El joven que se hizo poeta
Jaime Sabines se convirtió en las últimas cuatro décadas del siglo xx en el poeta mexicano más leído. Fue un escritor que logró penetrar a través de sus versos en el gusto literario de miles y miles de personas, que llegaron a saber (y saben) sus versos de memoria. Sus lectores rebasaron las butacas de salas como el Palacio de Bellas Artes y la Nezahualcóyotl de Ciudad Universitaria, para escucharlo decir sus poemas; multitudes que, desde pantallas gigantes en las explanadas de ambos recintos, celebraron al poeta cuando cumplió setenta años en 1996.
Este 2016 Sabines estaría cumpliendo noventa años, y aunque en su poesía los temas fueron la soledad, el paso del tiempo, la muerte o la condición humana, sin duda sus versos de amor siguen siendo los escogidos por sus nuevos y jóvenes lectores que, aunque no conocieron en persona al poeta, lo citan de memoria. En el mundo de lectores digitales que impera, las redes sociales están colmadas de versos y frases que dijo Sabines; una veintena de cuentas en Twitter y otro tanto en Facebook llevan su nombre o el de alguno de sus libros, para repasarlo o, incluso, simularlo.
En los fragmentos siguientes tomados de mi libro Jaime Sabines. Apuntes para una biografía, a partir de una entrevista que se transformó en una conversación a lo largo de diez años, el poeta cuenta sus primeros pasos como creador y las influencias literarias en su juventud.
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La única fuente de cultura en mi casa fueron los libros; no solíamos escuchar ópera, música clásica o cosas así. La cultura y mi formación intelectual vinieron únicamente a través de mi padre, los libros y la vida misma. En secundaria y preparatoria me dio mucho por leer; acudí a infinidad de literatura pero la influencia mayor que he tenido fue a través de mi padre: su conocimiento de la literatura oriental me ayudó a llegar a las raíces de todo.
En el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, donde estudiaba la secundaria, hubo un concurso de poesía y declamación por el día del maestro, y mi hermano Jorge, que era el que escribía, me dijo:
—Participa, yo te escribo el texto.
Escribió una prosa de una cuartilla y media, y me ordenó:
—¡Mándalo al concurso!
—Tú no puedes participar, es sólo para estudiantes —le dije.
—Lo sé, mándalo con tu nombre —me respondió.
Me negué a hacer eso, era una farsa. Sin embargo en la casa mi mamá y todos insistieron en que lo enviara porque yo, por estar en la escuela, podía concursar y Jorge no. Así que acepté con la condición de hacerlo con seudónimo: Jaisab, que tenía las primeras letras de mi nombre y apellido. El poema se llamaba «Fugas», hablaba de amor, ¡y salió premiado con el primer lugar!
Así fue como a los catorce o quince años empecé a tomar en serio la escritura; me vi en la necesidad de hacerlo porque había ganado un premio sin haber escrito nada. Me obligué a escribir: ¡todo mundo esperaba lo que escribiría en seguida! No es que supiera que iba a ser poeta; en ese momento quise ser poeta. No creo en los poetas de vocación, creo en los poetas del destino, creo que la poesía es como una maldición o como una bendición humana que nos salva del diario morir.
Al principio, la poesía, para mí, era como un juego, no era la necesidad de la escritura, la cosa compulsiva de escribir; digamos que de alguna manera mis inicios en la poesía fueron espurios. Era decir: «Bueno, soy poeta y escribo», y escribía versos a la manera tradicional. Desde Tuxtla conocí las formas clásicas e hice poemas como ejercicios. De eso no me arrepiento. Lo he pensado siempre: cuando ya puedas escribir un soneto y esté bien hecho, entonces debes entrar al verso libre. Ningún poeta tiene derecho a menospreciar un soneto si no es capaz de escribir uno. En un buen poema debe haber mucha disciplina, trabajo, oficio y conocimiento, pero todo eso no se debe notar. Siempre se ha dicho que el poeta nace, no se hace, y yo siempre he pensado que el poeta nace pero además se hace, y se hace con base en el trabajo, la disciplina; con base en el rigor. Para aprender a nadar hay que echarse al agua y para ser buen nadador hay que hacerlo todos los días.
