Ensayo & Periodismo
No existe una traducción precisa en nuestra lengua para el signo tipográfico que, en francés, se denomina esperluette y que se emplea, desde la antigüedad latina, para designar la unión de las grafías e y t: et, palabra que en español equivale a la conjunción “y”. Mientras que en inglés se le llama ampersand —una derivación de and per se and, es decir, “el caracter ‘y’ que por sí mismo significa y”— en nuestro idioma, quizás por el uso escaso que de él se hace, se le denomina simplemente “ligadura”.
Este texto pretende concentrarse en la ligadura del título, sembrada entre estas dos palabras cargadas de significado (ensayo, periodismo), como una especie de homenaje a la obra de Philippe Dubois, teórico de la fotografía, que justamente denominó así a su último libro de ensayos publicado en español: Fotografía & Cine (2013). Inspirada en este autor, —en Raymond Bellour y Régis Durand, también en el tema fotográfico— quisiera esbozar algunas de las ligaduras, pliegues o pasajes que, a través de la práctica de ambas formas discursivas, he llegado a intuir entre el periodismo y el ensayo; en vez de concentrarme en caracterizarlos como dos bloques sólidos, dos modalidades de escritura diferenciados por la tradición histórica, artística o estilística. Pues si bien no es posible olvidar que el ensayo y el texto periodístico poseen muchas y muy obvias diferencias, también he llegado a reconocer que existen trabajos —no tantos como quisiera— cuya trascendencia como textos literarios radica en su empecinamiento por explotar las relaciones transversales que ocurren en esta especie de zona de contaminación, en la franja diminuta e inestable, que vibra entre los dos géneros. Textos que, en suma, logran satisfacer las ambiciones de ambas modalidades: articular, a través de la palabra, la experiencia espiritual e intelectual de una subjetividad hecha cuerpo en un mundo fragmentario (ensayo); ordenar y configurar estos fragmentos dispersos en un discurso capaz de ofrecer a los lectores otras subjetividades, también hechas cuerpo en la recuperación de una realidad pasada y de otro modo perdida (periodismo).
La intuición de la existencia de estos pasajes entre el periodismo y el ensayo me llegó mientras trataba de escribir un ensayo sobre un caso específico de linchamiento ocurrido en 1996 en un pueblo llamado Tatahuicapan, en la frontera con Veracruz y Oaxaca. Era el año 2001, yo estudiaba el primer semestre de la carrera de Comunicación y había decidido participar en una convocatoria de la Comisión Nacional de Derechos Humanos para escribir un texto ensayístico sobre justicia por propia mano. No había escrito jamás una nota periodística ni un ensayo en forma, que no fuera como parte de ejercicios escolares, pero pensé que la convocatoria era un buen pretexto para resolver un enigma que me había obsesionado desde que viera la imagen de un hombre amarrado a un árbol con llamas lamiéndole la cara en la televisión local.
No pretendo aburrirlos con las minucias de la investigación; diré solamente que para enterarme de los detalles del linchamiento ocurrido un 31 de agosto de 1996, hicieron falta cinco días de viaje en autobuses desvencijados por las igualmente maltrechas carreteras rurales de Tuxtepec, ciudad Isla, Playa Vicente y Cosamaloapan, cuatro noches en moteles de mala muerte, y una serie de habilidades reporteriles de las que yo carecía pero que trataba de suplir con prudencia, no sólo para hacer las preguntas indicadas a la gente correcta, sino para evitar toparme en el camino con la gente incorrecta: convoys de sicarios armados con AKs47, entusiastas del feminicidio —una forma de entretenimiento popular en la zona— y agentes ministeriales que constantemente me advertían, entre risas, que “no me fuera a pasar como a los estudiantes de Canoa”.
