El tigre bajo la cama: la sensualidad maléfica de Guadalupe Dueñas
“Yo nací malvada”, afirmó Dueñas en cierta entrevista. Pero la verdad de uno nunca basta, así que esta condición hubo de confirmarla otra escritora: “Eres tan mala como uno de los personajes de tus cuentos”, le echó en cara nada menos que Inés Arredondo, su compañera becaria del Centro Mexicano de Escritores.
Se sabe que Dueñas le contestó a Arredondo con un puntualísimo “Sí”.
También Arredondo tildaría a Dueñas de “fantasiosa”, a causa de cierta historia que contaba Guadalupe: su padre cazaba gatos con un rifle y luego los cocinaba en cacerolas que la madre debía, más tarde, desinfectar. A este señalamiento, Dueñas le respondió: “Mis cuentos no son sino un pedazo de mi corazón”. Lo que equivalía a darle la razón a Arredondo. ¿O qué es el proceso de escritura si no una cirugía a corazón abierto?
Insistiré en el léxico quirúrgico para referirme a mi experiencia con la factura de cuentos: algunos llegan por parto natural y otros precisan de cesárea, si bien la mayoría se alumbra prematuramente y muere del mismo modo; llegan “con el pulso trémulo”, igual que la hermanita fallecida al nacer sobre la que Dueñas nos cuenta en “Historia de Mariquita”, su cuerpecito flotando en aguardiente y sosa cáustica dentro de un frasco de chiles. (Similar, aunque un tanto más impúdico, es el destino de los buenos cuentos: rarezas que se paren o se extirpan, para luego presumirse en el formol de este o aquel premio literario.)
Los cuentos de Dueñas son, en efecto, fantasías de un corazón maldito en el mejor sentido; y, entre todos, el que mejor exhibe este carácter es “Al roce de la sombra”, imbuido de eso que Baudrillard llamó la energía del “principio del Mal”, que no es moral sino “de desequilibrio y de vértigo, un principio de complejidad y de extrañeza, un principio de seducción”.
¿No es vértigo, extrañeza y seducción lo mínimo que se espera de un cuento sobre una pobre huérfana a la que asesinan dos hermanas millonarias con un aristocrático gusto por el incesto?
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Los escritores novatos disponemos de un puñado de generalizaciones en torno al quehacer —manuales, guías, decálogos— que solo sirven para dos cosas: prepararnos para la inminente medianía o adensar el enigma de nuestro oficio.
A la mala; es decir, en la práctica, he aprendido que no es en las máximas ni en los aforismos donde uno encuentra un verdadero norte, sino en las observaciones más mundanas y los consejos menos eruditos que los maestros dejaron dispersos por ahí. Uno de mis favoritos, de la controvertida Flannery O’Connor, dice: “La ficción opera a través de los sentidos”. Y es una frase a la que recurro a menudo; no solo para escribir cuentos, sino también para leerlos y valorarlos.
Podríamos decir que un cuento cumple cuando su protagonista experimenta una transformación; cuando la narración compromete e intenta elucidar —para insistir en la sabiduría de O’Connor— “el misterio de la personalidad humana”. Pero, mejor aún, diremos que un cuento es efectivo cuando, además, despliega recursos prosísticos que nos conducen a oler lo que se nos pide que escuchemos; cuando nos llevan a palpar lo que sugieren que veamos.
Ya desde su título, “Al roce de la sombra” presenta una de las malicias que sostendrán al relato: una sensualidad que, por desbordante, amalgama los sentidos.
En la escritura de Dueñas, lo auditivo se somete a la gravedad, lo abstracto se torna corrosivo y lo material se sublima. De modo que un nombre puede “caer en la vida” de la protagonista con un “tintineo de joyas”. Dos mujeres pueden bajar de una limusina “hechas fragancia” y la música es capaz de tornarse “derretida y espesa”. A través de una imaginería hipersensorial, la suntuosidad del relato “embriaga hasta [hacernos] daño”.
Así consigue Dueñas aquello que O’Connor le atribuía al buen cuentista: “Crear un mundo con peso y espacialidad”.
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“Al roce…” comienza por introducir a la joven y huérfana Raquel durante un episodio de insomnio, acosada por “el sudor y el espanto”. En la tentativa por conciliar el sueño, Raquel recrea su viaje en tren hacia el pueblo de San Martín y recuerda también a otro viajero que conoció en el trayecto: oriundo del sitio al que ella se dirige y compañero de juegos en la infancia de las hermanas Moncada (Monina y la Nena, “deslumbrantes como carrozas, como palacios”). En la hacienda de estas hermanas deberá hospedarse Raquel por indicaciones de la monja a cargo del hospicio en que creció. El cuento procede a mostrarnos las interacciones distantes, luego cordiales y cariñosas, entre Raquel y sus anfitrionas hasta desembocar en el descubrimiento de la relación incestuosa entre las hermanas, que produce el ulterior asesinato de Raquel a manos de ellas.
