Tierra Adentro
‘Moisés baja del monte Sinaí’ por Gustave Dore.

El sentido común nos dice que la mala traducción sucede cuando el traductor dice algo que no dice el texto original.  Ojalá fuera tan fácil. Durante mucho tiempo, equivocarme al traducir fue el mayor de mis temores. Nada menos que el significado de un texto, escrito por otra persona, es lo que está en juego. Con el tiempo, y cuanto más pronto mejor, se aprende que aquello que se entiende como “error” es algo mucho más ambiguo de lo que uno se imagina. Lo que llamaba “error” era, simple y sencillamente, decir lo contrario de lo que decía el texto original. Sin embargo, entre decir lo contrario y “decir casi lo mismo” hay un tramo demasiado extenso, sobre todo si tomamos en cuenta la mediación del traductor, que desdobla la actividad de la escritura, y establece una distancia, por pequeña que sea, entre su interpretación del texto, la manera de expresarlo y  la lectura del último lector y su manera de interpretar ya no el texto original, sino la traducción.

Si queremos usar metáforas de la traducción yo me quedo con dos. La primera es el reflejo del espejo que a su vez refleja la imagen real, la pintura de la pintura. La segunda es una imagen más reciente, la fotocopia de la fotocopia de un libro. Es natural que por la falta de tinta o la poca visibilidad, algunas palabras puedan considerarse erratas, por lejanas o ilegibles. A veces la errata de traducción, para el traductor, puede estar en la compresión del texto; otras veces en la expresión que eligió para la comprensión de ese texto o en la dificultad de sospechar la recepción que tendrá la traducción. De esa índole es una supuesta errata famosa.

Suele señalarse, en la erudición de los lugares comunes, que un error de San Jerónimo condenó a Moisés a tener cuernos en sus representaciones pictóricas durante varios siglos. Es difícil enfrentarse a la transmisión de esta supuesta verdad por lo arduo que representa la investigación que pueda desmentirla o matizarla. Cuando escuché esta sentencia estuve de acuerdo. Claro, San Jerónimo se equivocó, que Moisés tuviera cuernos no tiene sentido. Sin embargo, años después, cuando adopté como remedio al insomnio la costumbre de leer la Biblia, la de Jerusalén, me encontré con una nota singular.[1] Esta traducción de la Biblia, que a mi parecer es una de las obras de traducción más importantes que se han hecho (si es que esta afirmación tiene sentido), dice: “Al bajar [Moisés] no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con Yahvé”.

No habría recordado el famoso error de San Jerónimo si no hubiera sido por esa nota al pie. La Biblia de Jerusalén consigna para el Antiguo Testamento algunas diferencias entre la Septuaginta, en griego, la Tanaj y otras versiones en hebreo. La nota dice que el origen de estos versículos es dudoso, y que refieren una tradición del rostro de Moisés, expresada por el verbo qaram, derivado de qeren, “cuerno”, y que por eso la Vulgata de San Jerónimo expresa una traducción literal: Cornuta esset facies sua (“su rostro tenía cuernos”). Entonces, de no haber sido literal, no habría existido ese error. O en su defecto, confundió las palabras. De cualquier modo resulta importante considerar que San Jerónimo, según cuenta el estudio preliminar de la edición de la Vulgata de la Biblioteca de Autores Cristianos, tenía a la mano también los manuscritos en griego, pues conocía mejor el griego que el hebreo. En griego qaram dice dedocastai, que significa “glorificar”. Resulta entonces extraño que haya optado por dejar los cuernos.[2] En otras notas de esta edición, en el Éxodo, aparecen muchas diferencias entre la versión griega y hebrea. Lo que me hace pensar que San Jerónimo, si es posible saberlo, se merece el beneficio de la duda, y debemos pensar que no se equivocó: así quiso traducir.

Entonces, si eligió decir que Moisés bajó del Monte Sinaí con un rostro “cornado”, ¿qué quería decir? ¿Realmente quería que se pensara que eran cuernos los que tenía Moisés, como los de un carnero? La nota de mi edición de la Biblia agrega: “estos versículos utilizan esta tradición para describir a Moisés cuando bajó del monte”. A la tradición a la que se refiere es a una representación específica del hombre que ha sido inspirado o ungido por un Dios. San Jerónimo optó por lo que llama la traductología contemporánea: “traducción cultural”. Suponía, digamos, que los lectores de su traducción iban a entender que descendió con cuernos en el sentido de que había sido iluminado, “glorificado” por la palabra de Yahvé. Por eso su rostro “se había vuelto radiante”. Claro que esta referencia cultural, esa intención, podía perderse y tergiversarse con el tiempo y entenderse, tarde o temprano, con otro sentido. Esta sospecha, que bien puede ser falsa, y bien podría ser un error no sólo de Jerónimo sino también de su defensor, me hizo pensar en las dimensiones de lo que significa equivocarse al traducir.

La Biblia es un paradigma de la historia de la traducción en nuestra cultura. El paradigma es, además, muy extenso porque no sólo implica las lenguas a las que ha sido traducida sino la cantidad y el valor histórico de esas traducciones en cada lengua. No he conocido a nadie que ningunee a otra persona intelectualmente por estar citando una traducción de la Biblia y no desde la versión original. Suele decirse: “Usted no puede hablar de Kant porque no sabe alemán”, como si fuera garantía de conocer mejor a Kant. Claro que quien conozca el idioma tiene más posibilidades de entenderlo mejor, pero es tanto como decir que las traducciones que hay de él no ayuden a conocer mejor el texto a alguien que habla español; o es más, decir que traducir es imposible.

