Escribir para romper el hechizo Reseña de El jardín de los ídolos de Georgina Moctezuma
Más que otro género, el ensayo es un lugar idóneo para los soñadores que escriben. Tierra fértil para la imaginación desbordada, la tradición ensayística recurre al onirismo como fuente inagotable de curiosidad. Desde Montaigne, cada ensayista ha postulado sus propias alucinaciones como materia invaluable para descifrar los misterios de la vida. Es inevitable no voltear a ver a Freud y los proyectos vanguardistas del siglo XX que expurgaron en los sueños los caprichos del inconsciente. Sin embargo, me parece irrelevante plantear aquí una lectura psicoanalítica de El jardín de los ídolos, la ópera prima con la que Georgina Moctezuma (Puebla, 1987) obtuvo el José Luis Martínez en 2022. Propongo, en cambio, hablar del vínculo entre glosa y narrativa, actos inseparables en la prosa reflexiva de corte literario. Este libro es muestra de que el sueño no sólo bebe de la fantasía sino también de la palabra que lo explica.
Dividido en cinco apartados –“El jardín de los ídolos”, “Imaginería ligera”, “Las reliquias”, “Escucho con mis ojos a los muertos” y “Vaciar la casa de mi abuela”–, El jardín de los ídolos está escrito con peculiar urgencia: desvelar los secretos de una ciudad por medio de la magia. Puebla es el escenario donde el pasado acecha a la narradora, una mujer que busca en sus templos la correspondencia con las lealtades entre ella y las mujeres de su familia. Los recuerdos que guarda una madre acerca del jardín de los ídolos donde pasó su infancia, llevan a su hija a hacer memoria por medio de sus pasos. El propósito que persigue la narradora desde el inicio apuntala la tesis del libro: indagar en un pasado remoto –el jardín de los ídolos prehispánicos– entreverado en las ruinas del proyecto colonial que sentó las bases de la Angelópolis desde su fundación:
Muchas veces he caminado por mi ciudad buscando el jardín de los ídolos. Mi madre me habló de aquel lugar. De acuerdo con sus relatos, aquel terreno era un bosque. Un manantial formaba un estanque y alrededor había fresnos, eucaliptos y árboles de pirul que tendían sus ramas hacia abajo, buscando el agua. Yacían también, enterradas, pequeñas estatuas de piedra, ídolos prehispánicos que, según mi madre, eran auténticos. De todas sus anécdotas, esa era mi favorita y, aunque entiendo que ese lugar ya no existe, siempre quise saber dónde estaba. He seguido su rastro en mapas, fotografías y crónicas, he preguntado a aquellas personas mayores a las que tanto les gusta contar historias de la ciudad. Nadie ha podido darme una respuesta definitiva.
El relato sigue la cadencia lenta de los sueños. Avanza de a poco, insinuándose lúcidamente en la pesquisa gracias a la capacidad de Moctezuma de contarnos breves pasajes de mitos protagonizados por personajes conocidos: Asclepio, Tláloc, Circe, Odiseo, Eurídice, Huemac. Conocemos también historias fantásticas interpretadas por monjas insurrectas que se amotinan para escapar de las reglas dictadas por sus pares masculinos; historias de mujeres hechiceras y rebeldes, como la de la mulata Soledad que escapa de San Juan de Ulúa en un barco dibujado en los muros de la cárcel, o la de María de Jesús de Ágreda y sus poderes mágicos relacionados con la bilocación usados para huir de su celda.
En “Imaginería ligera”, la narradora habla de su propio encierro en la ciudad. Su abuela y su madre se distinguen y se oponen a ella por nunca tener miedo, o al menos no confesarlo, como lo hace la autora. La distancia generacional entre unas y otra queda más clara cuando sus amigas acuden a ella para contarle sus sueños, por lo general, escenarios donde son víctimas de hombres sin rostro que las besan o abrazan y cuyas caricias resultan inquietantes. La palabra que despeja las pesadillas de las más jóvenes se vuelve, entonces, un modo de resistencia.