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Mi vida cambió enormemente en 1945 al estudiar en la Escuela de Medicina de la UNAM, que estaba en Santo Domingo, en el centro de la ciudad. Ésta fue mi mayor tragedia. Realmente considero que en esos años me hice poeta; ahí escribía como loco. En la universidad uno dejaba de ser Jaime y pasaba a ser un número de cuenta: 55096 era el mío. Iba a la Facultad de Medicina que estaba en la esquina del parque de Santo Domingo, justo en lo que era el antiguo edificio de la Inquisición, que para mí siguió siéndolo los dos o tres años que ahí estudié.
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Es justo cuando estudio medicina que me hago poeta de verdad: en la hoguera o, digamos, en las brasas. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me pusiera a escribir. Escribía páginas y páginas. Nunca salió un buen poema, desde luego. Pero sí agarré el oficio en esos años, porque escribía por necesidad. Cuando me sentí obligado a verme y hablarme de mí mismo, de mi gran soledad, de mis angustias, mis dolores, mis esperanzas, mis sueños, cuando sentí el contraste con la ciudad que me apachurraba todos los días en la escuela, me sentí poeta. Aunque, qué curioso, no escribí un solo poema bueno en esos años. Desde el principio tuve una gran conciencia autocrítica: me daba cuenta de que lo que escribía era a la manera de fulanito de tal y no de Jaime Sabines.
Estaba tan solo que comencé a leer muy en serio la Biblia. Era mi libro de cabecera, la tenía en el buró y acudía a ella buscando consuelo a la soledad, a la angustia, a los sufrimientos que uno tiene de joven. Yo no buscaba en ella un sentido religioso, sino el consuelo humano, por eso mis pasajes predilectos eran el libro de Job, el Eclesiastés, Salomón, los Proverbios, el Cantar de los Cantares, Ezequiel y los Salmos que son poesía pura, que hablan del dolor y la impotencia humanas. La Biblia que leía era la de los protestantes, la versión de Casiodoro de Reina, porque no te seduce los oídos como la de fray Luis de León, sino que te seduce el alma; y eso es peor. La influencia de la Biblia fue decisiva no en el sentido formal de mi escritura, pero sí en mi formación espiritual.
En un principio leí de todo. Mucha literatura rusa, en particular de Dostoievski, de quien hasta la fecha me encantan todas sus obras: Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo… Es el autor ruso al que más amo, incluso por encima de León Tolstoi. Una vez cayó en mis manos la primera novela larga que escribió, Humillados y ofendidos; la comenzó cuando tenía veintiún años. Pensé: «Me voy a decepcionar porque era muy joven, pero la voy a leer». ¡Qué va!, en la página veinticinco estaba llorando. Antes ya había leído a Balzac y a otros, franceses, rusos, alemanes. También al gran narrador William Faulkner, el único estadounidense modernista que siguió la tradición experimental de James Joyce. Faulkner fue un escritor muy influido por la Biblia y los Evangelios; ahí está su colección de cuentos Desciende, Moisés.
En esos años también encontré el maravilloso libro sobre el creacionismo de Vicente Huidobro y su teoría de hacer un poema como la naturaleza hace un árbol. Descubrí a Huidobro y a sus seguidores. Junto con él estaban Eduardo Anguita, Volodia Teitelboim, Pablo de Rokha, Ángel Cruchaga Santa María y otros grandes poetas chilenos, a los que lamentablemente la figura de Neruda hizo sombra y no fueron tan conocidos; pero eran muy buenos poetas.
Comencé a leer a otros autores que me hicieron abrir mis horizontes de la poesía latinoamericana en general. Leí a Edgar Allan Poe, a Walt Whitman y su Canto a mí mismo, Hojas de hierba, que nunca me influyó, me parecía demasiado oratorio. Lo contrario me sucedió con Charles Baudelaire. Encontré una versión de Las flores del mal que era pésima. «¿Qué porquería de libro es éste? ¿Cómo es posible? ¿Por qué es tan famoso este maestro?», me pregunté. Cómo puede hacer daño una mala traducción; es infame que traduzcan mal un libro. Un año estuve enojado con Baudelaire. Y al año siguiente me cae otro libro, Los pequeños poemas en prosa, y me maravilló. Entonces ya fui a buscar otro ejemplar de Las flores del mal, bien traducido; y me encantó.
