¿Me siguen?
Por muchos años he caminado sin prisa, saltado, paseado, corrido y echado un vistazo al Belfast que aparece en la obra de Ciarian Carson. Incluso tomé el autobús un verano con la esperanza de encontrarlo; deteniéndome en el Ulster Museum para ver los grabados biográficos de John Kindnesses, Belfast Frescoes, los cuales inspiraron el texto de Carson. Por desgracia estaban en préstamo en ese momento. Obviamente nunca encontré el Belfast literario; se hallaba donde siempre: en el librero de un departamento en Dublín. Sin embargo, Carson estaba aquí; lo vi sentado en una mesita del John Hewitt Bar. En ese momento me encontraba tan intimidado que fui incapaz de acercarme a él. Dejé la ciudad a la mañana siguiente.
Como verán, nunca hablábamos sobre Belfast en casa. Nada de Sinn Féin o del SDLP, nada del Acuerdo Sunningdale, ni las cinco demandas de la Huelga de Hambre de 1981, mucho menos de las desapariciones forzadas. En cambio, Sky News nos transmitía la primera Guerra del Golfo; a un Norman Schwarzkopf en pantalla con sus botas diseñadas para el desierto, rodeado de un bosquecillo de jóvenes soldados atentos a él.
Después descubrí a Carson:
Tan pronto como el escuadrón antidisturbios se instaló, llovieron signos de exclamación,
Tuercas, tornillos, clavos y llaves de coches. Una fuente de tipos móviles rota. Y la explosión
Ella misma –un asterisco en el mapa. El guión, una ráfaga
de fuego rápido…
(«Belfast Confetti»)
Este confeti de tuercas, tornillos, tejas, signos de exclamación y notación en staccato, explota de la página cada vez que se abre el libro. Carson nos ofrece la ciudad, nos alimenta con su traducción de ella, «danos hoy nuestra lectura de cada día». Su urbe literaria bordea las fallas geológicas y quema las calles de Belfast, toma curvas cerradas y accesos escondidos, recónditos. Confiamos en él. Tenemos que hacerlo, pues es el único que puede llevarnos de vuelta a casa. ¿Me entienden?
Te vieron
de nuevo. No. 100. ¿Dónde es eso?
Una vez más, ¿dónde vives?
¿Dónde vives ahora?
¿Dónde es eso?
Sí, sé que no está ahí más.
Sólo dime qué estaba ahí.
Te vieron.
(«Question Time»)
Puedo imaginar un interrogatorio similar a William Tyndale en 1536 luego de haber sido arrestado por herejía. Su crimen fue la traducción que hizo de la Biblia, del hebreo y griego al inglés. Tyndale, asesinado por estrangulación y quemado después, claramente fue un filólogo ejecutado por decisión propia. Cierra el prefacio de su Pentateuco reconociendo que podría haber errores en su trabajo; de hecho alienta a destruirlo si alguien encuentra una error en él.
Aunque los católicos españoles tenían una Biblia vernácula en castellano desde 1569, no fue hasta el Segundo Concilio Vaticano de 1965 que se permitió celebrar misa en dicho idioma. El Concilio también norma que el sacerdote oficie frente a sus feligreses sin darles la espalda, versus populum, hablándoles con un lenguaje que comprendan. Muchos poetas irlandeses nacidos en los cincuenta y los sesenta, entre ellos Carson, citan la misa en latín como la primera música que llamó su atención; es decir, la melodía que impulsó y sedujo su oído poético. A partir de ahí muchas generaciones obtuvieron el sentido litúrgico, pero perdieron la musicalidad de éste.
La traducción es un asunto quijotesco, resulta común perderse en el mundo fantástico del sonido, equivocarse y, en mi caso, pedirle al barman otro beso en lugar de otro vaso —o como sea que se llame en lo que estaba bebiendo—. Atraído por la calma de los molinos, acercándome tanto como me lo permiten las hipnóticas astas, imagino a un gordinflón Sancho Panza montando con un par de volúmenes de María Moliner en cada costado de su burro y el diccionario Collins español-inglés en su espalda. El traductor es un caballero andante fuera de sí que cabalga de cabeza entre la inmensidad de la poesía española y latinoamericana.
Quizá está lloviendo y uno se encuentra en un aguacero extranjero, o mejor, una tormenta, como Juan Gelman lo sugiere en Bajo la lluvia ajena; silenciado por el exilio, con una mandíbula migrante que, dislocada, está en otro país. Traducir los poemas de Gelman me ha sumergido una vez más en los demonios de mi propio exilio; la sopa que frecuentemente apaga el silencio. Así que me tambaleo hasta la experiencia que el poeta tuvo a propósito de la dictadura argentina. En el poema VII se pregunta: «¿Hasta dónde este exilio exterior coincide con otro más profundo, interior, anterior? ¿Hasta dónde los idiomas extranjeros, la ajenidad de rostros, voces, modos, maneras, encarnan los fantasmas que asediaron mi propia juventud?». «Asediaron» contiene la palabra sed. Bajo el duro sol español, será la sed lo que baje el puente levadizo; mientras, el inglés sedentario luce felizmente descansando.
No puedo decir qué eran esos demonios de los que habla el poema VII; pero una cosa es cierta, el traductor debe confiar en no ser él mismo. Debe aflojar su lengua y enredar la boca alrededor de las palabras, tan extrañas que ya lo han convertido en alguien más. Debe perderse tanto en otro idioma que sólo el oído del Quijote y la robustez de Sancho puedan ayudarlo a volver a su lengua materna con un cuento bien narrado, con un camino que seguir.
*Traducción por Pedro Montes de Oca