Tierra Adentro
Ilustración realizada por Hilda Ferrer
Ilustración realizada por Hilda Ferrer

¿Cómo fue el primer gesto de Orgullo en México? ¿Quién osó, por primera vez, alzar la cabeza y anunciar con descaro su diferencia? ¿Cuál fue el origen de eso que hoy llamamos Orgullo LGBTIQ+, y que quizás mañana llamaremos de otra manera? La pregunta podría parecer ociosa, porque las genealogías del movimiento LGBTIQ+ en México y el mundo ya están bien establecidas. Pero algunas investigaciones han tratado, con justicia, de arrebatarle a los disturbios de Stonewall su título de cuna del Orgullo.

En los Estados Unidos, Susan Stryker ha planteado una interpretación que sitúa a “Stonewall en medio”; es decir, sólo como una coyuntura decisiva en una serie de acontecimientos. La costa oeste —California en particular— fue también protagonista de breves motines contra la brutalidad policiaca que precedieron a los de 1969 en Nueva York. Pablo Ben y Santiago Joaquín Insausti han estudiado el caso del Frente de Liberación Homosexual de Argentina, cuya organización no sólo antecedió los disturbios de Stonewall, sino que abrevó del peronismo y las tradiciones de la izquierda argentina, e incluso de documentos de los Black Panthers.

En México, sabemos de lo crucial que fue el año de 1978, en el que un pequeño grupo del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria se unió a la marcha en la que la izquierda mexicana conmemoraba los diez años del inicio del Movimiento Estudiantil, reclamando una amnistía para la disidencia de izquierda y la liberación de los presos políticos. Sabemos, también, que ese 2 de octubre se unieron otros dos grupos a la marcha que conmemoraba los diez años de la matanza de Tlatelolco: el Grupo Lambda de Liberación Homosexual y el Grupo Autónomo de Lesbianas OIKABTEH —acrónimo maya que se traduce como “Movimiento de mujeres guerreras que abren camino y esparcen flores”. Al año siguiente, en junio de 1979, la ciudad de México vería su primera Marcha del Orgullo.

¿Pero de dónde surgió el impulso para estas movilizaciones? ¿Hay acaso un origen más profundo, anterior, que explique la salida a las calles, la necesidad de nombrar, de enunciar de una vez por todas nuestros placeres, nuestras identidades, nuestras prácticas y nuestros afectos? Una respuesta sencilla se remontaría a las organizaciones que, sin manifestarse en las calles, hicieron el trabajo previo. Habría que hablar del grupo SexPol y de los ejercicios terapia reichiana con que buscaban fortalecer el amor propio. Tendríamos que referirnos a aquellas militantes que señalaron la necesidad de reivindicar el lesbianismo al interior del feminismo urbano en los años 70. Nos remitiríamos a aquel desplegado de 1975, en el que un grupo de artistas e intelectuales se manifestaron “contra de la práctica del ciudadano como botín policiaco”, pues las redadas asolaban los incipientes espacios nocturnos LGBTIQ+. Se podría mencionar al Frente de Liberación Homosexual Mexicano, que desde 1971 reunió en la casa de la actriz y dramaturga Nancy Cárdenas a jóvenes que hablaban sobre sus experiencias compartidas. Y habría también que reconocer la importancia de la politización de la juventud universitaria con el Movimiento Estudiantil de 1968, como en su momento lo hizo Luis González de Alba, activista gay y miembro del Comité Nacional de Huelga.

EL Orgullo es, sin embargo, algo más primario que estos esfuerzos colectivos y hacer su historia invita a reflexionar sobre nuestros vocabularios. ¿No se trata, después de todo, de un sentimiento, de una emoción, de una percepción? El orgullo, así en minúscula, es algo que se puede apreciar con apenas un gesto, algo que se lleva adentro y que, por tanto, elude el registro y escapa de nuestros archivos históricos, aunque a veces se asome aquí y allá. En su historia sobre la vida gay de Nueva York, George Chauncey dejó claro que, contrario al mito, los movimientos LGBTIQ+ no significaron una salida del clóset colectiva, antes de la cual nuestras comunidades se encontraran asiladas, invisibles al resto o sufriendo de la internalización de los discursos que las retrataban como personas enfermas o depravadas. Al contrario, existían subcultura potente. Esto quiere decir que hubo orgullo antes del Orgullo LGBTIQ+.

