Fábulas para usurpadores de cuerpos: Tres encuentros con la masculinidad Segunda parte
[Lee la primera parte de este ensayo.]
2. El Moroco Topo
He peleado cinco veces en mi vida y las cinco veces he perdido. Es decir: me han golpeado salvajemente sin que yo interviniese en gran medida, a pesar de ser el hijo de un boxeador en retiro precoz. Mi padre invirtió horas y días en enseñarme los rudimentos de la defensa, el jab y el bailoteo, inútilmente. También me dio de cinturonazos para educarme en los valores del trabajo, el respeto y la verdad.
No lo culpo de nada: mi padre sobrevivió una infancia a golpes. Le golpeaban por quedarse dormido en la guardia de la milpa a las cinco de mañana o para catalizar la ebria furia de mi abuelo. Se abrió camino en la vida a golpes como marcaba el código de la Época de Oro del cine nacional: creyó que el boxeo le haría escapar de la pobreza. Su única educación sentimental fue golpear o ser golpeado.
A pesar del decepcionante primogénito que resulté, me inculcó esa filosofía: o mantenía a raya a mis hermanos menores y los pisos trapeados o su cinturón me esperaría cuando él volviera a casa del trabajo. Mi padre me educó, sin desearlo, en la violencia masculina, en los mandatos del pito. Me instruyó en la efectividad del vergazo y de la crueldad. Es decir: yo estaba capacitado para el ojo por ojo cuando mi camino a la masculinidad se cruzó con el del Moroco Topo.
La mayoría de las peleas en las que fungí como punching bag ocurrieron en mi adolescencia, en la secundaria, un periodo tan horrible de mi vida que prefiero asumir que no ocurrió. Los horrores de ese momento fueron mis amigos.
En los ochenta se les conocía como madrizas, hoy tienen el mediático epíteto de bullying, pero su función sigue siendo la misma. Entonces se creía que el acoso masculino “forjaba el carácter” y nos educaba en “la construcción de pactos”, nos hacían “madurar”, nociones que provienen tanto del código de las telenovelas como de las máximas vergalistas: “¡Aprende a ser hombre!”. El maltrato escolar es el entrenamiento para cumplir el rol de género machista.
Sin la intervención de los adultos o con su abierta complicidad, el salón de clases era y es el mejor laboratorio para aplicar las enseñanzas del pito. Los que no califican como hombres reciben lo que uno de mis compañeros de clase denominaba “terapia de vergazos”.
Quizá la parte más cruel de la educación media es que ingresamos en ella con los últimos resabios de la niñez. Los mandatos del machismo no se revelan inevitables hasta que hemos forjado vínculos con aquellos que creemos nuestros iguales. “Nunca volví a tener amigos como los que tuve a los doce años, ¿y tú”, dice Stephen King en The Body. Y así es, hasta que la verga se interpone entre nosotros, y nos revela que no, que nunca fuimos ni seremos iguales.
Al llegar la adolescencia, el esencialismo pasa de la teoría a la práctica: sin otras herramientas que el vergalismo y el albur para construirnos como hombres, nos plegamos a las tres condiciones de la masculinidad: la subordinación, la complicidad y la cólera excluyente.
Soy incapaz de precisar en qué momento de la secundaria el odio hizo pasto de nosotros y lo que hasta entonces había sido una feliz convivencia se convirtió en El señor de las Moscas con un pitote en lugar de la cabeza de jabalí. Hasta entonces mis compañeros de clase y yo avanzábamos juntos en ese deslumbramiento que eran el mundo adulto y hacia el reto inalcanzable: las mujeres.
En todo caso, un día desapareció de mi cuaderno de dibujo el retrato de Peter Criss (el gato de Kiss) que me costó semanas de paciente grafito. Después me robaron los libros uno tras otro. Uno regresó con un mismo mensaje multiplicado en diversas caligrafías, con mínimas variantes: “Gordo puto”. Ese fue el principio.
En algún punto descubrimos o nos enseñan que hay una hegemonía admitida: la de ser un hombre de verdad. La identidad masculina adolescente se construye alrededor del deseo (“la energía emocional alrededor del objeto” nos dice Freud): la pertenencia a uno de los modelos de masculinidad en boga garantiza la admisión entre las mujeres.
Alguna vez esos modelos fueron figuras del folklore; después, genios militares; luego, los mitos del cine. Entonces teníamos los arquetipos del cine de ficheras y de la televisión: el deportista, el barrio, el cintura, el junior y el chavo banda. Hoy en día guían la cruzada de los niños sus mutaciones (el narco, el hipster, el darketo…), pero su esencia es la misma: son los modelos a seguir, el uniforme a adoptar para ser parte de la hegemonía.