Ya durante el trayecto, a Raquel se le advierte que se dirige a un pueblo “dejado de la mano de Dios”, tanto en el sentido figurado como en el literal: “Es lamentable que a usted, tan jovencita, la hayan destinado a [San Martín]: no hay nada que ver”, le dice aquel otro viajero con quien compartió el vagón. La elección de palabras en este diálogo resulta magistral porque enseña lo que es, por definición, el foreshadowing o presagio: Raquel se dirige precisamente al encuentro de su destino, malhadado porque verá lo que no debe.
La literalidad del abandono de Dios puede hallarse en la descripción de cierta “capilla olvidada” en las inmediaciones de la propiedad de Monina y la Nena, y que secretamente visitan ellas durante los paseos que suelen emprender luego de asistir a misa, en la iglesia del pueblo:
El musgo y la maleza asfixian el emplomado —se nos advierte de dicha capilla—, las ramas trepan por la espalda de Santa Mónica y anudan sus brazos polvorientos. La antigua estatua de San Agustín es un fantasma de tierra hundido hasta las rodillas. Las hojas se acumulan sobre el altar ruinoso.
En este punto se destaca una sencilla nota de la autora: “Raquel siempre tuvo de miedo de los santos”. Y se perfila deliciosamente otro tipo de presagio: al final del cuento, el cuerpo Raquel yacerá dentro de un pozo cubierto por una tarima y resguardado por un san José de piedra.
La descripción, en Dueñas, funge asimismo como caracterización. Se construye a los personajes al construir los espacios; es decir, se nos despliega la interioridad de las Moncada al mostrarnos la capilla: la fe abandonada, un sitio reconquistado por la naturaleza. Entendemos, entonces, la doble vida que llevan las hermanas, observantes de la religión en lo público, pero en lo privado, alejadas de Dios; su verdadera naturaleza se ha impuesto a sus creencias.
A Raquel, agobiada por “la culpa de ser fea”, se le caracteriza a través de la mirada de las hermanas que, al conocerla, la rozan apenas “con sus dedos blanquísimos”. Dueñas no desaprovecha la oportunidad de aleccionarnos sobre la importancia de cada palabra en un cuento, construyendo bidireccionalmente a sus personajes en un párrafo que, a un tiempo, afianza el carácter esnob de las observadoras junto con la condición pasiva y vulnerable de la observada:
Con que reprobación miraron [las Moncada] el traje negro que enfundaba su delgadez, cómo condenaron sus piernas de pájaro presas en medias de algodón y cuánto le hicieron sentir la timidez opaca de su mano tendida. Ante el desdén [Raquel] quiso tartamudear una excusa por su miseria y estuvo a punto de alejarse; pero las encopetadas la detuvieron al leer la firma de la reverenda Madre… Entonces la miraron como si hubieran recibido un regalo…
A partir de ese momento, Raquel se transforma en “una princesa cuidada por dos reinas”, colmada por ellas de “incansable afecto”: la alimentan con “panes diminutos” y “compota de manzana”; la procuran con lujosas ropas —encajes, cachemiras, gasas—, del mismo modo en que se ceba a un animal para el sacrificio o se atavía a la virgen que se ofrecerá a un ídolo.
¿Es una suerte de aquelarre lo que celebran Monina y La Nena cuando Raquel las sorprende “peor que desnudas, en el secreto de sus almas”?
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“Al roce…” es un cuento que leo a menudo. Me lo receto como lección y como acicate: así es como se instila atmósfera en un buen relato —me digo—; así es como quisieras escribir y nunca escribirás.
En cada relectura, sin embargo, encuentro la posibilidad renovada de entenderlo o de abarcarlo. ¿Es un cuento de hadas, precautorio en su sadismo? ¿Es una fábula proletaria que nos arenga sobre la perversión de la aristocracia y las clases altas? ¿Es el exorcismo que hace Dueñas de la fantasmagoría impuesta en ella por una educación ultracatólica? ¿De qué trata el cuento, ultimadamente?
Pero el tema de los cuentos —nos dice O’Connor con toda razón— “es inexpresable por inarticulable… Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera”.
Una lectura reciente me lleva a observar en “Al roce de la sombra” cierta obviedad en el título, y cedo a una tentación prohibida: psicoanalizar el texto. ¿Es casualidad que contenga la palabra “sombra”? ¿Sería posible repensar el cuento desde la Sombra arquetípica?
La Sombra, según Jung, es todo aquello que no deseamos ser: lo propio que relegamos a ser lo otro. Se condensa en una personalidad alterna que desarrollamos paralela a la que mostramos; “una instancia psicológica negada que mantenemos aislada [pero que] termina configurando una especie de personalidad disidente” y que, aun oculta, opera en nuestra vida consciente.
