Tierra Adentro

Ilustración: Susana del Rosario
 

Sus cuentos producen el mismo desasosiego que el de las casas embrujadas: representan la excentricidad que irrumpe para transformar lo ordinario.

 
En el mundo de afuera
todo cambia; ahora le da viruela
a los vidrios y los niños se empañan.
Guadalupe Dueñas
 

Tengo dos libros sobre el escritorio. Uno es nuevo y su portada es dura y brilla, peligrosa, como sólo saben hacerlo las portadas de los libros que uno ha escrito y recibe por vez primera. El otro está cansado y amarillo. Los dos son libros de cuentos y los dos son muy delgados, apenas hacen lomo. Los dos están escritos por mujeres mexicanas. Uno es mío. El otro es de Guadalupe Dueñas, cuentista extraordinaria. Ambos libros llegaron a mi estudio el mismo día. Acabo de leerlos. El de Dueñas casi vibra. Es todo lo que yo traté de hacer con el mío y es todo lo que temo que le ocurra. Es un libro hermoso y olvidado. Su libro es delgado y se antoja frágil pero encierra horrores no anunciados. Ha pasado por muchas manos hasta llegar a desmayarse en mi mesita. Me hace pensar en la universidad y en las horas que pasé buscando entre volúmenes damnificados los siempre escasos ejemplares de autores que había que leer pero a quienes ya no publicaba nadie. Es un libro oscuro que al abrirse se ilumina. Es un libro lámpara de mesa y cada cuento brilla, breve y duro. El libro es: Tiene la noche un árbol, colección de cuentos de Guadalupe Dueñas, cuentista de Jalisco nacida hace un siglo y olvidada hace ¿cuánto?; Dueñas parece haber caído del librero para acumular polvo hasta que alguien la descubra y la levante.

Nacida en el año en que inició la Revolución Mexicana en una familia peculiar (su padre iba camino a convertirse en cura cuando se enamoró de su madre y abandonó el apenas naciente sacerdocio), siendo la mayor de ocho hermanos cuyas historias asoman en sus cuentos, Guadalupe tiene una prosa delicada y precisa que a la vez parece que golpea y que se escapa. Sus colecciones de cuentos son todo lo que uno quiere y tanto teme que pase con los libros de relatos cuando los escribe: que sean deliciosos y se olviden. La leo y miro mi libro ahí a un lado, las páginas nuevas y la portada todavía dura. Me deslumbra el alcance de la brevedad en los cuentos de Dueñas porque es algo en lo que yo he buscado trabajar en mis propios relatos: el destello de una historia que se mira un instante y que se apaga. Me asusta la precisión de sus frases y el ritmo escalonado de los puntos y seguido. Miro su portada y miro la mía y casi imagino tentáculos blancuzcos que se extienden desde mi libro hasta el suyo para chuparle algo, lo que sea. Pienso que sonríe, que se acerca y que concede.

De ella hoy quedan cuatro libros de relatos y una novela que no se sabe si está inconclusa o si ella simplemente no quiso publicarla. Su prosa huele a Ibargüengoitia y en el Centro Mexicano de Escritores, donde fue becaria y compartió espacio con Vicente Leñero y con Inés Arredondo. Pero hoy, a sus libros hay que cazarlos y su nombre no retumba en los estantes. A Guadalupe Dueñas hay que leerla despacio aunque se lea en un suspiro porque su prosa es una aguja delgada que pincha al lector y que jala el hilo narrativo y lo entrelaza de tal modo que en cuatro páginas consigue un tapiz de aparente cotidianidad en el que algo falla, no se sabe a simple vista qué es; algo está fuera de lugar, quizá un cuadro está mal puesto tratando de cubrir una grieta por la que se escapa una risa, quizá hay algo que perturba el aire sin moverlo. Insisto en que la cotidianidad es aparente porque es falsa; cada objeto en sus relatos está ahí para que de él se diga algo, para que una de esas frases sin sobrante eche ancla. Entre sus historias uno puede encontrar la de Raquel, quien visita por primera vez a las señoritas Moncada, una pareja de mujeres siniestras que son niñas y son ancianas y que parecen devorar a Raquel con sus faldas de volantes. Hay también ejércitos de ratas que devoran la carne de los muertos en los cementerios. «Crujen en ruido sordo las entrañas que desgarran sus colmillos. En unos cuantos minutos se hartan, pero se renueva la manada infinita que pule los huesos igual que una máquina».

Guadalupe Dueñas es una de esas cuentistas geniales y alejadas y leer sus textos, siempre breves, produce la sensación de desasosiego del que entra a una casa perfectamente ordinaria y de la que le han dicho que está embrujada. Todo ocupa el lugar que debe ocupar, los libros pasan lista en el librero, los tapetes se arrugan bajo las botas y allá, arriba del ropero, asoma una niña pequeñita, sentada dentro de un frasco de conservas; casi hay que mirar dos veces para convencerse de que se ha visto a Mariquita, esa pequeña que flota en un frasco que algún día tuvo chiles. Es una delicia dejarse sorprender por estos acentos de excentricidad sembrados dentro de viñetas en apariencia ordinarias.

Guadalupe destaca en la brevedad, sus cuentos asoman, miran, y se escapan y hay que estar atento si se quiere sostenerlos en las manos un instante. De ella se ha dicho que como escritora es clara e irreverente, que perturba con su humor la atmósfera de lo cotidiano, pero en cambio yo encuentro una cotidianidad desfasada, a mi juicio, no escribe sobre éste nuestro mundo sino sobre uno que está muy cerca, pegadito, un universo paralelo en donde las hermanas muertas pueden guardarse en frasquitos de conservas y donde «sucede que mis brazos vienen a mi encuentro y me empujan, mis piernas huyen, son ellas las que viajan, mientras permanezco hundida en mi cansancio. Cuando regresan mi memoria está parda y exprimida, no reconozco mi cuerpo. Prefiero repartirme en un puñado de luciérnagas».