Tierra Adentro

Titulo: Melancolía de los pupitres

Autor: Jaime He

Editorial: Secretaría de Cultura / Dirección General de Publicaciones Poder Ejecutivo del Estado de Querétaro / Fondo Editorial de Querétaro

Lugar y Año: 2018

La escuela nos otorga —extrañamente— un horizonte de sentido. Cada infante ingresa al aula preparado para hacerse de una nueva lengua. Y mientras nuestros rudimentos gramaticales duermen de tedio sobre las hojas pautadas de los Scribe, el patio de recreo bulle con un segundo lenguaje: es ahí donde nacen los apodos (nuestros epítetos heroicos) y las leyendas de otros reinos (otros colegios).

Apenas acaban las vacaciones, la escuela es habitada por los fantasmas de héroes, princesas, oráculos y grandes villanos. En el salón de clases se entremezclan la hipérbole de la épica, el retruécano picaresco, las confabulaciones colectivas y la marcha de las retóricas académicas: cada profesor es —a su modo— un estilista malogrado que pretende seducir y ganarse la atención del grupo. Entre los mesabancos, a orillas de las canchas y en la frontera de los baños se gestan los mitos que pretenden explicar esa arbitrariedad inquietante de respirar un mundo.

Cuando comienzan a palidecer las promesas escolares, la literatura entra al quite, chuta el tiro y espera a que otro distraído devuelva la pelota que voló la barda. La ficción consuela porque nos hace creer que en el salón 64 ocurrieron acontecimientos dignos de ser narrados, que entre sus cuatro paredes está la clave para descifrar la tristeza de González, las ínfulas de Romagnoli, la rabia del Tetudo y las obsesiones de Paula Valero. Pero lo cierto es que la literatura no descifra ni esclarece; acaso sugiere un orden falso y le cobra venganzas minúsculas a ese otro relato que llamamos realidad.

Ahora quisiera imaginar que habla el profesor X del Instituto Moncadense. Un cliché con suéter de rombos y café soluble en vasito de unicel:

—Jaime Hernán, tengo algunas dudas respecto a su manuscrito.

— ¿Qué dudas, maestro?

—En la página quince describe una sala de urgencias y dice el narrador, cito: “Esa sala me ofrecía un delicioso bullicio de lamentos, parecido al de las vacas mugiendo de hambre”. Líneas más adelante habla de una niña que se voló un par de dedos con un petardo y dice, cito: “Chillaba como me imagino que lo haría un águila”. Más adelante habla de los pezones de cierto personaje y dice, cito: “estaban tan separados que parecían dos sombreritos mexicanos alejándose cada cual para su fiesta, como buscando resguardo en la oscura maleza de las axilas”. También, señor Hernán, en una escena francamente pornográfica, menciona a un personaje que chupa determinado apéndice de la anatomía masculina con, cito: “el mismo ahínco con el que se sorbe un grumo atascado en un popote”. Mmhm… no estoy seguro…

—Es solo un cuento, maestro, no lo tome tan en serio.

—¿Cómo no lo voy a tomar tan en serio? Si tuviera que escribir un reporte a sus padres, ¿qué les diría? Señor y señora, en los cuentos de su hijo hay felaciones furtivas, masturbadores anhedónicos, prostitución encubierta y una usurpadora infantil. Por favor… dígame, ¿pasa algo en casa?

Y en este punto dejamos a Jaime y al profe discutir a solas.

Aprovechamos la querella para espiar su boleta de calificaciones: un par de notas sobresalientes aquí y allá y los consabidos ochos y nueves. La boleta de un ñoño, pues. Repasamos los hechos conocidos de sobra: los números de un escritor pulcro, exacto y contundente. Un humorista quirúrgico al que le basta enlistar los elementos de un espacio (un cine, una oficina o un set de televisión) para que este deje entrever su carisma ridículo. En Melancolía de los pupitres las pulsiones oscuras aparecen balanceadas por su contrapeso ramplón: la ironía se expresa sola, elegantemente, sin guiños ni aspavientos de sabelotodo. La crueldad se asoma para ceder ante el retrato compasivo. En este conjunto de relatos se cumple el axioma clásico de la comedia, una planta ligera de raíces profundas. El alumno conoce su oficio y —quizá por eso— la melancolía prevalece al final de la lectura: no hay forma de contar todo. El escritor zarpa en busca del tiempo perdido y anticipa su fracaso; aunque en estos cuentos existan pistas y elementos para explicar las obsesiones de los personajes, invariablemente palpita una zona de sombras en donde pareciera que cualquier cosa es posible, una región ajena al control del escritor. Sin embargo, a riesgo de desbalagarse, el autor se recrea imaginando al otro, al que tomó un camino diferente y dobló la esquina para adentrarse en la aventura.

Melancolía de los pupitres orilla a preguntarse; si no somos más que la suma desordenada de nuestras propias fabulaciones: los anhelos, las fantasías y las historias truncas: todo aquello que pudo haber sido, pero que jamás sucedió. Este libro nos devuelve a la noción de que la vida está en otra parte, de que respiramos mejor en un aire de metáforas y mitologías y que cada uno —desde su pupitre, desde la soledad— anima la cáscara de un personaje que nunca acaba de escribirse.

La escuela, ese primer país que nos otorga una coordenada (la del tirano, el jodón, la ruidosa, el flatulento, el ñoño o el excéntrico), tiene su trasunto tragicómico en la vida de los adultos. Ahí estamos de nuevo, en un salón más amplio y salvaje, con cuerpos más viejos y desparramados; sé que ahí —en esa jungla en donde la mayoría se pretenden profesores— Jaime He es un mirón atento y precavido: el estudiante esquinero (guardián de atalaya) listo con una cerbatana que nos recuerda nuestra insignificancia. Es justo el tipo de pillo rápido y comedido al que es tan difícil atrapar.

Por desgracia —o al menos hasta donde tengo conocimiento— Jaime no ostenta cargos públicos ni corre una casa de apuestas; eligió equivocarse y dedicar su tiempo a esa cosa inservible y bella que es la literatura. Vio venir el balón y lo prendió de botepronto; dio un tiro largo que voló la barda, atravesó el tiempo y llegó rodando hasta nuestros pies. Ahora es el lector quien —desde su lado de la cancha— pondrá a rodar la pelota.

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