La Sombra es otro que es yo, y que, en apariencia, se toma libertades.
¿Es la Sombra de Raquel quien la conduce a abrir una puerta que no debe abrir, y a encontrarse a las Moncada en su “estrafalario rito”? ¿O son Monina y la Nena encarnaciones de la Sombra de Raquel: su deseo sexual contenido, aunado a su deseo de autoaniquilación? Sabemos que el destino último de Raquel será el “agua podrida” de un pozo: ¿Será que ella, como Narciso, muere a causa de confrontar aquello que desea? ¿O, viceversa, es Raquel la Sombra de las hermanas (la culpa que les devenga su perversión, personificada en el arquetipo que encarnaran ellas mismas en su juventud: vírgenes católicas e inocentes)?
“Un cuento es bueno —pondera O’Connor— cuando [uno puede] seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno”.
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El incesto entre las Moncada —de quienes se asegura que son “señoritas, no señoras”; es decir, solteronas— apenas es sugerido por Dueñas. Antes bien, el lector no puede asegurar que sea eso lo que ocurre en el relato. La autora se esmera en la insinuación vía la ambigüedad, refiriéndose a “lo viscoso de marchitas tentaciones, de ausencias cómplices”.
Asumimos que Raquel se encuentra a las hermanas interactuando al desnudo porque remira “sus escotes sin edad, sus omóplatos salientes de cabalgaduras, su espantable espanto”. Y porque a Raquel, educada por monjas, le inspira “asco” el hecho de que las hermanas pasen “de sobrias y adustas” a “mundanas y estridentes”. Y porque las Moncada “[caen] del sofá” al verse descubiertas, y miran a Raquel con rabia e “inclemente estupor”.
Quizá la acción más nítida que se nos muestra es que las hermanas “ahondan” cada una “la fosa de su compañera”. Pero incluso este fraseo nos fuerza a echar mano del doble sentido —de nuestra mente cochina— para confirmar el supuesto acto lésbico.
Sería incorrecto pensar que Dueñas omite lo explícito llevada por un sentido del decoro, o que se autocensura para evitarse los señalamientos de las buenas conciencias literarias. Por el contrario, Dueñas encubre los hechos de plano y efectúa esta operación del único modo posible: enmascarando los hechos con símbolos. No por nada llama “estrafalario rito” al supuesto acto sexual, siendo lo ritual casi siempre una reinvención, una reordenación o una inversión simbólica. Resultado de ello es que se dota al relato de un misterio mayor, de un secreto como visto por el rabillo del ojo. Y “el secreto —nos dice Baudrillard— no debe ser develado, so pena de caer en una historia banal”.
Dueñas sabe cuál efecto quiere producir, con este encubrimiento, en el lector. Por eso decide confiar en el poder de lo no dicho. Su decisión no es moral sino estética.
De esto último derivo una lecciones para el aspirante a cuentista —a escritor, en general—: hay que saber qué callarse y cuándo; pero, más importante aún, hay que saber cómo callarlo.
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Miguel Sabido rememoraba cierta madrugada en que Dueñas lo llamó por teléfono a fin de pedirle ayuda; un tigre se encontraba debajo de su cama, le dijo ella, y él acudió de inmediato al domicilio para constatar la presencia del terso invasor (que era, supieron más tarde, propiedad del hermano de Guadalupe, afecto a la cacería). Sabido se encontró con una Dueñas aterrada, llorando sobre el colchón.
La escena resulta llamativa por su involuntario simbolismo. ¿No es así, sorpresiva, prodigiosamente, como caen las historias en la vida del cuentista? ¿Y no tienen, muchas de ellas, un carácter felino (elusivo, arcano)?
Contra todo sentido común, O’Connor recomienda no saber qué sucederá en una historia antes de empezar a escribirla: “Deben —aconseja a los aspirantes a cuentistas— tener la posibilidad de descubrir algo en sus propios cuentos. Si ustedes no lo consiguen, probablemente nadie más lo hará”.
Dicho de otro modo, O’Connor aconseja escribir como se vive: a merced del misterio.
Quizá tampoco debamos saber nunca por qué escribimos, so pena de convertir nuestro oficio en una ocupación banal.
Bibliografía
Guadalupe Dueñas, Obras Completas. México: FCE, 2017.
Flannery O’Connor, “Para escribir cuentos”. La Palabra y el Hombre, abril-junio 1990, no. 74, 99-108 pp.
Robert Blay, El encuentro con la Sombra: El poder del lado oscuro de la naturaleza humana. Barcelona, España: Kairos, 2001. Jean Baudrillard, La Transparencia del Mal. España: Anagrama, 1991.