El tono intimista de los primeros dos apartados postula la rebeldía como una forma de romper con el vínculo familiar. La narradora se inicia en la desobediencia la primera vez que le habla de amor a alguien; más tarde nos enteramos de que esa relación no funcionó y que tuvo que abortar, con todos los peligros que esto implica en una ciudad donde aún no se despenaliza el aborto. La narradora lucha contra los valores morales de la sociedad poblana, y el aborto, al no ser legal, resulta por tanto una práctica no sólo de alto riesgo sino también una suerte de ritual clandestino en detrimento de su salud, que debe realizar por medio de remedios caseros:
Tomé las dosis tal como leí las instrucciones de un manual en línea. Era viernes, tres de la tarde. Recién había llegado de la escuela. Me acosté fingiendo que tenía migraña. Puse cuatro pastillas debajo de mi lengua hasta que empezaron la fiebre, la diarrea y los escalofríos. Una vez que empiezas, tienes que llevar la interrupción hasta el final. Tres horas después tomé cuatro pastillas más y juro que escuchaba como en altavoz el choque de mis muelas, mi mandíbula retorciéndose hasta que ya no pude hablar. Tres horas después, con cuatro pastillas más debajo de la lengua, intenté no hacer ningún ruido, quedarme quieta mientras escuchaba en el delirio la voz de mi abuela, arrullándome entre las paredes de la fiebre. Eres valiente, Georgina. Y después la voz de mi madre, mucho más dulce, diciéndome valiente. Hasta que me quedé dormida. A medianoche soñé que me ponía el uniforme y salía a la escuela corriendo en la lluvia.
Como sucede en la relación con su abuela y su madre, la ciudad implica para Moctezuma otra lealtad peligrosa. Si Georgina, tal como se lo comentó alguna vez su abuela, significa “Mujer de la tierra”, la autora camina entonces por la ciudad para deshacer el embrujo que la ata a sus calles. Escribir es otra manera de envalentonarse y domar la adversidad. Escribir como caminar, pasear en la prosa como si uno soñara. En este sentido, el tercer apartado, “Las reliquias”, da cuenta de que quien escribe sobre una ciudad fundada en el sincretismo, debe saber que el cuerpo está de por medio.
Además de hablar de la costumbre atávica que involucra el entierro de su propio cordón umbilical para que su dueña no se aleje del lugar donde nació, en este mismo apartado la autora hace referencia a las disecciones extraoficiales que hicieron algunos devotos en el cadáver de san Sebastián de Aparicio, del que hurtaron órganos y pedazos de piel antes de preservar sus restos en el templo que lleva su nombre. También se menciona el caso de Manuel Fernández de Santa Cruz, el obispo que legó a las monjas agustinas su corazón antes de morir.
El libro se compone también de alusiones a las fisuras de tiempo que se suponen ocultas en las calles de Puebla. Nos encontramos con Hugo Leicht y el damero de las calles trazadas por ángeles, la torre de la catedral que sirve de cobijo a una sirena varada que subyace debajo del templo, antiguas casonas que evocan un pasado lleno de tensiones entre la magia como práctica ancestral y los ritos católicos instaurados desde la Colonia. La inclusión de estos pasajes insólitos da cuenta de una ciudad llena de historias, labrada con anécdotas de doble raíz: indígena y cristiana. Debemos su conocimiento al trabajo de la narradora, que no sólo se pierde en la ciudad, sino que además se emplea en el Archivo Histórico de la Catedral de Puebla. Su labor como archivista es tal vez uno de los momentos más interesantes del libro, pues la vemos interactuando con documentos escritos que van del siglo XVI al XIX.
Además de ser archivista, la narradora también dice que es profesora, “una profesora que escribe”. Aunque desafortunadamente nunca la vemos dando clase (lo que hace que la mención quede fuera de lugar), lo cierto es que, gracias a esta relación íntima con textos antiguos, la escritura para ella sirve de puente simbólico entre pasado y presente, mientras que la lectura involucra un estado mental cercano al misticismo, como se ve por momentos durante el relato en los que entra en un estado de trance, alucina lo que lee con fervor y asombro:
Una empieza a echar mano de todos los recursos disponibles en cada expediente […] se prestan ojos como si se prestaran oídos, pues cuando conversamos con otro también desciframos lo que sucede al margen de la voz. Así puede distinguirse si quien asentó́ una declaración fue el mismo informante (de su puño y letra), si se trata de una carta, de una cuenta o de un recado, o si corresponde a la caligrafía procesal de un secretario o un amanuense.