También fue determinante para mí un libro de Aldous Huxley, La filosofía perenne, que era todo el pensamiento místico oriental. He tenido lecturas que me apasionan, como es el caso de Tagore, es uno de mis grandes maestros: me fascina por su sinceridad, por su ternura; posee un elemento al que yo aspiro: la profundidad de la poesía oriental. Lograrlo ha sido mi meta. Pero no podría decir cuál es el poeta que prefiero. Es una cuestión bastante difícil de responder porque amo a Shakespeare, a Goethe, a Dostoievski.
Amo a varios escritores que me dieron mucho. En la vida creo que uno llega a amar precisamente a aquellos con los que se identifica, que te dan pan y sal todos los días. Aquí en México, Juan Rulfo es un poeta aunque haya escrito prosa, cuentos, novelas: la poesía está más allá de la forma de un texto.
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Estudié medicina tres años en los que sufrí horriblemente porque no quería engañar a mis padres; sobre todo a mi padre, quien, según yo pensaba, debía tener mucha ilusión de ver a un hijo médico. Pasaron tres años y no aguanté más. Hasta que un día que me fui de vacaciones a mi pueblo le dije al viejo:
—Voy a terminar la carrera, voy a traerte el título y lo voy a poner en la pared de la casa, pero nunca ejerceré la medicina.
Se lo confesé en medio de una tensión contenida por años. Él me oyó con mucha calma y me comentó:
—Hijo, no te preocupes. Si quieres, estudia otra cosa. Lo que quieras ser nos dará mucho gusto.
Fui a mi cuarto y me puse a llorar como un muchachito, a grito pelado, convulsivamente. «¿De qué sirvió tanto sufrimiento?», me dije.
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En 1949 decidí volver a la Ciudad de México, ahora para estudiar la licenciatura en Lengua y Literatura Castellana en la Facultad de Filosofía y Letras, en ese espléndido edificio de Mascarones; y me sentí como pez en el agua, sabrosísimo. Ahí me quedé tres años y me puse a escribir como Jaime Sabines. Estaba feliz. Entonces comencé a escribir mi primer libro: Horal.
Cuando empecé, mi práctica era escribir un poema casi todos los días. Escribía por las mañanas, por las tardes me iba a la escuela, y en las noches me ponía a leer. Entonces era leer y escribir ya sin temor a las influencias, ya había encontrado una voz propia. Llenaba libretas, escribía a lo bestia. El poemario que se publicó no es ni la quinta parte de lo escrito. Las correcciones de mis poemas siempre fueron simultáneas al acto de la creación. Estoy escribiendo y si hay una palabra que debo sustituir, me doy cuenta inmediatamente. A veces, horas después de haber terminado un poema, cambio o elimino un artículo, una palabra, pero nunca releo para rehacer un poema. Siempre creí que sería inauténtico corregir un poema después de tres meses. Sería una labor intelectual que desvirtuaría la naturaleza misma del poema. El poema es un retrato. Si soy fluyente, cambiante, no tengo derecho a corregir al Jaime Sabines de hace tres meses o tres semanas. No somos el mismo. Lo único que solía hacer algunas veces era dejar reposar los poemas para, si era necesario, cortarles el cuello por completo.
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Ya de viejo, muchas veces me han visitado jóvenes poetas y me preguntan qué consejo puedo darles. Siempre he recomendado dos libros: Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke, y la biografía de Goethe, Poesía y verdad. El mejor consejo que daría a un joven poeta es que hable de lo que conoce, de lo que tiene en sus manos, de lo que ya es vivencia para él; eso es un requisito indispensable: el poeta no debe andar inventando, la poesía no es invención, es un testimonio de la vida.