El Manicomio de los gatos (fragmento)
Nuestra primera parada sería Río de Janeiro. En la sala de espera, mientras firmaba algunos autógrafos de compradores apresurados en las librerías del aeropuerto, Edgar Terracota recibió una llamada. No abordamos el avión sino un taxi que nos llevó de vuelta a las oficinas del corporativo. No era buen momento para viajar a Brasil.
Pese a su rivalidad profesional vivían una cordial tregua inspirada en los intereses comunes. Tonalli era vegetariano y Jazmín, vegana. Eso ya era un buen comienzo para ir juntos a comer. Se decidieron por una fonda vegetariana cerca del estudio la cual dejó medianamente satisfecha a la comunicadora. En el tema era radical, hasta el aire le parecía carnívoro y un vegetariano era a regañadientes aceptado. Era pretenciosa y le pareció barato el lugar. En cambio, Tonalli, culto almidonado que amaba nuestras raíces, estaba contento y con apetito. A los postres, tiempo que aprovecha la secta para denostar el gluten, retomaron el tema que los convocaba: la intrusa que pronto sería desenmascarada.
En la sala de juntas se reinstaló el estrés y los malos modos. Resulta que Pamelo Cuello no se la tomó a bien, sobre todo cuando supo que las ventas de la segunda parte de Un infalible seductor aumentaban semana tras semana. Conocía muy bien a Edgar Terracota y eso no ayudó a calmar su ira. Recordó que lo habían acusado de plagio y ese detalle lo remarcó cuando se reunió con sus abogados personales y con los de su poderosa editorial. Para el escritor brasileño estaban plagiando el contenido de su gran obra maestra: El ilusionista descalzo, que había vendido millones de copias y había sido traducido, incluso, al chino mandarín, entre otras muchas lenguas. En la ciudad de Shanghái, donde no era menos que un ídolo, había tenido una presentación en algo parecido a un estadio deportivo.
Cuando regresé a casa, Lagata Christie andaba de malas. Yo tampoco estaba de humor. Así que optamos por la más saludable de las políticas felinas: ignorarnos. Aunque cuando le servía su leche, reblandecido, me dijo, es mejor una cancelación que un mal viaje. Tienes toda la razón. De repente, como si leyera las hojas del porvenir, corrió despavorido. Tocaron a la puerta, eran Tonalli y Jazmín.
—Esperamos no importunar —turnándose las pocas palabras de esta oración, los comunicadores, ya estaban con los ojos adentro del departamento.
—¿Podríamos pasar? —preguntó Tonalli.
—Traemos un pastelito —agregó Jazmín llenado de merengue su embuste.
Los invité a pasar a la sala. Era evidente que, con los últimos salarios había renovado los sillones. Cada uno ocupó un lugar frente a mí.
—Venimos de la panadería La Gran Vía.
—Sobre la calle de Ámsterdam, muy buena relación precio-calidad —googleaba Tonalli en su cabeza, sin
venir al caso.
—Sí, ya sé —miré a los intrusos sin pestañear.
—Está rico —agregó Jazmín mientras desenvolvía esa torta de fresas mal intencionada.
—¿En qué puedo ayudarles?
—¡Qué gran obra es tu más reciente novela!
—Gracias —dije—. ¿Necesitan un cuchillo?… Digo, para el pastel.
—Claro. Yo lo reparto —Tonalli impostó la voz, como si a las presentes nos fuera a dar una rebanada de verga.
—¿Y qué capítulo les llamó más la atención? —pregunté segura, pues aunque no lo hubiera escrito, lo había leído renglón a renglón.
—Tú, Tonalli, ¿qué recuerdas? —Jazmín le pasó el balón a su compañero quien tardó en contestar un largo y sinuoso minuto.
—La estructura es fascinante, me recuerda a los conceptualistas centroeuropeos.
—¡Ay cabrón!… —dije— Sí amerita una botella de vino. Bueno, al menos un café.
Caminé a la cocina a calentar agua, esperando que el café instantáneo fuera una pista para los intrusos y acortar su inesperada visita. Lagata Christie me interceptó con una reflexión: ¿Así o más mamones tus invitados? Cállate, te van a oír y terminaras en un psiquiátrico de gatos, mira que sí existen, pinche gata chismosa: no son mis invitados y no sabía que los cuatro patas vieran noticiarios culturales. Lo veo porque los mininos necesitamos alicientes para dormir. Bueno, estate sosiega que no tardan en irse. ¿Sabes dónde dejé la charola? En el estante, ¿dónde más?, miau.
Mi demora fue aprovechada por aquel par. Sin que me diera cuenta, Tonalli Chilacayote encontró clavado en el portallaves un recibo del gas, a nombre de Rosa de la Huerta. Intentó tomarle una foto con su teléfono celular, pero cayó al suelo; Jazmín tomó el recibo y lo guardó a toda prisa en su bolso.
—Bien, ahora sí el pastelito —dije, mirando el magnífico postre que parecía incólume.
—Tonalli, ¡tenemos grabación! ¡Y ya es bien tarde!
—Será mejor que nos despidamos.
—¿Y el café y el pastel de La Gran Vía? –pregunté, justo cuando comenzaba a tomarle gusto a la triquiñuela. Nos despedimos con doble beso. Tonalli aprovechó para pasear lentamente su mano sobre mi espalda. Al cerrar la puerta le grité a Lagata Christie: rara como eres te gustan las fresas, ven a la sala a que te comas algunas.
