Emarvi, el muchacho de los ojos tristes Cualquier cadáver, de Geney Beltrán Félix
Cuando comencé a leer Cualquier Cadáver, de Geney Beltrán Félix, vino a mi mente la reseña que escribió el ahora fallecido David Foster Wallace sobre Hacia el final del tiempo, de John Updike. En ella califica a Philip Roth, Norman Mailer y al mismo Updike como los narcisistas de la literatura norteamericana, cuyos universos literarios son cada vez menos accesibles a los nuevos lectores porque retratan un estilo de vida que fastidió a esa generación a la que ahora pueden decirle poco. La misma que sufrió por el divorcio de sus padres y por la ausencia de una familia donde crecer en paz, y que fue jodida por la infidelidad, el libertinaje sexual, la misoginia y la autoconmiseración imperante en las novelas de aquel grupo septuagenario (del que ahora sólo sobrevive Roth). Páginas que ya no tienen relación con el mundo lector, sobre todo cuando el mundo lector que DFW conoce, dice, lo conforman en su mayoría mujeres por debajo de la treintena de edad que evitan a estos amos y señores del solipsismo de la posguerra.
Todo esto porque, hablando del personaje central de Hacia el final del tiempo, DFW menciona: «La infelicidad de Ben Turnbull [el susodicho] es evidente desde la primera página de la novela, pero ni una vez se le ocurre,
sin embargo, que la razón por la cual es tan infeliz es que es un gilipollas [un idiota, pues]». Si bien la tradición literaria de DFW no es equiparable a la mexicana, al menos en esa línea el personaje central de Cualquier cadáver se topa de frente con su hermanastro gringo. Emarvi quiere ser escritor y trabaja en una publicación universitaria corrigiendo textos académicos. Su vida transcurre entre borracheras, penurias económicas, mujeres y esa enfermedad crónica, harto inexplicable, que muchos escritores padecen y cuyo síntoma radica en el contradictorio hecho de menospreciar la vida pero amar la literatura. A Emarvi le pasan cosas feas: secuestran a su hijo (a quien nunca deseó), su hermana (a quien frecuentó poco) muere de cáncer, y la confusión que le produce su infancia sin un padre (porque se suicidó cuando Emarvi era chico) lo ha sumido en una depresión de la que sale mediante el cariño de algunas mujeres (a quienes violentará sin remilgos a la primera oportunidad). Tal vez estos hechos serían más que suficientes para sentirnos al lado de Emarvi, e interesarnos en ver cómo salva el atolladero emocional e incursiona en el mundo, en la maravilla cotidiana que, si se mira con detenimiento, está ahí, a la vuelta de la esquina. Bueno, uno puede desear lo que sea. En su lugar ocurre que a lo largo de más de doscientas páginas presenciamos un extenso y continuo gimoteo sobre lo tristona que es su vida, que se manifiesta a través de un lenguaje duro, en el sentido de que nada se enuncia si no es en su forma más complicada. Lo cual, al paso de las hojas, se convierte en el mayor atributo del libro: consigue a través de su voz artificiosa, una antipatía formidable entre quien lee y quien narra, quizá buscando que los horrores del mundo de Emarvi se trasladen a nuestra piel, órganos y sentidos, a base de una sonoridad y sintaxis intachables pero que no dejan de ser antipáticas.
Cualquier cadáver nos habla de políticos mexicanos que sucumben a escándalos mediáticos, de la vida del oficinista defeño, de los usos y costumbres norteños. Y, sobre todo, de la paternidad. Emarvi es huérfano de padre, lo cual orienta su destino hacia una región devastada del yo, en la que la rabia es el único garfio utilizable contra la piel nauseabunda del día a día; contra un mundo de ilusiones quebradas a causa de haber sido padre, por lo que se maldice; contra un mundo en el que no existe nada bello ni satisfactorio, sin que se sepa nunca por qué. «No es mi empeño seducir a nadie con mentiritas, con sonrisitas. No vine a eso. Debo obligar a quien me lea a tomarse el vaso amargo. Si no, que se largue». Y sí, nos largamos. Cualquier cadáver es una novela ampulosa que suelta en cada párrafo ideas gordas, con las que uno corre el riesgo de ahogarse no por su sensatez, sino porque a cada renglón uno se pregunta si no era posible hacer más accesible el mensaje en lugar de hincharlo hasta hacerlo reventar sobre el papel y encontrarnos al final flotando en una injustificada amargura. Así presenciamos el ascenso de uno de los personajes mejor logrados de los que yo haya tenido conocimiento: Emarvi, el muchacho apocado y cretino que nos convence de que su infelicidad es más que merecida.