La epifanía que mencionaba —que es posible establecer pasajes entre el ensayo y el periodismo— me llegó tras hojear nerviosamente los primeros legajos del expediente del linchamiento. Justo después de las fotografías a color de los peritajes de la escena del crimen y de las autopsias, encontré un documento extraño. Era una hoja de papel revolución, escrita a máquina, que llevaba el título de ACTA DE JUICIO POPULAR, y en donde las autoridades del ejido contaban su versión de los hechos: un muchacho llamado Rodolfo Soler, que ya había sido encarcelado tres veces por violación y quien siempre salía libre, había asesinado a Ana María Borromeo mientras ésta lavaba ropa en el río. Los pobladores atraparon a Soler y se negaron a entregarlo cuando las autoridades estatales aparecieron, por miedo a que el hombre saliera libre de nuevo. Después de esta breve explicación, el texto concluía diciendo que el pueblo ya estaba cansado de este tipo de injusticias y había decidido actuar conforme a su ley interna de “correr a los maleantes o matarlos, según su delito, para ejemplo de los demás ciudadanos y que el gobierno tenga más cuidado con estas personas peligrosas”. El acta de juicio no señalaba cuál sería la pena impuesta a Soler —lo torturaron por ocho horas en la plaza del pueblo, para que confesara si existía algún cómplice, y luego lo llevaron al cementerio, lo amarraron a un árbol, le vaciaron un bidón de gasolina encima y le prendieron fuego—, pero sí incluía las firmas de 154 pobladores presentes durante el linchamiento y, lo que más me desconcertó, una leyenda al final del texto que rezaba: “ATTE. SUFRAGIO EFECTIVO, NO REELECCIÓN”.
Regresé a Veracruz con un cuaderno lleno de notas y dos cassettes en donde grabé el contenido de los expedientes y un corrido, El corrido del quemado, escrito por Panuncio Mendoza, que conseguí que un sonidero me cantara acompañado con su teclado en Playa Vicente. Pasé dos días de vértigo absoluto, tratando de pensar cómo demonios escribiría un ensayo de todo aquello. Estaba muy lejos de considerarme una autoridad en el tema, y mucho menos de ofrecer una explicación de lo que había sucedido, pero sabía que la clave estaba en aquella acta popular, y también en la letra del corrido: que el tema del texto que debía escribir debía concentrarse en el intervalo que separaba y a la vez unía al derecho mexicano de los usos y costumbres de una población rezagada y hasta entonces invisible para la historia. Aquel verano me había leído A sangre fría de Capote y La muerte tiene permiso de Edmundo Valadés, y el recuerdo fresco de esas lecturas me hizo entender que la forma del texto también tenía que reproducir esa ambigüedad: no podía sentarme a escribir un ensayo —lo que yo pensaba entonces que era un ensayo: una prosa docta con introducción, desarrollo y conclusión— pero tampoco un reportaje —la consignación desapasionada de datos duros—, sino algo que estuviera en el medio. Un texto que, a través de mi experiencia en el sur del estado durante aquellos cinco días, diera igual peso a las dos caras de la moneda, a esos dos mundos que, en aquella terrible tarde del 31 de agosto de 1996, entraron en colisión a través de dos homicidios.
No puedo decir que el texto resultante lograra cumplir con ese objetivo, pero sí puedo decir que lo intenté. Cuando he tenido que volver a este ensayo noto siempre la incomodidad que en ese entonces me producía la idea de permanecer en la franja entre los géneros; quizás por eso el texto, en vez de concentrarse en el pliegue y la ligadura, parece saltar de un universo al otro sin atreverse a pisar la línea, como una niña que juega rayuela con la seriedad del que lleva a cabo un rito cósmico.
Casi quince años después de la escritura de ese ensayo he llegado a la conclusión de que mis dificultades al escribirlo tenían más que ver con las ideas que yo tenía sobre lo que debía ser el ensayo y el periodismo, más que con una imposibilidad real que impidiera hibridarlos.
Por un lado sólo había estado en contacto con un periodismo común, tradicional por así decirlo: el de los manuales, el que enseñaban en la escuela, el que escribían mis maestros, el que yo consumía en publicaciones como La Jornada, Reforma y Proceso. El periodismo del qué, quién, dónde, cuándo y san se acabó, porque las causas de un hecho o un fenómeno social (el por qué), nos enseñaban, pertenecía al ámbito de la sociología, la psicología o la teología. No estábamos ahí para interpretar hechos sino para consignarlos, nos advertían los profesores. El periodista debía ser un ojo providencial, casi divino, que todo lo avizoraba pero que no intervenía, y sobre todo, no juzgaba. Los libros de Capote, de Kapuściński y de Mailer se mencionaban en los cursos de periodismo de investigación y de crónica, pero no se leían, ni mucho menos se animaba al alumno para que emulara esta escritura: eran consideradas obras maestras, apoteósicas, muertas, y uno no podía encontrar nada ni remotamente parecido en las páginas de los diarios locales.
