En Nombre de Dios
Tengo la sensación de que podría cambiar de residencia intempestivamente otra vez: moverme con todo y mis chivas a un nuevo lugar… quizá un pueblo donde las mujeres sepan hacer picadillo con chile rojo y cocinen nopales tiernos con utensilios de peltre, donde los hombres cosechen ajo, orégano y chile ancho para que sus mujeres tengan, claro, lo indispensable, donde haya un río navegable ¡aun crecido!, donde haya un solo cronista, de 80 años de edad, llamado Heriberto Hernández, y de vez en cuando me invite a su casa a tomar Nescafé para hablar de sus libros (poesía, novela, crónica…); donde haya un viejo que haga sillas de palma por encargo, donde se produzca mezcal artesanalmente y lo pueda tomar recién destilado, en ayunas, como Dios manda, y antes de dormir, para aclarar los sueños; un lugar donde sea común y corriente comer fuera de casa a cambio de cuatro monedas de cinco pesos; un pueblo que aparezca en el mapa como una de las villas más prósperas de la Nueva Vizcaya y que ahora, 500 años después, intente resucitar ese glorioso pasado sin descontar a los frailes. Un municipio que tenga en la autopista a San Francisco de Asís en una estatua de cantera, y donde el santoral incluya “Los dulces nombres de Jesús” ¡Caray! ¿Cuántos nombres hay ocultos en esas cinco letras? Me lo preguntaría año con año al ver pasar, frente a mi casa, la procesión conmemorativa cada 14 de enero: danza de matachines en honor al Hijo de Dios en esta fecha que no se parece a otra y que tampoco aparece marcada en el calendario, ni en el eclesiástico, que se sepa.
Entonces, esperaría todo un año para cuando se acercara la peregrinación santificada con arpa y violines, salir a la calle, y ante el asombro de semejante aparición preguntarme: ¿Los dulces nombres de Jesús? Trataría de averiguarlos con mis vecinos; los abordaría después de mirarlos de reojo encomendándose al Redentor; a ellos, despojados de la tejana o la cachucha con los ojos entreabiertos musitando alabanzas, y a ellas en plena santiguada tratando de ver el rostro de “su” Jesús pasajero/peregrino cargado en hombros, siempre y cuando para entonces ya sepa cómo las mujeres de esta Villa eximen cualquier pecadillo, por inconfesable que sea. ¿Existe un pueblo así? ¡Existe! Se le conoce por devoto, pacífico y seguro, y también porque en él abundan los frutos que en otras latitudes se consideran exóticos: piñones, duraznos, nueces, membrillos, higos, moras, granadas… La tierra aquí es noble a pesar de las constantes sequías; sus cerros son copyright de la National Geographic. Sin embargo, los ojos de agua y las acequias se conservan todavía vírgenes para fotógrafos y aventureros… Aquí, una vaca suiza se ordeña diario y con un marrano de traspatio se engorda un baile de quince años y se practica la cacería por motivos de sobrevivencia. Aquí se escucha el graznido del cielo demasiado cerca y demasiado claro, aunque a veces también ruge su portentosa belleza. Aquí se cuecen habas, se desgranan mazorcas, se despioja a los niños, se desayuna huevos tibios, se encara a los hipócritas y se ofrecen sacrificios los viernes, ante todo durante Cuaresma, Adviento y Pascua.
