Tierra Adentro
Jaime Sabines, Club Atlético de Poetas. Flickr. Creative Commons 2.0
Jaime Sabines, Club Atlético de Poetas. Flickr. Creative Commons 2.0

 

Hoy martes 19 de marzo de 2019 se cumplen 20 años de la muerte de Jaime Sabines, el último gran poeta popular de México. En este ensayo Karen Villeda analiza la obra y la vida pública de Sabines, así como la influencia sabiniana que ella misma vivió en la adolescencia.


 

 

Mi ejemplar de la Antología poética de Jaime Sabines, publicada por el Fondo de Cultura Económica cuando yo tenía diez años, está forrado en un papel azul con estrellas plateadas. Con el paso de los años, la portada fue invadida casi por completo por la plata. Recuerdo tomar mi libro y terminar con las manos manchadas. Lo leía con fruición y con las manos sudando por los nervios, era una estudiante de secundaria. Mi reacción no era causada por toparme con el autor, al que consideraba “uno de los grandes poetas del siglo XX”, sino que era por memorizar el poema que inspira el titulo de este ensayo.

Mi calificación de la clase de Español dependía de aprenderme “Espero curarme de ti en unos días” y recitarlo ante mis compañeros. Llegó el día del examen y recuerdo haberme sentido orgullosa por ser la única con un poema del chiapaneco en su repertorio. Escuché, una y otra vez, “puedo escribir los versos más tristes esta noche”.

Cuando llegó mi turno de recitar adopté un gesto reflexivo (me imagino frunciendo el ceño para hacerme la interesante). Empecé con un tono de voz mortecino y, después de decir “Me receto tiempo, abstinencia, soledad”, hice una pausa.

Lancé la pregunta al pequeño auditorio: “¿Te parece bien que te quiera nada más una semana?”. Respondí contundente: “No es mucho, ni es poco, es bastante”. Después posé la mirada en la muchacha que me gustaba y lancé un “porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada”.

Me esforcé sobre manera para compartir mis versos favoritos de este poema: “Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»… Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te quiero»)”.

Cabe recalcar que estos me parecen de los mejores versos de Sabines y eso que considero, ya a la distancia, que muchos fueron cursilísimos. Pero el tierno poeta no era el Jaime Sabines político, aunque se quejara en versos:

Estoy metido en política otra vez.
Sé que no sirvo para nada, pero me utilizan
Y me exhiben
«Poeta, de la familia mariposa-circense,
atravesado por un alfiler, vitrina 5».
(Voy, con ustedes, a verme)

Fue diputado dos veces e hizo más de una declaración conservadora y “con azoro”. Al surgir el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), lanzó: “¿Quién los decide a iniciar una aventura loca y sangrienta?”.

Su madre, Doña Luz (la misma que inspiró “No somos nada, nadie, madre. / Es inútil vivir  / pero es más inútil morir.”), fue nieta de Joaquín Miguel Gutiérrez, gobernador de Chiapas y por quien nombraron la capital estatal, Tuxtla Gutiérrez. Su hermano, Juan, fue gobernador, senador y diputado. Su sobrino recorrió un camino similar.

Los Sabines no son lejanos al poder, pero Jaime fue un poeta popular (tal vez el último de México) y su figura cultural se construyó desde la austeridad (si la contraponemos con Octavio Paz, parece un hombre completamente aislado mientras reflexionaba acerca de la condición humana).

Vuelvo a mi salón de clases. Mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas cuando me acercaba al final del poema. Traté de contenerme en medio de “Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto”. Tenía el corazón roto (un grave problema del amor a los catorce años) y no pude evitar llorar cuando sentencié “Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón”.

Ninguno de los cuarenta alumnos memorizamos un poema escrito por una mujer. Yo también tengo la culpa. Cuando mi abuelo Memo enfermó de cáncer, perdí la cuenta de las veces que leí “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” (a mi parecer, lo más logrado del autor).

Y sí, alguna vez pensé en recitarle a la “mujer de mi vida” el poema “Otra carta”. Ahora lo leo y me parece misógino. No me atrevería a susurrarle un “Piel de mujer te has puesto, / Suavidad de mujer y húmedos órganos / en que penetro dulcemente, estatua derretida, / manos derrumbadas con que te toca la fiebre que soy / y el caos que soy te preserva”.

Esa entronización de lo femenino (condición malentendida por el hombre versificador) me afectó y todavía sufro las consecuencias. Se ha esfumado aquel efecto apantallador que ejerció la poesía de Jaime Sabines en mí.

Confieso que le tengo un poco de cariño (a veces hago uso de sus versos como broma íntima). Tomo el libro y lo abro al azar. El poema es “En la sombra estaban sus ojos”. Las estrellas todavía perduran en el firmamento de cartón que recubre el maltrecho volumen. Entre las páginas doblegadas yo “me receto tiempo, abstinencia, soledad” para darme cuenta, por fin, que no se debe seguir sin cuestionar a todo lo que brilla.

¿Qué es lo que, actualmente, me molesta de la poesía sabineana? Su entrada en Wikipedia afirma que fue “un querido y respetado poeta y político mexicano”. Mi apego adolescente a sus poemas fue debido a que su lírica se inserta en un tono popular (en contraposición a “El poeta culto”, por no nombrar a Octavio Paz a quien ahora leo más que al propio chiapaneco).

Versos como “Que cuando abra los ojos hayan crecido los niños y todas las cosas sonrían” o “La luna se puede tomar a cucharadas / o como una cápsula cada dos horas” son realmente bonitos, pero lo bonito no siempre es sinónimo de bueno. Algunos poemas sí son buenos; otros ya no estoy tan segura.

Releer “Mi corazón emprende” y toparme con “Mujer, músculo suave” o “Mujer, ternura de odio, antigua madre, / quiero entrar, penetrarte, / veneno, llama, ausencia, / mar amargo y amargo, atravesarte. / Cada célula es hembra, tierra abierta, / agua abierta, cosa que se abre. / Yo nací para entrarte”; me causa una profunda decepción.

Jaime Sabines, el mismo que fue mi favorito en ese lapso escolar, es un tremendo macho alfa. Lo que parece ser un poema romántico, al igual que “Tú tienes lo que busco”, “Casida de la tentadora”, “Codiciada, prohibida”, es, en realidad, una oda al machismo. Su poética del cuerpo femenino se basa en una mirada androcéntrica. Esa entronización de la mujer prevalece en su obra y su tono confesional no deja de ser sexista.

Esa fue la poesía que recibió un alud de aplausos al ser recitada en el Palacio de Bellas Artes. Es el choque de una mujer que se sabe libre contra un misógino recalcitrante. Y no es el único. Diariamente las mujeres que escribimos luchamos contra versos como los que escribió Jaime Sabines y son “queridos y respetados”.