Luego estaba el concepto pedestre que durante mucho tiempo tuve del ensayo: el de la estructura académica de introducción, desarrollo y conclusión; el del tono docto y las citas a granel; el ensayo de las afirmaciones categóricas y las certezas. Quizás por eso me resultaba tan difícil iniciar un ensayo; quizás por ello me sentía obligada a navajear el silencio de los primero párrafos con citas halladas a botepronto, palabras prestadas que salpicaban el texto más para dotar de autoridad mis argumentos que para introducir incertidumbres, cuestionamientos o pliegues. Tardé años en llegar a Adorno, a la idea de que el ensayo —igual que el periodismo— se encuentra siempre expuesto al error y a la interrupción, más cerca de la experiencia misma del aprendizaje —del proceso íntimo con que la mente teje, la urdimbre del pensamiento— que del academicismo monolítico, el del discurso cerrado del especialista. Que —lo mismo, de nuevo, que el periodismo— su oficio dependía más de ser capaz de captar las sutilezas del propio pensamiento que de demostrar certezas.
Qué parecidos me comenzaron a parecer los ensayistas y los periodistas tradicionales, con sus estructuras cerradas, su tono autoritario, su lenguaje muerto. Oh, en clase de teoría también veíamos a grandes ensayistas como Benjamin, pero pobre del que intentara pensar por sí mismo: se le devolvía el trabajo lleno de muescas rojas, ahí donde se consideraba indispensable una cita, que debía de provenir de bibliografía de diez años a la fecha. Lo mismo con las crónicas: ¿Dónde está el número de placa del auto que atropello al niño? (como si una cifra, por sí misma, tuviera la mágica capacidad de enganchar al lector con el sentido de una desgracia específica) ¿Dónde la declaración de la autoridad competente? (como si lo que un funcionario desinformado farfullara fuera más importante que el testimonio de la madre del niño muerto, o la del chofer que lo reventó contra la banqueta). No era de extrañar que todo lo que escribía bajo estas directivas me pareciera tan aburrido.
Pero he prometido hablar de los puntos de encuentro entre el ensayo y el periodismo, y sólo lo he hecho en negativo, al referirme a esa terquedad que comparten las modalidades “tradicionales” del ensayo y del periodismo por la representación del mundo a través de certezas. Y no es que tenga nada en contra de las certezas: es decir, quiero que el medicamento que tomo se comporte tal y como el paper científico dice que lo hará; y, al revisar un periódico, necesito que las notas y los reportajes tengan un referente lo más directo posible con la realidad. Pero el que las certezas sean necesarias no significa que el ensayo y el periodismo deban limitarse a dar cuenta de ellas.
Ensayo y periodismo se tocan en el momento en que una subjetividad intenta crear un pivote entre el mundo externo y el interno; entre las vivencias y los datos, las experiencias y las lecturas, el presente y el pasado, la realidad y las ilusiones personales y colectivas. Ensayo y periodismo se ligan gracias a la curiosidad genuina, para la cual la aventura que implica la búsqueda y la investigación es un fin por sí misma. Ensayo y periodismo se tocan cuando quien escribe siente la urgencia de crear un lenguaje más rico y más preciso que el de los términos, los conceptos, los datos y las declaraciones; y cuando existe la necesidad imperiosa de romper los apretados lazos de los corsés que son las formas fijas, las reglas de los géneros y las temáticas que, de tan comunes, ya ni siquiera son capaces de conmovernos.
A lo largo de estos años he encontrado muchos ejemplos de que es posible escribir desde la franja inestable que vibra entre el ensayo y el periodismo. Por razones de tiempo y espacio quisiera limitarme a dos casos, dos libros que leí hace poco y cuya experiencia aún se encuentra fresca en mi mente.