Como la lectura, el acto de escribir también puede alterar la realidad que nos circunda. El famoso verso de Francisco de Quevedo, “escucho con mis ojos a los muertos”, da título al apartado donde Moctezuma aprovecha la sinestesia del poeta español para hablar de su trabajo en el archivo diocesano. El trabajo documental va más allá del que desempeña cualquier paleógrafo. Antes bien, lleva a la autora a reflexionar sobre su propio encierro y salir de la torre donde trabaja para mirar a la gente que pasa por ahí, en un interesante ejercicio propio de la microhistoria. La narradora retrata, en un ímpetu similar al que lee en los documentos antiguos, la cotidianidad de la que es testigo y parte.
Los legajos clericales no son usados aquí únicamente en su sentido de documento histórico, sino como evocación de un pasado legendario inscrito a su vez en los muros de la ciudad. Me animaría a decir, incluso, que los archivos en El jardín de los ídolos funcionan como umbral a otras dimensiones espaciotemporales. Es posible encontrar visos fantásticos en la narración ensayística de Moctezuma: un compilado de historias que involucran documentos y las realidades que éstos recogen, siempre en busca de un elemento inusual que conduzca su presente a ese tiempo misterioso de los textos antiguos. Hechizo inquebrantable que surte efecto una vez que se lee en voz alta, la escritura es para ella el vehículo que la mueve tanto por medio de citas de cronistas de la talla de Von Humboldt y Sahagún, como entre anécdotas personales y pasajes bíblicos que combinan las supersticiones cristianas con los ritos prehispánicos, dos tradiciones que sobreviven en una ciudad cuya identidad está bien cimentada en hechos extraordinarios pasados por el tamiz de lo sagrado.
A estas alturas, queda clara la obsesión que apremia la escritura de Georgina Moctezuma: el gusto por lo oculto en medio de una atmósfera enrarecida, llena de secretos y herencias ocultas. Las reflexiones que se producen a lo largo del ensayo, del que entramos y salimos con sutileza gracias a su fragmentación, nos proveen de una experiencia cercana a la intimidad del arrobo místico, un momento privado en que el cuerpo entero participa del rapto sensorial de esta clase de episodios. El relato pasa de la realidad tangible, donde la narradora trabaja en el Archivo y aborta muy joven, a esa otra en la que vuelve a contar momentos de su infancia en compañía de su abuela.
En “Vaciar la casa de mi abuela”, el último apartado del libro, la narradora describe un juego de su infancia que consistía en hacerse pequeña y adentrarse en su mandil hasta reconocer los objetos en el interior. La abuela representa el vínculo con la magia y la ruptura del hechizo que une a la narradora con las mujeres de su familia. Como parte del duelo, la niña Georgina adquiere la capacidad de transformarse por medio de la magia, el juego y la imaginación.
Atada a los valores de una ciudad conservadora, su búsqueda es la de una mujer joven que intenta desligarse del influjo del pasado y de los mandatos sociales que encerraron a sus predecesoras en sus propias prisiones invisibles: la feminidad como una construcción social, la ciudad y sus peligros, el pasado familiar del que hereda prácticas de antaño por medio de las palabras que son, al mismo tiempo, enfermedad y antídoto, como los sueños.
La historia de las mujeres que narra Georgina Moctezuma en El jardín de los ídolos, incluida la suya, comparten “la voluntad para controlar sus apetitos, pasiones y deseos […] la única opción que tenían para ser libres, un acto de rebeldía velada”. El trance, la ensoñación y la escritura son maneras de escapar, sublevarse, romper el hechizo.
“Así es como quise leer esta ciudad en la que estoy encerrada —mi laberinto—, a través de lo que subyace y palpita en sus imágenes, en el paisaje, los edificios, las historias y las calles; interpretar los símbolos como instrumento de defensa, mi propio vade retro contra la maldición que me impide salir”, podría leerse como epíteto de una autora poblana cuyo primer libro ha sentado las bases de una obra con la que podemos soñar.