Las movilizaciones que surgieron a finales de los años sesenta dejaron patente la necesidad de luchar contra la patologización y criminalización de personas LGBTIQ+. El Orgullo ha sido un emblema efectivo en esa lucha, que ha probado resistir la vertiginosa transformación de nuestros vocabularios. Pero esto no significa que no podamos hallar orgullo en otros momentos de la historia. Acaso hay orgullo en las fotografías de Amelio Robles, el coronel zapatista trans que participó en la Revolución Mexicana, cuya vida documentó Gabriela Cano. Acaso hay orgullo en la presencia desafiante de Salvador Novo en el mundo de la cultura mexicana, cuya obra puso, como planteó Carlos Monsiváis, a “lo marginal en el centro”. Acaso hay orgullo en la extravagancia y el afeminamiento con que posaban los sujetos que aparecen en el Archivo Casasola, fotografiados en la Penitenciaría del D.F. Catalogadas con la etiqueta “homosexual”, estas fotografías apenas nos informan de una subjetividad que en realidad es escurridiza. Es un misterio. Podría acercarse a una o a varias de las palabras que hoy usamos para definir y darle sentido a nuestras experiencias y nuestras identidades.

El Orgullo acompañó las movilizaciones LGBTIQ+ en México desde su inicio. La marcha de junio tuvo varios nombres, como se puede constatar en los carteles con los que se convocaba a participar, aunque desde entonces se le llamó Marcha del Orgullo. En 1979, algunos militantes marcharon con playeras que anunciaban: “Soy homosexual… ¡y qué!”. La frase aglutinaba esa necesidad de despojarse de los estigmas. Era un gesto de provocación al dedo acusador de la sociedad normativa. “¡Y qué!” fue también el nombre de una de las primeras agrupaciones de Orgullo LGBTIQ+ en el estado de Baja California, en donde activistas mexicanos extendieron redes de colaboración con agrupaciones al otro lado de la frontera.

Las primeras Marchas del Orgullo tuvieron el apellido de Homosexual, antes de las siglas LGBTIQ+. En su momento, se impuso la propuesta de utilizar la identidad homosexual como paraguas, rechazando a las militantes que abogaban por un movimiento lésbico-homosexual. La centralidad de la homosexualidad pronto mostró sus limitaciones. En el mundo anglosajón, el Orgullo Gay fue una alternativa identitaria que permitió apartarse de la categoría homosexual, proveniente de la ciencia médica y con una carga patologizante. En México, sin embargo, las agrupaciones rechazaron los calcos del inglés desde una postura antiimperialista. Sí, como demuestra Rodrigo Laguarda, algunos sectores de clases medias y altas de la ciudad de México comenzaron a habitar la identidad gay en la década de los 70, los sectores más politizados, los que marchaban con sus agrupaciones en junio, eligieron nombrarse de otro modo porque lo gay les sonaba a consumo. En aquellos años, la militancia homosexual consideró que esta categoría también incluía a las personas trans que igualmente participaban de las manifestaciones públicas. Los conceptos de identidad de género y orientación sexual no se identificaban como separados porque la sociedad normativa aglutinaba a todas las transgresiones como igualmente reprobables.

