El placer de la fantasía. Dorada, de David Miklos.
El sustrato primigenio del erotismo es la fantasía. Esta aseveración aparentemente obvia resulta poco frecuente en las novelas eróticas contemporáneas que inundan las mesas de novedades. En la actualidad, el género se caracteriza por historias predecibles, efectistas y somníferas. Ante este panorama que privilegia la viabilidad comercial antes que la factura estética, la aparición de Dorada, de David Miklos, supone un oasis en medio del desierto.
La historia comienza con el viaje del narrador al enigmático y brumoso país de La Dorada, lugar donde las mujeres parecen compartir algunas actitudes y características físicas. A la manera de las mujeres en el cine de Kubrick, el narrador las caracteriza mediante el enigma y la acentuación de un solo rasgo físico que sobresale de los otros —en el caso de Kubrick, los ojos; en el de Miklos, el cabello rubio sujeto por una coleta—. Las descripciones no están exentas de extrañeza; el lector intuye que algo ominoso sucede desde las primeras líneas. Cuando el protagonista desciende del avión es acometido por un deseo inexplicable, como si aterrizar en aquel lugar incidiera en su comportamiento y en su sexo. La técnica resulta efectiva: el éxtasis se narra diluyendo la línea entre realidad y pensamiento. Este recurso se repetirá y alcanzará, progresivamente, niveles insospechados para el lector, aumentando la tensión en cada página: «Una voz que no sé si es la de la agente de migración, femenina, abisal, explota en mi oído: No pierda el suelo, nunca pierda el suelo en La Dorada». Esta advertencia marca simbólicamente la locura paulatina, la pérdida de la realidad y el misterio en los que se verá envuelto el personaje principal.
Cabe destacar la estructura de la novela, conformada por dos partes. La primera, «Adentro», rinde cuentas del progresivo desmantelamiento de la realidad lógica, del orden aparente. En gradación descendente, casi en una espiral sin control, el narrador pierde la noción de realidad conforme vive episodios de sexo descarnado, delirante, influido por esa energía que emana de la tierra de La Dorada. Su única guía es el placer. En la segunda parte, «Afuera», las verdades puntuales de la historia se van desgranando hasta revelarnos el misterio central de la novela. Mientras «Adentro» constituye un laberinto erótico cuyas fronteras entre el sueño y la realidad están permanentemente diluidas, «Afuera» otorga al lector los asideros necesarios para que la historia permanezca firme y verosímil. Resulta interesante que la segunda parte de Dorada es la que establece las reglas
de ese cosmos tan caótico, como las mismas pulsiones sexuales.
El espacio constituye un personaje dentro de la novela. Como si se tratara de una especie de monstruo viviente, el país de La Dorada adquiere densidad simbólica a través de la trama. Poco a poco devora la voluntad del personaje, lo doblega y provoca que actúe según sus impulsos sexuales. De la misma forma, el lector se adentra en la pérdida paulatina de la razón hasta que La Dorada se convierte en el símbolo ominoso, casi místico, del gran útero primigenio del que, aparentemente, todos somos hijos. Para redondear este simbolismo, el autor relaciona las cavidades sexuales del cuerpo femenino con puertas de entrada que conducen al misterio eterno de la femineidad y el origen de la vida.
Con énfasis en el ritmo y la construcción de las frases —cortas, sentenciosas y contundentes— la narración fluye con agilidad. Esta elección de párrafos con sólo una o dos oraciones, evitando las estructuras complejas, ya ha sido utilizada por Miklos en obras previas como La vida triestina (Magenta 2010), El abrazo de Cthulhu (Textofilia 2013) y Brama (Tusquets, 2013). La novela jamás se pierde en lo accesorio, por el contrario, el pulso de la trama se mantiene firme y constante. Cuando se narran escenas eróticas, este fraseo ligero las vuelve precisas, sin adornos ni comparaciones retóricas, evitando los lugares comunes. Las escenas sexuales están marcadas por el devenir de las acciones, casi cinematográficas, y no buscan la complacencia. Cercano al erotismo enigmático, inquietante y pesadillesco de David Lynch, los encuentros sexuales en Dorada no omiten la brutalidad ni lo salvaje.
A pesar de que los personajes femeninos son configurados de manera plana, casi bidimensional, Dorada mantiene en equilibrio su sesgo fantástico y logra que éste se convierta en el alimento del erotismo. El motor de la historia, antes que el culto a la erección, al hedonismo efectista o al morbo, es el misterio de la vida y su origen. También el cuestionamiento de lo real y lo imaginario, la intensa presencia de lo onírico, la veracidad de nuestras fantasías y lo ominoso. David Miklos parece recordarnos que la narrativa erótica puede valerse de múltiples recursos para refrescar el género, mantenerlo palpitante y actual.