La antropología social señala que estas múltiples masculinidades son ensayos de la pertenencia a clases sociales, mecanismos de defensa ante la exclusión social. En realidad (nuevamente Connell) funcionan más como una pasarela de “masculinidades a la medida del consumidor”:[10] nos subordinamos a lo que la época, los medios, el ambiente social construyen como masculinidad en un ejercicio de autoafirmación, pero sin renunciar ni cuestionar el humus con el que todos estos “estilos de vida” se sustentan: el esencialismo, la verga.
El grupo de pertenencia (la tribu escolar) no funciona tanto como por quien lo constituye como por quien no puede entrar en él. El grupo es una reproducción a microescala de la hegemonía machista, de sus mecánicas y resultados. Somos aceptados en el grupo en la medida que demostramos nuestra capacidad de subordinación.
De la misma manera que las relaciones con las chicas sólo pueden ser de abierto rechazo o irrestricta aceptación, las relaciones entre adolescentes sólo comprenden dos tipos: o de complicidad o de marginación. Quien separaba y separa a justos de condenados es quien más se aproxima al modelo de masculinidad vigente. Encarnada en mi salón de clases por el Garbanzo: guapo, güerito, con las calificaciones de un triunfador y con un coche propio en la familia.
Siempre me llena el asombro ante los que saludan a la memoria de sus propias adolescencias como páramos de la individualidad. Lo que yo viví fue un remake de The Body Snatchers: mis compañeros de clase en masa se convirtieron en cazadores de putos y amantes de la música disco. Los que podían, claro, los que no…
Aquel “gordo puto” y sus variantes (“bola de grasa”, “mantecada Bimbo” y “Divine”—por la heroína de John Waters en su faceta crooner—) me señalaron como uno de los enemigos a vencer. Los insultos cotidianos no sólo hacían hincapié en mi debilidad física y mi incapacidad para dar las palmadas en el momento preciso del Designer music: me identificaban con lo femenino.
En el ideario esencialista los homosexuales, los feos, los nacos, los indios, los tartamudos, los gordos y (en suma) los más débiles son una casta que ha perdido los dones de la verga: son lo femenino sin lo único que vale la pena en lo femenino— la posibilidad de ejercer el rol reproductivo. Se trata de categorías relativas: cualquiera puede caer en cualquier momento dentro de ellas o verse incluido en una nueva y padecer la cólera marginadora del hombre que se sabe tal.
El albur emerge y se convierte en el cerco al terreno de lo viril: ¡ESTO ES ESPARTA, PUTO! ¡ESTO ES ESPARTA, GORDO! El albur es la manera en que se ejerce la violencia verbal contra los que nunca podrán ser hombres y demostrar, de paso, que se es un hombre. La crueldad es el mimetismo extremo. La subordinación con la hegemonía se convierte en complicidad, y su ejercicio es la discriminación.
No quiero parecer exagerado o, como les encanta señalar a los enemigos de toda reflexión de género, victimizarme: aquellos que me acosaron y violentaron entre los 12 y los 15 años no eran unos monstruos. Para la hegemonía masculina eran muchachos normales haciendo cosas de muchachos (como me lo explicaron las contadas veces que me atreví a denunciarlos con algún maestro o similar).
El Garbanzo, creador de la “terapia de vergazos” me pidió amistad en Facebook hace algunos años. Los mensajes que me envía están llenos de nostalgia por lo que llama “esa hermosa edad”. No parece recordar el maltrato que ejercía. Tiene ex esposa, hijos, una carrera.
Reconozco mi parte de responsabilidad: a diferencia de los otros marginados del salón yo no me quedaba callado ante las agresiones esencialistas. El mecanismo de sobrevivencia que desarrollé ante los “gordo puto” fue depurar el arte de poner apodos. Cada vez que se bromeaba con mi peso o identidad sexual, yo me seguía riendo del pito con la adjudicación de sobrenombres indelebles a mi agresor: Strawberry fields forever (una víctima del acné), El Metro (aunque pasaba del metro y medio) y El Garbanzo (por lo rubio y el tamaño excesivo de su cabeza) estuvieron entre mis obras más aplaudidas.
La relación de Garbanzo conmigo era ambivalente, cuando no casi dolorosa: yo era un no-hombre, pero también una buena mascota. Como el líder que era de nuestra Esparta colegial, se movía entre la repelencia que le provocaba este gordo puto y la necesidad que tiene todo gran líder de un bufón. Yo lo era de un modo eficaz: podía ser cruel de maneras originales, más allá de los sonsonetes del albur.