Lutero tradujo el Nuevo Testamento y, como a San Jerónimo, se le acusó de haber sido más que impreciso. De eso nos cuenta en su “Misiva sobre el arte de traducir”.[3] Además de darnos cuenta de que Lutero a veces era una persona muy agresiva, quizá demasiado para ser cristiano, vemos muchas de nuestras discusiones bizantinas descritas bajo su pluma. Jerónimo Emser lo cuestionó, entre otras cosas, sobre la traducción de una palabra del capítulo tercero de los Romanos de Pablo: “sostenemos que el hombre es justificado sin obras de la ley, sólo por la fe”. Al parecer Lutero agregó ese “sólo”, que en latín dice “sine”, que es restrictivo. Parece simplemente un énfasis que quiso hacer el traductor. Naturalmente, se le fueron encima porque estaba siendo interpretativo y porque justificaba ligeramente algunas de sus posturas teológicas. A mí me parece no sólo evidente que Lutero haya hecho eso, sino también comprensible. Todos los traductores, de alguna manera, somos Lutero, pues somos lectores atentos de un texto y asignamos significado a lo que leemos. Lutero creía en la “justificación por la fe” porque conocía los textos bíblicos y creía que eso decían. Simplemente lo hizo un poco más explícito. Tampoco me parece un error de traducción. Lo que me gusta más de la postura de Lutero, y que hace que me caiga tan bien, es el gesto de justicia que se da a sí mismo y a todos los que practicamos el mismo oficio, diciendo: “A nadie le está vedado realizar una traducción más perfecta”. Luego agrega un proverbio de la época: “el que edifica a la vera del camino tiene muchos maestros”. Traduces y de pronto todos saben más griego y latín que tú.

Después de estas dos memorias de lector de la experiencia ajena, podría exponer algunos de los errores que he encontrado en distintas traducciones de literatura francesa en distintos libros, pero no es mi afán exhibir y con ello morderme la lengua. Hay unos errores que son ignorancia, pero hay otros que simplemente pueden parecerlo por mi manera de entenderlos. Por ejemplo, muchas traducciones de Las flores del mal, en ese primer verso de cierto soneto que comienza Tu mettrais l’univers entier dans ta ruelle, traducen ruelle como “calleja” o, lo que es lo mismo, “callejón”. Según mi lectura del marqués de Sade y según el Dictionnaire analogique de la langue française. Le Grand Robert, ruelle, en este sentido, es el espacio que hay entre la cama y la pared en las habitaciones aristócratas de hasta el siglo XIX. De hecho, Le Robert consigna como ejemplo analógico de esa palabra con este significado el mismo verso de Baudelaire. Se trata de un matiz, pero importante. No es lo mismo decir que alguien “sería capaz de meter al universo entero a un callejón” que meterlo a la cama. De cualquier modo, es posible que los traductores lo supieran y hubieran preferido la otra palabra, la otra interpretación, el otro significado. O no. Quizás hicieron su traducción antes de que se publicara el diccionario del que hablo. Quizá no sospecharon de que podría tener otro sentido. Quizá lo haya entendido igual Baudelaire.

Como decía al principio, estas cuestiones sólo terminan por preocuparme y desmedrarme. Parece que cuanto uno más sabe, más duda al traducir y puede que se vuelva más posible hacerlo y a la vez más imposible. Puede que, luego de decir esto, alguien se ponga a averiguar en qué me he equivocado. Para evitarle la fatiga le cuento que suelo confundir el verbo conjugado rêver (que es soñar) con la tercera persona del verbo revêtir (revestir), es decir, revêt, cuando tiene el sentido de “soñar con alguna idea” y “revestir alguna idea”. De hecho, sólo una vez me di cuenta de que había cometido ese error, gracias a mis alumnos que se dieron cuenta. Afortunadamente mi traducción no había sido publicada y pude corregirlo. Luego creí que todo estaba mal, que todo lo había hecho mal, y que no tenía sentido seguirme dedicando a esto. Pero al revisar otra vez la traducción cambié de opinión y simplemente culpé a mi miopía, no a mis facultades mentales. También, alguna vez confundí “psíquico” con “físico”. Por esa misma paranoia es que reviso todas las traducciones que hago. Entonces que quede dicho: el error en traducción debe angustiarnos lo suficiente como para corregir, pero no tanto como para decidir no traducir nada. En la labor de traducir hay una lucha constante por dar sentido, una lucha contra la resistencia que nos ofrece una lengua, otro código, y otra contra la expresión de ese sentido en nuestra propia lengua.

 

[1] Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1998, p. 114. “Exódo”, 34:29-30.
[2] María Barbero, experta en filología alemana, en un artículo que es posible leer en internet, dedica una exposición erudita al respecto. Véase este excelente y breve artículo aquí.
[3] Lutero, Obras, Salamanca, trad. Téofanes Egido, Ed. Sígueme, 2001, pp. 306-318.