En este lado del mundo no existe un Mercado Municipal, ¡ni existirá! El edificio, sin embargo, persiste semivacío y decadente, aunque por las mañanas funciona como expendio de gorditas, plato típico de esta región atípica. Las gorditas están hechas con maíz de nixtamal a semejanza de las tortillas, pero con un valor agregado dentro: variedad de guisos combinación de carne de puerco, de preferencia chicharrón; res, ante todo deshebrada, con chile poblano, en rajas; chile ancho, cocido y molido y papas en trocitos minúsculos. Desde luego hay gorditas que prescinden de la carne: puramente de huevo perdido; queso en su variante más ranchera: requesón; ejotes, nopalitos, etcétera… Su medida no excede los 10 centímetros de diámetro, a lo sumo, y se comen cómodamente con la mano porque no desprenden ni gota de grasa. Por tradición, las cocineras exhiben sus guisos al gusto del cliente, sin riesgo del “gato por liebre”. Son sabores picantes con el toque de la cocina antigua de Tierra Adentro: metate, lumbre y comal. Aleja, de pelo cano, despacha gorditas en su casa desde hace más de 50 años. Más antigua que esta sazón es la tradición de mirarse a los ojos para un quiúbole franco o ya de perdis un adiós, costumbre que también tienen los niños. Aceras anchas, calles limpias con poco tráfico, ruido de campanas y de trocas con placas del Otro Lado… Altoparlantes motorizados con anuncios de acuerdo a la temporada: elotes o bailes con conjunto que acaban de madrugada… Así fluye la vida, con un aeropuerto internacional a escasos 30 minutos que comunica diario y directamente con Ciudad de México, Chicago y más allá ¿Y qué pasa con la cultura en esa cómoda categoría que previene, cura y evita el aburrimiento? ¡Es cuestión de sumarse a la talacha! El principal museo está en manos de los “Guardianes de la Historia”. Atesora fósiles, hachas y vasijas prehispánicas, fragmentos de un reloj de sol y utensilios de la labranza procedentes de la época colonial, un fonógrafo del Porfiriato, rifles de la Revolución, una caja registradora de finales del siglo XIX, bidones y artefactos centenarios que hacen alusión a la antigua tradición mezcalera del pueblo: un sinfín de piezas valiosas, incluidos los retratos de las reinas de belleza desde tiempos inmemoriales, un acervo donado por la sociedad civil, colección bajo el resguardo de la asociación sin fines de lucro que preside Rubén Saucedo, profesor de profesión y antropólogo/historiador/arqueólogo de vocación, apasionado de una mina que le hace brillar los ojos: el turismo cultural, quien así como te da la mano para acceder al ático del museo presumiendo que lo construyó él mismo, en un dos por tres te transporta a Las Trojes, el almacén de granos recién rescatado de las ruinas para exacerbar el patrimonio arquitectónico colonial, una construcción de adobe a solo tres kilómetros del Centro.
No exagero si digo que estaría encantada de colaborar con los Guardianes de la Historia, pues no me veo, simplemente, tomando el sol en la Plaza principal, donde los domingos se arma tremenda romería, según cuenta el ex presidente municipal Fernando Tovar, veterinario de la UNAM que por ratos deja el rastro para atender a los viajeros con quienes, ¡válgame Dios, se topa por casualidad! Mi intención tampoco sería enarbolar la salvaguarda de la historia comunitaria, no, pero sí apoyaría la causa: ver florecer esta cabecera, donde habitan unas 6 mil almas, si bien la población de este municipio idílico asciende a 20 mil habitantes, quienes sería justo conocieran las leyes de la museología del siglo XXI y los parámetros museográficos actuales. La vanguardia aquí está en la mirada y el ímpetu de su gente, los que aún no migran a Estados Unidos, o los que fueron y volvieron con un billete, o aquellos que todavía no se van pero están a un paso de partir, o quienes tienen media familia allá… Sería un pecado subestimar el contacto con la cultura de Estados Unidos, ¡ni a quién se le ocurra! Abundan las mujeres solas, de las que viven a expensas de los dólares que llegan por Money Graham o Western Union; el toque fino de su paciencia invade al pueblo de quietud. Frente a la aridez, maternal fecundidad, han de pensar. Aquí se pierde la vista en lontananza, entre mezquites, sauces, sabinos y álamos. Hace poco, con cientos de jinetes, recorrí a caballo este pueblo que parece mágico, y lo es; viajé en ancas unas cinco horas, trotando airosa en la mítica cabalgata de Berros, y aunque en estas circunstancias el pueblo parece inabarcable por sus valles, colinas y llanos, realmente tiene principio y fin concretos, como las llamadas a misa.
Es nombre de Dios, Durango, donde nació la casta mujer que fue mi madre; ella huyó dignamente matrimoniada: ¡sobran los testigos! Entonces, que yo eche raíces aquí no es cosa de “enchílame otra”. Ya me imagino cómo se expresaría Rosita, una pariente lejana, cuando le preguntaran por mí: -¿Qué a Eugenia le gusta el mezcal? ¡Anda, cállate la boca!