El primero es el libro más reciente de Leila Guerriero, Una historia sencilla, publicado este año por Anagrama, y el cual comencé a leer con escepticismo: conozco y respeto el trabajo de Guerriero como cronista pero cuando leí en la contraportada que el libro narraba las tragedias y triunfos de un grupo de bailarines folklóricos argentinos durante un festival de un baile regional, en un pueblo perdido de Argentina, dudé que el libro diera para mucho. A fin de cuentas, ¿qué significa el malambo para alguien que jamás ha visto ese baile, que tiene sólo una vaga idea de la geografía argentina, y más vaga aún de la cultura gaucha? Nada, o casi nada. Y sin embargo, Guerriero, con su lenguaje sobrio y certero, su dominio del reporteo y su manera parsimoniosa de introducir fechas, cifras y datos, logra hacer que el lector comprenda que lo que está en juego en este certamen de baile folklórico, no es un bonito trofeo sino la pervivencia de una cultura, de un modo de vida, el pathos de una tierra poblada de gente sufrida, altiva y austera, muchachos que se dejan el cabello largo, que jamás se han emborrachado, que se saben de memoria la épica del Martín Fierro, que creen en palabras como respeto, tradición, bandera, patria; y que en la soledad de la tarima, en la brutalidad de un baile que arranca uñas y despedaza los dedos, se enfrentan a sí mismos y a su destino.
Una historia sencilla es la crónica de un concurso de baile, pero también es más que eso. El trabajo de Guerriero siempre se ha caracterizado por hacer uso de una mirada penetrante, intrusiva y depredadora que, en esta obra, se desnuda. La narración alcanza una intensidad salvaje gracias a la sustancia misma de una autora capaz de contar una historia mientras comparte con el lector sus dudas sobre el concurso, su ignorancia sobre el tema, su admiración y simpatía por los participantes, y su fascinación por la extraña alquimia de un rito que transforma a los muchachitos en gauchos intimidantes.
Otro ejemplo de escritura al borde del que quería hablar, es el libro Pulphead de John Jeremiah Sullivan. Este libro fue publicado originalmente en el 2011 y su título quiere decir más o menos algo como “Adicto al amarillismo”. Existe una traducción al español que apareció el año pasado, me parece, con Random House Mondadori (y con el mismo título en ingles), pero yo leí la versión publicada por Farrar, Straus and Giroux, la cual justamente tiene como subtítulo “Ensayos”.
Estos “ensayos” de Sullivan combinan las virtudes del reportaje periodístico, la crónica y la autobiografía para llevar a cabo un tour demencial por los rincones oscuros no sólo del Sur y Oeste Medio de los Estados Unidos, sino de la cultura americana misma. Los temas sobre los que escribe son muy variados e incluyen la cobertura del festival de rock cristiano más grande de este país, en un pueblo rural de Nebraska; una crónica de la recuperación del hermano del propio Sullivan, electrocutado por un micrófono mientras ensayaba con su banda, y otra de su experiencia como inquilino-enfermero-objeto de deseo del intelectual sureño Andrew Nelson Lyte. También ensaya un par de biografías: las de Skip James, un oscuro cantante de blues de los años treinta, y la de Rafinesque, un naturalista del siglo XVIII, así como piezas que abordan el enigma de las pinturas rupestres del sur de Estados Unidos, la cultura del los reality shows, la juventud delincuencial de Axl Rose y un apunte sobre la obra artística de Michael Jackson, cuyo rostro desfigurado por las cirugías plásticas es considerada por este periodista como “la única y más grande pieza de escultura posmoderna de los Estados Unidos”.
Me siento tentada a hablar de cada una de estas piezas, y de muchas otras que olvidé en este apresurado recuento, pero el tiempo se agota. Diré solamente que la lectura de los textos de Sullivan me dejó con la impresión de que en verdad existen textos que puedan establecer una relación transversal y oblicua entre el ensayismo y el periodismo, piezas literarias que convierten la experiencia subjetiva de un autor en verdaderos campos de fuerza.
En comparación con estos dos ejemplos, me parece que yo aún no he logrado explotar cabalmente la ligadura entre estos dos géneros, que aún sigo jugando a la rayuela, incómoda y supersticiosamente temerosa de pisar la línea. Pero lo intento. Y esta breve divagación es un ejemplo de ello.