La gata lo hizo con gusto, degustando también la crema mientras veía a su remedo de madre que miraba un par de uñas descascaradas: Tú no comes y bien que te gustan los postres… ¿Acaso estás esperando ver si el pastel está envenenado? ¡Qué poca madre! Te juro que no… Déjalo así, me voy a la cama.
Pamelo Cuello quería hacer un escándalo de resonancia internacional y amenazó con demandar a la editorial con sede en Barcelona para quedarse con ella y poner a todos de patitas en la calle, empezando por mí, o más bien dicho, por Pamela Coratello.
En México, como en otros países de Latinoamérica, la barahúnda crecía al pasar de los días. El escándalo cada noche era retomado por los primos González. Por su parte, Ernesto Laponte, que era admirador del escritor brasileño, exponía en su programa la necesidad de investigar, pero desde su perspectiva los dos libros y los dos autores eran igual de buenos. Mayté Centauro no se quedó atrás e invitó a la cabina al supuesto editor y a la supuesta escritora. Invitación que declinamos por instrucciones de la oficina en España: bajo ningún motivo daríamos entrevistas.
Más allá de la intriga autoral, Jazmín Altomaro y Tonalli Chilacayote Fernández no tenían mucho de qué platicar. Permanecían en silencio en el recibidor del periódico Reforma, hasta que alguien bajó por ellos y los condujo a la sala de juntas que presidía una de las periodistas con más poder en el rotativo. Era Gladiola Moya, editora, morelense, culona y de corazón duro. Todo el tiempo hacía gestos despectivos, se echaba pedos arteros y silenciosos e iba cobrando deudas una a una. En la sala de juntas si algún desinformado le llevaba una silla angosta donde se sintiera incómoda lo más probable sería
que ese empleado tuviera su último día en la redacción.
—¿Asunto? —Gladiola Moya ya los esperaba.
—Bueno… —balbuceó Jazmín sin saber si sentarse o quedarse de pie.
—Siéntense.
Explicaron lo mejor que pudieron el complot editorial y luego pasaron a mostrar los documentos.
—¿Y con un pinche recibo del gas pretenden denunciar a una autora que vende cientos de miles de libros?—cuestionó la editora con un gesto en el que se combi-naba la gastritis con un día soleado y bruma industrial.
—Pues así empiezan los grandes reportajes —intervino Tonalli, con cierta dignidad.
—Sí, se me olvidaba. Bueno, los recibí porque están a cuadro, pero hasta ahí. Agradezco su visita. Me van a perdonar porque tengo mucho trabajo.
Salieron del periódico al sol que hacía hervir los charcos de las banquetas. Las alcantarillas olían a rata muerta. Tonalli, que resguardaba una pincelada de guerrero tlaxcalteca se dijo entre dientes que aquello no quedaría así. Jazmín Altomaro buscó sus gafas oscuras y se despidió de su colega con un indiferente y malogrado beso en la mejilla.
En el aeropuerto internacional Benito Juárez Pamelo Cuello fue recibido por reporteros de los medios nacionales como una clara muestra de que las disputas es su principal interés. El escritor brasileño habló en un excelso español que buscaría la justicia y la reparación del daño e incluso, podría llegar hasta La Haya. Los periodistas asumieron que senda advertencia merecía, mínimo, un recuadro en primera plana. El Todopoderoso quiso que justo en ese momento uno de los muchos achichincles del Ingeniero Carlos Delgado, alguien que no mucho tiempo atrás fue catalogado como el hombre más rico del mundo, atestiguara la alharaca en el aeropuerto debido a la presencia de uno de los autores preferidos de su jefe, quien repetía a las revistas de sociales que leía mucho a Octavio Paz, pero en realidad, cuando leía, mientras cagaba en un wáter de oro, sólo era a Pamelo Cuello.
Nada perezoso fue con el chisme con el Ingeniero, quien durante el día no le hizo caso. Ya en la noche, en
su amplia habitación, el billonario viudo se acordó que no había hecho popó en todo el día. En la tapa del wáter lo esperaba El ilusionista descalzo. Media hora después retomó la conversación con el achichincle: ¿Cómo que Paolo Cuello está en México? Sí, Ingeniero, es lo que traté de decirle en la mañana. Organiza una cena. ¿Dónde? En mi casa.
A la cena acudieron los chosen few. Por la salida a Toluca, lugar donde se confunde la riqueza con la miseria, llegaron los invitados, sin olvidar la malicia de invitar tanto a Pamelo Cuello como a Pamela Coratello. Para desplante de los selectos se servirían molletes, sodas y vino queretano, utilizando la llamativa vajilla de la cadena de tiendas de electrodomésticos y cafeterías, todas de su propiedad. El billonario viudo, que venía de Monterrey, aterrizó su helicóptero Bell 412 en un solar de la residencia con sólo seis habitaciones. Lo esperaban los invitados quienes se sintieron aliviados de que no serían
plantados. El Ingeniero dio la instrucción de que se invitaran a algunos personajes de los medios culturales y sociales. Así llegaron a la residencia, ufanos y hambrientos de la verdad, Tonalli Chilacayote y Jazmín Altomaro. No tardo en aparecer Mayte Centauro; también asistió un poco incómoda Galdiola Moya, quien entraba y salía del baño, como queriendo investigar si de verdad había un wáter de oro.