El ingenio, claro, no era suficiente.
Por regla general a mitad de una de las carcajadas que le provocaba el apodo que acababa de adjudicar o algún chiste, de golpe la cara del Garbanzo se vaciaba y su lugar era ocupado por una máscara o por su verdadero rostro, qué se yo. Cerraba los puños y en lugar de lanzar el chillido con que los usurpadores de cuerpos denuncian a los humanos o un “¡ESTO ES ESPARTA!”, decía “terapia de vergazos”, sin crueldad, sin furia. Y con esos puños o con un bote de basura o con un pupitre ejercía en mí lo que el hombre del traje gris no había podido. Por gordo, por puto, porque podía.
Una de esas veces, en lugar de sus puños, el Garbanzo utilizó a otros de los descastados. Tras vaciar su rostro, decidió que tenía que echarme un tirito con el Moroco Topo (otra de mis creaciones): “Dense la terapia de vergazos entre ustedes”.
Estábamos a la salida, rodeados de los que esperaban a sus padres o lo que no querían llegar a su casa. Como era de esperarse me reí, pero el Moroco Topo (bajito, de rasgos marcadamente indígenas, con una madre que vendía quesadillas) se puso en guardia.
Ese fue mi segundo encuentro con la masculinidad.
El Moroco Topo pudo golpearme sin resistencia durante varios y largos minutos. Nos rodeó una entusiasta multitud (que incluía a varios adultos) coreando “pégale”, “madreátelo”, “dale de putazos”. Todos alentando al Moroco. En la escala esencialista, los gordos estamos por debajo de los indios.
No es que hubiese olvidado las enseñanzas pugilísticas de mi padre. De hecho, dentro de mí fue aflorando el odio que le tenía. A su cinturón y a mi miedo. Con cada golpe que me atinaba en el rostro, tras el sabor de mi propia sangre, el pequeño Moroco iba creciendo hasta tomar el tamaño y el rostro de mi padre. No era el dolor lo insoportable, sino la repetición: saqué las llaves de mi casa y cerré la mano rodeándolas, erizando mi puño.
Al darse cuenta, el Moroco dio un paso atrás. La multitud, complacida por el giro de los acontecimientos hizo un “uuuh”.
Asumo que saben lo que pasó: di con las llaves en el rostro de Moroco y el odio encerrado en mí me llenó de un poder inhumano. Fueron tales los vergazos que le acomodé a mi pobre rival y las cicatrices que mis llaves le dejaron que, a partir de ese entonces, nadie osó meterse conmigo otra vez. Ni siquiera el Garbanzo.
Esa fue la gloriosa película que vi en mi mente con el metal tibio entre mis dedos. Sólo había que dar un paso y aprovechar el titubeo del Moroco, pero me detuvo su cara: el miedo que le vació el rostro de expresión.
En lugar de asumir el papel que la verga ordenaba, me observé a mí mismo dando un paso atrás, dejando caer las llaves y abriendo los brazos, parándome de puntitas y flexionando una rodilla para ejecutar el salto de la grulla que había dado la victoria a Ralph Macchio en Karate Kid.
El Morocco, como era de esperarse, no desaprovechó la oportunidad. Acabé en la enfermería. Tengo el tabique de la nariz desviado dando fe de que no tuve lo que hace falta para ser hombre.
Tengo otras cicatrices.
El bullying escolar se ha convertido en el mejor curso de capacitación para los cadetes del narco. La violencia desatada en los últimos años no se explica sólo con el esencialismo, pero tiene en él uno de sus más efectivos campos de cultivo: en el documental de Shaul Schwarz Narcocultura (2013), un joven sicario señala que entró al negocio de matar movido tanto por la necesidad económica como la de ser reconocido, respetado. En una desoladora entrevista a estudiantes de secundaria, las muchachas dicen entusiasmadas que esperan a un hombre, un narco, para que al ser su compañía les otorgue poder y respeto.
Los medios apoyan esta hegemonía: desde la célebre y celebrada “sin pelito no hay delito” del patiño Jorge Van Rankin hasta la misoginia reconvertida en delirio místico en La Rosa de Guadalupe. En el capítulo 100 de Abismo de pasión (2012, remake de Cañaveral de pasiones), una exitosa telenovela del Canal de las Estrellas, pudimos presenciar la muerte de Augusto (Alejandro Camacho): tras descubrir infidelidades y conspiraciones de su esposa, Camila Bauvier (interpretada por Sabine Mousier), la sacude y golpea en una secuencia de más de diez minutos hasta que la pérfida hace uso de una escopeta. El esencialismo dirime nuestro código moral y crea los estereotipos de las relaciones de pareja. La autoparodia en la que han degenerado los medios mexicanos es su mejor defensa: sólo es entretenimiento.
