales, y tan inamovible y caprichosa como la voluntad del mirrey del Monte Olimpo.

Algunos ejemplos y urgencias de la masculinidad elegidos al azar:

a) Cuando López Obrador impugnó la última elección, desde la prensa y los medios dominantes se le conminó a aceptar la derrota “como un caballero”.[2] b) A pesar de su cuestionada guerra contra el narco (que ya suma más de 130 000 muertos), hechos de corrupción y una endeble economía, el valor que Felipe Calderón rescata de su presidencia (y que resaltan los medios) es que actuó como “un hombre que defiende sus ideales”.[3] c) Circula un meme en donde se compara negativamente al presidente actual de México (ataviado con toda normalidad para labores públicas y actividades privadas) con un Putin que, pecho desnudo y AK-47, cabalga por indómitos ríos siberianos. d) Uno de los argumentos más socorridos por las mujeres que demeritan las reivindicaciones feministas es que consideran que la mayoría de las mujeres se quejan para esconder su incapacidad de ser tan productivas y aguantadoras como lo son los hombres.

Con los vistazos anteriores intento señalar que la masculinidad en nuestra sociedad es una característica necesaria en todo lo bueno y positivo, lo que no la exime de ser un valor divergente y en no pocas ocasiones contradictorio. To be a man es lo mismo que a) resignación viril, b) idealismo castrense, c) Rusia o e) una mujer de verdad.

La educación, la ley, el pacto social, el crimen, la instrucción sentimental, el liderazgo y la administración del gasto familiar, entre otras esferas de la vida cotidiana, se definen por aquello que hombres y mujeres creen permitido dentro de los difuminados límites de lo masculino, sin que exista una reflexión del sustrato del que surge este valor todoterreno.

Es necesario estudiar a la masculinidad fuera del cúmulo de lugares comunes que citamos (fuerza, sabiduría, experiencia, don de mando…) para comprender la naturaleza de sus verdaderos mandatos, que no sólo alejan a cada hombre de la sustentabilidad emocional: el machismo no permite otro modelo de convivencia que el de víctimas y victimarios, cómplices y marginación.

Con esa idea voy a describir mi aprendizaje de la masculinidad (pues se aprende, a diferencia de lo que aseguran los siempre exacerbados enemigos de los estudios de género). No se escandalicen: dista mucho de ser un relato edificante. Ha sido un camino de horrores y desencuentros, de soledad y desarraigo… y de algunos contados descubrimientos acerca de eso que yace en el fondo de nosotros y que deberíamos rescatar como centro de los hombres que intentamos ser.

Reconozco tres momentos en mi formación como hombre. El primero fue con el hombre del traje gris. El segundo con el Moroco Topo. Y el tercero, más que un encuentro, es una despedida. O un encuentro con el vacío.

1. EL HOMBRE DEL TRAJE GRIS

Mi primer encuentro con la masculinidad fue tardío y gracias a un desconocido. Antes (a los 6 años) debido a mi corte de pelo a la príncipe valiente y lo ancho de mis shorts, fui enviado a la fila de las niñas en la clase de Educación Física: mientras los niños ejecutaban el recio paso guerrero de un caballero águila, las chicas nos mecíamos en vaivén levantando coquetamente las puntitas de la falda en clara evocación de la Princesa Iztaccíhuatl. Antes (a los 7 años) lloré a moco desatado por el episodio del hombre-gato de Señorita Cometa a pesar de que mi padre, boxeador en retiro precoz, exigía saber quién me había hecho chillar. Antes también había descubierto un enorme bigote sobre el labio de mi maestra de catecismo y quise llevar las mismas primorosas y largas calcetas blancas que ella.

En la infancia el género es un juego de posibilidades.[4] Experimentamos con goce y asombro lo que hay en la otra orilla, aunque el color azul y el rosa insistan en definirnos el destino marcado por la biología. Un día, claro, hay que despertar de esa festiva indefinición: los niños son niños, las niñas son las que juegan con muñecas, y si te acercas demasiado te quemas… Ni la homofobia ni los roles de género tradicionales se inculcaron en mi hogar: vivíamos en un viejo edificio de Santa María La Ribera con vecinos, entre los que cabían un marido golpeador, una chica que cambiaba su cuerpo por un toque, una abuela que encadenaba a su nieto a la cama y un demente que espiaba por la ventana de los baños. La tradición no era una de las prioridades. El machismo llegó de fuera.