En sus primeros años, la movilización LGBTIQ+ fue articulada como un Movimiento de Liberación Homosexual. Estaba en sintonía con los lenguajes de la izquierda del período y con otros movimientos de liberación que habían elaborado una lectura crítica de su sociedad y concebían su militancia como una lucha contra una opresión sistémica. Hacia la segunda mitad de la década de los ochenta, el énfasis en la liberación fue desdibujándose. Esto se debió sin duda a una transformación general en los movimientos sociales y en los horizontes de las izquierdas. Las crisis económicas, las políticas neoliberales y el eventual desplome de la Unión Soviética modificaron de esa manera los lenguajes políticos. Por otro lado, la epidemia de VIH-sida y la lucha contra el estigma hacían también difícil sostener el lenguaje de un movimiento cuya liberación se antojaba como a una expansión de la moral sexual y que para los oídos conservadores sonaba a libertinaje.

Pero sobrevivió el Orgullo. Posiblemente sea ese el concepto que nos permite rastrear la genealogía de un movimiento que, de otro modo, tendría quizás demasiadas fracturas, demasiados huecos, demasiadas transformaciones. Me atrevo incluso a sospechar que el Orgullo resiste a las críticas de la Teoría Queer/Cuir, pues a pesar de la mercantilización y el asimilacionismo, hay algo de plasticidad semántica que aún permite nuevos giros de significado. No hay que despreciar el poder de las palabras. No todo el orgullo es bien portado, ni busca que se le asigne un lugar en la sociedad. (En inglés, el orgullo también es la soberbia, uno de los siete pecados capitales.) Al Orgullo LGBTIQ+ se suma también el Orgullo Marica, el Orgullo Lencho, el Orgullo Seropositivo, por nombrar algunos. Y seguro se sumarán más. Pero si mañana comenzamos a nombrar de otra manera a la relación que tenemos con nuestros placeres, nuestras identidades, nuestras prácticas y nuestros afectos, habrá sido un importante camino recorrido para el Orgullo, para su historia.

Bibliografía

  • Ben, Pablo y  Santiago Joaquín Insausti. “Dictatorial Rule and Sexual Politics in Argentina: The Case of the Frente de Liberación Homosexual, 1967-1976.” Hispanic American Historical Review, vol. 97, no. 2, 2017, pp. 297-325.
  • Cano, Gabriela. “Inocultables realidades del deseo. Amelio Robles, masculinidad (transgénero) en la Revolución mexicana.” Género, poder y política en el México posrevolucionario, compilado por Gabriela Cano, Mary Kay Vaughan y Jocelyn Olcott, México, Fondo de Cultura Económica/Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2009, pp. 61-90.
  • Chauncey, George. Gay New York, Gender, Urban Culture, and the Making of the Gay Male World. 1890-1940. Nueva York, Basic Books, 1994.
  • Laguarda, Rodrigo. Ser gay en la ciudad de México. Lucha de representaciones y apropiación de una identidad, 1968-1982. México, D.F., CIESAS, 2009.
  • Monsiváis, Carlos. Salvador Novo. Lo marginal en el centro. México, D.F., Ediciones Era, 2000.
  • Stryker, Susan. “Stonewall in the middle”. Conferencia impartida en el Congreso de Historia Queer (Queer History Conference), 2019.

Autores
Martín H. González Romero (Monterrey, 1988) es un investigador interdisciplinario en temas de historia de género y de las sexualidades. Es profesor-investigador en El Colegio de la Frontera Norte, adscrito al Departamento de Estudios Culturales.

Ilustrador
Hilda Ferrer
Jarocha de nacimiento pero residente en CDMX, diseñadora de profesión, ilustradora de corazón, apasionada por los cómics y las caricaturas. Llevo casi 10 años generando gráfica y conectando con personas a través de ella. Me inspira muchísimo el cómic autobiográfico, me parece maravilloso, gratificante y motivador. Se ha vuelto una forma de terapia ocupacional muy importante en la vida, donde espejeo mi existencia con la de la otredad. El año pasado escribí, ilustré y auto publiqué mi primer comic llamado “Las trampas del ego”, actualmente trabajo en los siguientes tomos. Siempre he pensado que la vida es una aventura donde tú eliges que escenario quieres ver, que sensaciones quieres sentir y que papel quieres protagonizar. Creo firmemente que el viaje es el destino y hay que transitarlo con amor y coraje.