No existe en los medios consolidados un observatorio sobre violencia de género, a pesar del incremento en los últimos años de las cifras de feminicidios y violencia machista. Desde 2011 (año en que se introdujeron cambios en el Código Penal Federal para tipificar la figura de feminicidio), en el Estado de México (segundo en asesinatos de mujeres) se ha optado por la estrategia que, en su momento, hizo descender las cifras de feminicidios en Ciudad Juárez: de existir parentesco entre víctima y victimario, el crimen se cataloga como “violencia intrafamiliar”. Es decir: judicialmente es menos grave el asesinato de una mujer si hay una pertenencia implícita.
¿El esencialismo nos convierte en asesinos de mujeres? No, pero la hegemonía masculina favorece un marco social en el que los hombres se sienten con el derecho de ejercer diferentes tipos de violencia sobre las mujeres, y con ello crea una flexibilidad judicial que enmascara, invisibiliza crímenes y favorece su impunidad.
El motor del esencialismo es una pretendida vitalidad: la verga demanda actividad y celo, una vigilancia constante de respeto a los “códigos” y “pactos de honor” entre hombres (mientras escribo esto aparece una nota sobre el acoso de una maestra y sus alumnos a una niña que denunció acoso sexual). El valor que (nos dicen) se debe rescatar de esta masculinidad fisiológica es el sentimiento de comunidad, de la defensa de una identidad. Sin embargo, como en mi salón de clases de la secundaria, como en el salón de clases de esa niña de San Luis Potosí que denunció acoso sexual y fue víctima de bullying por parte de su maestra y compañeros, como en centenas de comunidades, como en millones de hogares, la intención última del vergalismo no es formar comunidades, sino duplicar una esencia, una necesidad de pureza: el ideal sólo permanece en la medida que menos individuos son capaces de alcanzarlo. La marginación es su mecánica y el odio su estado de latencia.
Según el machismo que nos domina, es imposible ser hombre sin odiar aquello que no es hombre.
Me gustaría contar que la compasión que me hizo perder contra el Moroco Topo dirigió el resto de mis años, y que fui un fiel opositor al vergalismo, pero no puedo. Viví y he vivido en el esencialismo, presa y adepto de él: eventualmente cada uno crea su Esparta. El odio, y no la compasión, me han hecho en buena medida lo que soy. He sido cruel y he lastimado a los que me amaban; he guiado mis decisiones por el odio y por el simple hecho de no ceder.
El machismo nos señala que la verga nos hace tan proactivos como infalibles. Sin embargo no lo somos, y día con día parcelas enteras escapan de nuestro control. Por ejemplo: el valor más evidente del vergalismo (el tema único del albur) el sexo se revela problemático. Un verdadero esencialista no permite que se le diga lo que debe hacer en la cama. Pronto las mujeres se revelan como putas insaciables o frígidas amargadas. La mayoría de nosotros prefiere la cómoda fantasía del desvirgamiento perpetuo a través de la seducción compulsiva. Abandonamos la creación de vínculos profundos y estables por un donjuanismo que nos permita demostrar que seguimos gozando del mismo valor que en la adolescencia.[11]
El esencialismo asume que cada hombre es una máquina de movimiento perpetuo, pero el desgaste asume tantas formas: la crisis laboral, el avance de la edad, el aumento de las obligaciones familiares, los machos más jóvenes por doquier y su despiadada competencia…
La masculinidad esencialista es una sola: hace de todos nosotros un mismo “rencor vivo” (como Rulfo describió a Pedro Páramo), pero también hace de cada uno una isla encerrada en sí misma.
El machismo concibe a los vínculos y a la expresión de todo lo que no sean sus mandatos como debilidad. Los afectos, la ternura, la tristeza, la nostalgia, los ideales, los sueños, la reflexión sobre los procesos internos y la mera exhibición de las emociones… no es que sean prohibidos por el esencialismo: es que a la larga, la masculinidad excluyente los destruye. No se expresan pues no existen, secuestrados como vivimos bajo el miedo de haber dejado de ser hombres.
Es una exageración decir que sólo hablamos de fútbol y de tetas. En realidad no hablamos sobre nada.
Nunca hablé de nada con mi padre.
[Espera la tercera y última parte de este ensayo.]
Notas
[10]Conell, Robert W, Op. Cit.
[11]Mitos sexuales de la masculinidad. Matesanz González, Agripino, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006.