Mi ingreso al mundo de Pitolandia fue así:

Era mediodía. Sobre una transitada calle cercana a San Cosme, iba a la escuela o a algún mandado cuando aquel hombre en elegante traje gris se me emparejó para advertirme que tenía el cierre abajo (algo que me pasaba con frecuencia, ocupado como estaba en mis largas tribulaciones sobre quién era mejor: si Ultraman o Ultraseven). Le agradecí con toda la franqueza de mis diez años y me dispuse a subirme la bragueta. Con una contenida alegría, el desconocido confesó que a él también le pasaba lo mismo. “Mira”.

De su bragueta abierta brotaban los faldones de su camisa y en ellos envuelta, flotaba su verga. Era un pene rojo, tan rojo que le creí enfermo o falso. Lo agitó. Recuerdo, sobre todo, el olor a humedad y sal, a carne vieja que hendía el aire entre nosotros.

Hasta entonces, yo no conocía un pene ajeno. Había visto a mi padre y a mis hermanos desnudos en las prisas del baño mañanero o en la ritual visita al vapor de los baños Santa María, pero lo que nosotros poseíamos era un pipirín o un pajarito; no padecíamos una airada verga roja. Aquel desconocido me dio un conocimiento que mi padre nunca osó darme: el pito puede ser un arma.

Su inflamado color rojo era la euforia que llena los cuerpos cavernosos de sangre, la dureza que dilatan el polvo de cuerno de rinoceronte o los huevos de tortuga, el ardor guerrero que clava al enemigo, y el enemigo era yo: un niño de 10 años. En ese miembro orgulloso y amenazador estaba la esencia de la que parten todas nuestras nociones de masculinidad: la verga.

Una esencia, una idea, una regla bajo la que he vivido desde entonces.

La verga es la frontera infranqueable entre las que orinan sentadas y los que, orgullosa e infaliblemente, orinamos de pie: la biología como única forma posible del destino. Evado a propósito las masticadas implicaciones freudianas que se han convertido en corpus que justifican la noción de que el pene es lo que completa, y una vez que completa, fortalece y encumbra.

La verga autentifica a la masculinidad… y a lo femenino. El falo es la propiedad significativa y la feminidad es simbólicamente definida por la carencia”, apunta Robert W. Connell.[5] Este experto en masculinidades (hoy en día experta con el nombre de Rawelyn)[6] fue uno de los primeros autores en sostener que la identidad masculina no se forja desde el género, sino por el rol social que cumple. Connel destaca la noción del esencialismo a ese respecto.

El esencialismo toma a la verga como sinónimo y validación social de las masculinidades: de ella emanan sus capacidades y cualidades.

Bajo este concepto, la verga es el principio y fin de la masculinidad.

¿Cómo hemos podido encadenarnos a un ideal fisiológico como soporte ontológico y organizador social? El esencialismo atenta contra la noción misma de identidad de género (esa suposición de que somos algo más que nuestro rol reproductivo), pero no se cuestiona porque apoya y mantiene los privilegios de lo masculino sin grandes esfuerzos. Acogerse a la verga como ethos nos libra de toda pesada discusión acerca de lo que hombres y mujeres podrían ser: el pito define a la perfección lo que usted, damita, no puede hacer y donde no se debe meter, y lo que usted, caballero, puede reclamar.

A pesar de sus acotadas funciones, hemos colocado al pito en el centro de la actividad humana: se asume como una verdad universalmente conocida la utilidad de la verga para ensartar, clavar, chingar, coger, joder, abrir, endosar, meter, endurecer… Todos ellos verbos que han saltado de su connotación sexual para convertirse en sinónimos de acción, posesión, negociación, conquista empresarial o amorosa, robo o abandono… Todo lo que la pasividad femenina no consigue. El pito es la herramienta universal.

