El instante del fantasma
En la fotografía de la que escribieron Georges Bataille y Salvador Elizondo hay un fantasma. Al centro vemos a un hombre al que, mediante la tortura del Leng Tch’é, le han ido reduciendo el cuerpo. Le quitarán cien pedazos en total.
Solemos pensar que la memoria está en el cerebro, pero está dispersa en todo el cuerpo. Las manos recuerdan las canciones en el piano; las piernas recuerdan la densidad del agua en las albercas. Cuando alguien pierde parte del cuerpo, pierde parte de la memoria. Y quizás también parte de las emociones. Algunos experimentos demuestran que las personas que quedaron parapléjicas en un accidente experimentan después emociones menos intensas. Así le pasó a Oliver Sacks, quien tuvo un accidente y dejó de sentir una pierna por meses: «sentía que faltaba parte de mí, de mi persona; y, en consecuencia, me sentía radicalmente disminuido».
El hombre de la fotografía será cada vez menos su cuerpo, menos él mismo, pero al momento de la fotografía sigue vivo. Y quizá las partes que pierda seguirán existiendo —de manera distinta. El cuerpo tiene memoria de sí mismo. Una memoria tan vívida y persistente que cuando alguien pierde una mano, brazo o pierna, la imagen y la sensación de eso que falta puede permanecer durante meses o años.
Los miembros fantasmas se sienten y duelen de la misma forma en que lo hacían los miembros reales. Como todos los fantasmas, son una paradoja: la materialización de una ausencia. Son ese límite en el que conviven la existencia y la desaparición, la vida y la muerte, la materia y el vacío, la memoria y el recuerdo. La vida al mínimo.
El hombre de la fotografía está disminuido a la mínima expresión de su cuerpo y su existencia.
Ese instante que obsesionaba a Elizondo, en el que un fotógrafo capta el intervalo, a la vez infinito e inexistente, entre la vida y la muerte, ese, es el instante del fantasma.