Elogio de los excéntricos
Detesto la vulgaridad del realismo en la literatura. Al que es capaz de llamar pala a una pala, deberían obligarlo a usar una. Es lo único para lo que sirve.
Oscar Wilde
Desde hace más de un siglo, en México ha existido una tendencia entre los protagonistas de las letras a preferir las obras catalogadas como realistas, es decir, aquellas en donde las mecánicas sociales e interpersonales de los personajes no violan ninguna ley de la lógica, sobre las fantásticas, entendiéndose estas últimas como aquellas que se permiten imaginar seres, situaciones y mundos más allá del simple devenir histórico o de la crónica del momento. Para ciertos grupos, en especial aquellos que combinan la literatura con el poder, la fantasía es una proscrita dentro de las letras, una prima incómoda a la que hay que relegar a los recintos más ocultos de la casa. Es la pariente loca a la que se le permite correr en los jardines, pero que se le encierra en el sótano durante las grandes celebraciones.
Aventurando una hipótesis, es muy probable que esta actitud de rechazo a la también llamada Literatura de la imaginación tenga su origen en la notable influencia que ejercieron las ideas francesas sobre la creación artística nacional a finales del siglo XIX y principios del XX. En específico, para la narrativa, fueron determinantes los postulados de la corriente conocida como Naturalismo, y promovida por el autor galo Émile Zolá (1840-1902). Dicho escritor afirmaba que la literatura debía tener como función el señalar los peores vicios y errores de la realidad social (la prostitución, la miseria, la explotación), y hacerlo con minuciosidad, registrando hasta el detalle más trivial, para que el lector, expuesto ante tales horrores, se movilizara para eliminarlos. Zolá, quien fue influenciado tanto por el positivismo de Auguste Comté (1798-1857), como por el cientificismo social de Hippolyte Taine (1828-1893), consideró que la novela también debía tener un propósito, y que, para ello, debía huir de los terrenos de la imaginación y la especulación. Como él mismo lo explica:
[…] El novelista experimentador es, pues, el que acepta los hechos probados, quien enseña, en el hombre y en la sociedad, el mecanismo de los fenómenos cuya única dueña es la ciencia y que sólo hace intervenir su sentimiento personal en los fenómenos cuyo determinismo no está todavía fijado, intentando controlar todo lo posible este sentimiento personal, esta idea a priori, por medio de la observación y la experiencia[1]
Este alejamiento voluntario de la imaginación tenía un motivo: generar una literatura didáctica, explicativa, pero sobre todo, “útil”:
[los novelistas experimentadores] Enseñamos el mecanismo de lo útil y lo de lo nocivo, desligamos el determinismo de los fenómenos humanos y sociales a fin de que un día se pueda dominar y dirigir estos fenómenos[2].
Esto le daba a la novela un peso, más que moral, moralizante. El escritor naturalista (o experimentador, como también los llamaba Zolá) se asumía como un instrumento para el mejoramiento social. En palabras del estudioso Justo Fernández López, de la Universität Innsbruck:
[…] El novelista no se debe limitar a observar (realismo), sino que tiene que mostrar los “mecanismos” de funcionamiento del corazón y de la inteligencia. Para ello debe hacer acopio de datos (“documentos humanos”), con rigor propio de la ciencia y con criterio “experimental”, para hacer ver que los hechos psíquicos están tan sujetos a leyes como los fenómenos físicos. La novela adquiere así valor social y científico. El naturalismo quiere mostrar la influencia del ambiente y de la herencia, así como de la fisiología, sobre la “bestia humana[3]”.
El naturalismo y sus ideas permearon en los grupos culturales mexicanos durante el periodo histórico conocido como Porfiriato (1876-1910), en el que las ideas positivistas de Comte era aplicadas a rajatabla en cada una de las decisiones de gobierno. De esa manera, algunos escritores notables de finales del siglo XIX —en papel destacado, mencionamos a Federico Gamboa, Rafael Delgado y en menor medida, a Manuel Payno—, se convirtieron en fieles militantes de esta corriente literaria.
Esta actitud utilitaria en las letras halló complemento perfecto con otra que ya desde los tiempos del presidente Benito Juárez García (1806-1873) estaba vigente: el uso de la literatura como legitimadora del poder a través de la transmisión de valores cívicos. Hasta 1850, México seguía siendo, en muchos aspectos, una nación informe, que ideológicamente fluctuaba entre el hispanismo de los conservadores y el americanismo de los liberales. Serían los integrantes del grupo político de Juárez, quienes se dieron cuenta del poder que tenía la literatura como instrumento de consolidación de su ideal de país. Ellos serían los que formarían los mitos en los que se apoyaría su naciente proyecto de nación para confrontarlos con los mitos de los que se valían los conservadores. Para ello, echarían mano, bien de la hiperbolización de personajes históricos reales (en la que les atribuían cualidades inexistentes y retocaban pasajes de sus vidas), bien de la invención pura. De esa época, por ejemplo, surgen las figuras de Cuauhtémoc —el último Tlatoani Tenochca, martirizado por los españoles y estoico en su martirio—, los Padres de la Patria —con Hidalgo, Morelos, Guerrero y otros exhibidos como imágenes sin mácula, llenos de valentía y altruismo—, y los Niños Héroes —ejemplo para la juventud de amor y sacrificio por México—.