A través del lenguaje, el ideal esencialista de la masculinidad se extiende e impregna cuanto rodea a la vida privada y pública: una mujer sólo puede aspirar a ser tal cuando ha sido penetrada; a un rival se la hemos de meter; una buena oferta nos la pone dura, ¿cómo olvidar el gesto “me los ensarté” del diputado Humberto Roque Villanueva[7] ante la aprobación de una subida al IVA en 1995, si se repite una y otra vez con cada victoria legislativa? El albur sustituye al debate, la verga gana elecciones, la política es reducida a una fantasía de violación (aunque estén en juego decisiones que afectan la vida de millones de personas).

Aquí debo ser claro: no sugiero imponer un manual de Carreño para las relaciones humanas y sociales o depurar el lenguaje de leperadas e imponer una censura que nos obligue a expresarnos como proper gentlemen: señalo la falsa democracia del lenguaje en que creemos vivir.

El habla alburera, el verbo del pito, es el código imperante en los salones de clase, los centros de trabajo, las cúpulas del poder y los medios de comunicación, esas cajas de resonancia. Se celebra como una nueva forma de diálogo más incluyente: a fuerza de celebrar el ininterrumpido “ingenio del mexicano” nos obsequiamos con un habla que traspasa clases sociales: el mirrey y el chinero de la merced hablan la misma lengua… pero no comunican; sólo expresan y fijan los mismos privilegios de género.[8]

La lengua nacida de la verga es una violenta verbalización de la normativa social masculina: dicta lo que es un hombre e indica lo que debe hacer para seguir siéndolo. Es la afirmación de los mandatos del esencialismo.

“¿Es que no tienes huevos?”, “¿No que muy verga?”, “A ver quién mea más lejos”: frases que repetimos en la escuela, en las fiestas y en el trabajo; son las máximas de la verga que borran cualquier otro asomo de expresión. Sirven para todo y todos las entendemos, impregnados de validación machista. El mensaje que los hombres recibimos desde niños, el que normaliza nuestras relaciones con otros hombres y con las mujeres, el que forja nuestro carácter y nuestra filosofía laboral: “Ni que fueras tan verga”, “Nada más la puntita”, “Te la voy a dejar ir”. Las piedras de toque de nuestro determinismo social. Una filosofía y praxis vital que no es exclusiva de los hombres.

Comediantes como Carmen Salinas o la recientemente coronada Lourdes Ruiz, Reina del Albur de Tepito, la única clase de “feministas” bendecidas por los medios (pues no combaten, sino que se acomodan a la hegemonía machista), son modelos de una pretendida identidad femenina reverenciada por los hombres: intimidan y vencen con la lengua de la verga. Curiosidades que se hacen pasar por humor. Sin embargo, el humor es uno de los primeros remedios contra el esencialismo, si bien sólo temporal.

Aquel desconocido del traje gris fue mi primer alfabetizador. Decidió ser contundente en mi instrucción y me mostró in situ el objeto del que emana la identidad masculina, el argumentum ad populum. No discutas, no concedas, no te rindas: bájate la bragueta para que asome rojo de victoria.

Aunque la figura del exhibicionista en gabardina es un ícono recurrente de la comicidad mediática, ello no ha disuelto su intención última. Ante los obstáculos, cuando se nos sorprende en falta o error, cuando una inteligencia nos sobrepasa, acallamos al otro (sobre todo a la otra) con la exhibición de la verga.

¿Qué fue lo que hice ante la demostración del hombre del traje gris? Reírme. Era más fácil que gritar y correr. Fue la reacción incorrecta: mi maestro se guardó la verga y se apuró a deslizarse entre dos autos estacionados para cruzar la calle abotonando su saco con aplomo. En mi memoria se va lentamente, sin prisa, pero mirándome por encima de su hombro, desafiante y dolido.

Como toda posición dogmática, el esencialismo masculino es solemne. Inamovible, incuestionable: en Unforgiven, el western crepuscular de Clint Eastwood, el universo masculino comienza a desmoronarse cuando una inexperta prostituta se ríe del tamaño de la verga de un granjero. “Fírmame esta”, dicen que ordenó un iracundo comensal al momento de poner su verga sobre la mesa en la que Truman Capote paladeaba un expreso. Momentos antes el autor de A sangre fría había regalado su autógrafo a la esposa del exhibicionista y ella se había desecho en alabanzas que el hombretón había juzgado excesivas. “Cariño,” le dijo Capote a su hombre del traje gris, “ahí no hay suficiente espacio para mi firma, pero te puedo escribir mis iniciales”.

La risa me salvó del pito. Y es que la verga se ríe de todo lo que se acerque a lo que juzga débil (cercano a lo femenino: los buenos sentimientos, el honor, la resistencia…), pero la sangre le abandona si se ríen de ella.

Toda discusión acerca del esencialismo deriva en género y deriva en la fragilidad de la noción fisiológica. Para el machista cualquier debate sobre la masculinidad o la feminidad es una posible castración, conspiración feminazi: de aquí proceden los temores al avance social y profesional de las mujeres (la fantasía de que todo avance en los derechos de la mujer implica la pérdida de la libertad del hombre[9]), la necesidad de acallar la experiencia femenina (“No chillen si les cuesta hacer el trabajo de los hombres”), la noción de que toda conquista de las mujeres se basa en una suerte de traición sexual (“¿Con quién te acostaste para conseguirlo?”); y el combate cotidiano a la seguridad femenina a través del piropo: esa expresión de la verga que pretende apropiarse del cuerpo de la mujer.

Y, bueno: cuando el albur falla, se pasa a los vergazos.

Mi segundo encuentro con la masculinidad implica un gran número de ellos.

[Espera la segunda y tercera entrega de este ensayo.]


Notas

[1]Herrera, Gioconca y Rodríguez, Lily Masculinidad y equidad de género: desafíos para el campo del desarrollo y la salud sexual y reproductiva Flacso, Santiago de Chile, 1998

[2]En una nota del 1 de septiembre de 2012 del Diario Noticias, Juan Carlos Krausse Gutiérrez llama al ex candidato a imitar a Cuauhtemoc Cardenás y pasar de “berrinchudo” a aceptar la derrota “como un caballero”: http://www.diarionoticias.com.mx/01sep2012/01sepamlo.html

[3]“Ser un hombre que defiende sus ideales, mi principal legado”: Calderón. SDP Noticias, 24 de abril de 2012. http://www.sdpnoticias.com/nacional/2012/04/24/ser-un-hombre-de-valores-que-defiende-sus-ideales-mi-principal-legado-calderon

[4]“La identidad del género (femenino o masculino) es un proceso importante del desarrollo que ocurre entre los 2 y los 4 años. Es cuando los niños reconocen si son un niño o una niña. Durante este tiempo, muchos niños (aunque no todos) “prueban” diferentes papeles. Este tipo de experimentación es uncomportamiento normal y saludable.” En Identidad de género de la Minnesota Association for Children’s Mental Health: http://www.macmh.org/publications/ecgfactsheets/parentecspanish/13identidad.pdf

[5]Connell, Robert W. La organización social de la masculinidad (1979): http://es.scribd.com/doc/55731716/La-Organizacion-Social-de-La-Masculinidad-Connel-Robert

[6] http://www.ampgil.org/news/ca_ES/2011/11/16/0001/entrevista-a-rawelyn-connell-antes-robert-william-connell-experta-en-masculinidad

[7]El gesto en cuestión: http://www.democratanortedemexico.com/noticias/coahuila/octubre_10/Roque%20seal.jpg

[8]Hombres ante la misoginia: miradas múltiples. Cazés, Daniel y Huerta Rojas, Fernando. UNAM, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, 2005.

[9]A ese respecto resultan ilustrativas las encendidas críticas a la iniciativa nacida en Twitter de leer a más de una escritora en este año, #ReadWomen2014: http://www.lanacion.com.ar/1658901-una-idea-tan-absurda-que-probablemente-sea-todo-un-exito