Figura imprescindible para comprender este proceso es la de Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), escritor, periodista y militante liberal. Altamirano fue uno de los primeros en considerar que el escritor debía de ganarse la vida con su pura creación, sin depender ni de mecenazgos, ni de fortunas familiares. Para ello, promovió la creación de revistas literarias —que, para financiarse, funcionaban a través de suscripciones—, y en la formación de círculos y talleres literarios que ampliaran el número de lectores potenciales, ya que en su época, como en la nuestra, la lectura era afición de un pequeñísimo grupo.
Sin embargo, así como Altamirano intentó dignificar la labor del escritor —cuando se lo permitían las pugnas políticas, las guerras, las invasiones y otros distractores—, también consideraba que la literatura debía tener un fin moralizante. Para él, el escritor tenía el deber de exaltar los valores patrios entre sus lectores, tal como lo muestra en este exhorto que hace a los poetas jóvenes de su tiempo:
[…] Cuando un pueblo anonadado por la muerte de la servidumbre, duerme en el sepulcro, como lázaro, sólo la voz de la poesía patriótica es capaz de romper sus ligaduras y volverle a la vida; no hay que olvidarlo ¡oh, vosotros! Jóvenes que pudiendo arrojar una chispa que incendie el alma del pueblo, preferís apagarla contra el helado e ingrato corazón de una mujer indiferente que os olvidará bien pronto por el primer asno que se le presente aparejado con albarda de oro[4]
Altamirano puso el ejemplo a estos jóvenes no desde la poesía, sino desde la novela. Su obra narrativa está cargada de alegorías a la patria y de exaltaciones al corpus de valores republicanos. Especialmente en dos de sus obras, Clemencia y El Zarco, confronta a través de sus personajes a la sociedad criolla, conservadora, católica y realista contra el naciente sector mestizo y republicano, que para él sumaba as virtudes cívicas del liberalismo. Resulta remarcable que él, siendo indígena de raza pura al igual que Juárez, haya puesto sus esperanzas de progreso en los nacidos del mestizaje entre indios y españoles, ese grupo que, décadas después, José Vasconcelos bautizaría como “La raza cósmica”.
Durante una buena parte del siglo XX, la literatura “oficial” (es decir, la aceptada por consenso por los grupos literarios de influencia), ha fluctuado entre estas dos posturas: la de la utilidad documental, y la que sirve como vehículo a los mitos y conceptos del pacto social. En ambos casos, lo que se buscaba en realidad era que ayudara a legitimar el régimen del momento. Ante este fin tan pragmático, la literatura fantástica tenía poco margen de supervivencia a pesar de que algunos de los autores más importantes de la literatura nacional abrevaron en ella: ahí está, por ejemplo, Elena Garro con sus Recuerdos del Porvenir, pero también, con sus notables relatos, entre los que destaca Perfecto Luna; pasea por ahí Francisco Tario y sus relatos llenos de torceduras de la realidad y seres extravagantes; ahí está también Amparo Dávila con sus mundos sembrados de muerte y locura; y que decir de Carlos Fuentes con sus magníficos acercamientos al género en obras como Aura o la colección de cuentos Los días enmascarados. También se puede contar a José Emilio Pacheco con La Sangre de la Medusa y, por supuesto, no pueden faltar en esta lista los jaliscienses Juan José Arreola, de exuberante obra, y Juan Rulfo. No hay más que subrayar que la novela de este último, Pedro Páramo, obra cumbre de las letras nacionales es, propiamente, una ghost story ubicada en el medio rural.
Sin embargo, por mucho tiempo, los escritores dedicados exclusivamente a lo fantástico fueron considerados raros por la Nomenklatura literaria, y sus obras del género, simples divertimentos, ejercicios con los que hacían pluma para dedicarse a la literatura de a deveras, a la que -hasta hace muy poco-, ganaba premios y lograba ser publicada.
Estos escritores eran, en palabras del narrador Rodolfo JM, los Excéntricos:
Por alguna razón, en México la literatura fantástica ha sido históricamente cosa de excéntricos. Si bien, tal adjetivo designa algo que se sale de órbita, algo que rompe la norma, también, y por definición, indica desconfianza. Es lógico, en un país donde lo normal suele ser una literatura institucionalizada, aquellos que van a contracorriente son ignorados; y si resulta imposible ignorarlos, se les etiqueta de raros “he aquí un escritor excéntrico[5]
Ellos son, como lo indica la raíz de su nombre, los que están fuera del centro, aquellos que por decisión propia transitan en la periferia, expandiendo sus maneras de expresión, trabajando en sus temáticas sin freno ni yunta. Trabajan directamente con la maravilla. Su trabajo no puede utilizarse como instrumento de análisis social, ni como vehículo de legitimación de ningún régimen o ideología simplemente porque obedece a leyes propias. Los excéntricos son absolutamente militantes, pues su partido es la imaginación. Son capaces de percibir la realidad mejor que muchos de los autodenominados “realistas”; sin embargo, no se conforman con ella, sino que se ven impelidos a torcerla, modificarla, encontrarle alternativas, ¿Y por qué no? Mejorarla.
Quizá quien mejor definió este proceso fue Alejo Carpentier, quien en su ensayo De lo Real Maravilloso afirma:
Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado limite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco[6].
Así, con esa fe de la que habla Carpentier, las casas de citas se convierten en bestiarios fantásticos; el inmigrante deja de ir a los Estados Unidos y busca la riqueza en las minas de Marte y los ex soldados chicanos dejan de perseguir terroristas de Al Qaeda para hacerse expertos en capturar demonios lovecraftianos.
Para concluir, habrá que preguntarse acerca de la razón del reciente auge de este tipo de obras en las letras mexicanas. Se puede aventurar, que, en primer lugar, a pesar de que existen grupos de presión dentro de la literatura, muchas veces vinculados al poder político, económico o editorial, estos ya no cuentan con la fuerza que poseían antaño. Lejos quedaron los días del caudillo omnipresente y omnipotente que podía ejercer su poder de veto sobre alguna obra, tendencia, o autor. Figuras como Fernando Benítez u Octavio Paz han desaparecido, quedando en su lugar personajes cuya influencia no va más allá de algunas revistas o editoriales. El gran inquisidor, ese espantajo, a pesar de sus aspavientos, está relegado al museo de las antiguallas.
La siguiente causa se puede atribuir a que el panorama editorial en México se ha diversificado: ya pasaron las épocas en el que existían pocas alternativas de publicación. Actualmente se cuenta con una extensa variedad de editoriales independientes a los que los autores de literatura fantástica pueden acceder sin mucho problema si cuentan con la calidad literaria suficiente. Estas editoriales, además, muchas veces son más dinámicas que los grandes consorcios, siendo frecuentemente una opción más benéfica para el escritor novel que los paquidermos trasnacionales. Además, existe la opción de la publicación virtual, una alternativa económica y con proyección mundial. Por otro lado, los grandes consorcios editoriales se han dado cuenta de la rentabilidad de los mal llamados subgéneros -entre ellos, por supuesto, el de la literatura fantástica-, y han comenzado a incorporarlos a sus catálogos. Autores como Bernardo Fernández BEF y Francisco Haghenbeck son ejemplo puntual de escritores que han abrevado en el género “excéntrico”, y que son publicados por editoriales a nivel mundial.
Por último, aunque no menos importante, es muy probable que el auge de lo fantástico tenga que ver con el cambio en el perfil del lector promedio. Sumergido en el mundo digital, en los grandes medios de comunicación, surfeador experto en las aguas del Internet, el lector actual busca autores que le renueven la capacidad de asombro, que puedan competir con la gran oferta de entretenimiento al que tiene acceso: para alguien que ha visto en el manga robots gigantes y tortugas monstruosas; que ha presenciado la destrucción de Nueva York por lo menos una decena de ocasiones, que todos los días en el Internet tiene acceso a las noticias más extravagantes, un libro debe de presentarle un mundo renovado y rebosante de fantasía.
Por fortuna, y a pesar de las resistencias, el género de la “Literatura de la imaginación” o “Literatura fantástica”, goza hoy de cabal salud. Para constatar lo anterior, baste ver en los estantes de las librerías la nutrida obra de Alberto Chimal, BEF y Francisco Haghenbeck , pero también de otros fascinantes autores como Edgar Omar Avilés (Morelia, 1980), Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972), Rodolfo JM (Ciudad de México, 1974), Cecilia Eudave (Guadalajara, 1968), José Luis Zárate (Puebla, 1966), Gerardo H. Porcayo (Cuernavaca, 1966), Verónica Murguía (Ciudad de México, 1960), Yuri Herrera (Actopan, 1970) y Jaime Alfonso Sandoval (San Luis Potosí, 1972) entre muchos otros. También, quien algún tenga duda, puede leer las antologías que han aparecido en los últimos años, y entre las que destacan las de Editorial Almadía (Tierras insólitas, antologada por Luis Jorge Boone; Ciudad Fantasma, antologada por Vicente Quirarte y Bernardo Esquinca), y las de Editorial SM (El Abismo, antologada por Rodolfo JM; Así se acaba el mundo, antologada por Edilberto Aldán y Los Viajeros, antologada por BEF e inscrita en el terreno de la Ciencia Ficción).
Y así pues, enhorabuena por el arribo de Los Excéntricos.
Que prosperen y se multipliquen.
[1] ZOLÁ, Émile, El naturalismo, Ensayos, manifiestos y artículos polémicos sobre la estética naturalista, Barcelona,1989, Ediciones de Bolsillo. p. 93
[2] Zolá. Op. Cit. p.70
[4] Ignacio Manuel Altamirano, citado en el prólogo del libro El Ocaso del Porfiriato, Antología histórica de la poesía en México (1901-1910). México, 2011, FCE y Fundación para las Letras Mexicanas. p. 26
[5] JM, Rodolfo. La venganza de los excéntricos. Revista Postdata, Mayo de 2010. p. 6