Tierra Adentro

 

Recordada sobre todo por su novela El libro vacío, la escritora tabasqueña logró recrear el mundo de la pequeña burguesía, y representar la soledad «como un nuevo humanismo».

 

Busco responder esto: ¿qué tanto El libro vacío logra tomar distancia de la tremenda irradiación de El laberinto de la soledad en mucha de la escritura mexicana de los años cincuenta? La pregunta es pertinente en la medida en que la narración de Vicens parece una magnífica encarnación de algunas ideas pacianas. Las fechas ayudan: El laberinto… se publica completo en 1950 y para 1958, cuando le toca salir a la luz a El libro vacío, aquel se ha vuelto, junto con Libertad bajo palabra, ¿Águila o sol? y El arco y la lira, una lectura fervorosa entre casi todos los escritores mexicanos —de Fuentes a Monsiváis— que buscan renovar las guías declinantes de Reyes o Vasconcelos.

Y más allá de las fechas hay una señal clara: en la edición de 1986 en Lecturas Mexicanas se incluye la «Carta prefacio de Octavio Paz» (no sé si en alguna reedición anterior ya aparezca, pero es probable). Esa carta fue escrita por Paz como acuse de recibo a Vicens del envío de su libro, publicado por vez primera por la Compañía General de Ediciones, y es fácil suponer que la propia autora pidió su inclusión justamente como prefacio para la edición posterior más o menos masiva (treinta mil ejemplares la de Lecturas Mexicanas). La fecha con que concluye la carta, «septiembre de 1958», nos dice varias cosas sobre la transmisión del texto: que Paz leyó el libro recién impreso o incluso antes; que su entusiasmo no dependió del poso crítico canonizante ya acumulado por la novela de Vicens para 1986; que, asimismo, Vicens no buscó la sanción del gran sancionador que era Paz en los ochenta, sino que en su momento le mandó su libro a un colega y contemporáneo. Y dice algo más importante: que para el año de la muerte de Borges y Rulfo, Vicens seguía confiando en que aquellas palabras escritas por Paz casi treinta años antes aún podían prologar su libro, aún lo iluminaban o lo encauzaban.

¿Qué palabras son esas? Elogios, claro, y casi al inicio, un énfasis clave que no sé bajo cuánta conciencia escribe Paz: El libro vacío es «una verdadera novela». Después, viene otro acierto: afirma que Vicens logra crear «todo un mundo —el mundo nuestro, el de la pequeña burguesía». Pero de inmediato, al preguntarse si se trata entonces de una narración naturalista, viene la verdadera lectura de Paz: «No, porque las reflexiones de tu héroe […] traspasan toda reproducción de la realidad aparente y nos muestran la conciencia del hombre y sus límites, sus últimas imposibilidades. El hombre caminando siempre al borde del vacío», a lo que se añade un comentario sobre la «situación de los hombres modernos ante una sociedad que da vueltas en torno a sí misma y que ha perdido la noción de sentido y fin de sus actos». Ésa es, para Paz, la función del «artista», la de dotar de sentido al mundo fragmentado: la «nada» que dice el personaje de Vicens, señala Paz, es la nada

de todos nosotros [y] se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro «individualista» resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general.

Paz, me resulta muy claro, lee El libro vacío bajo el tamiz de su Laberinto: ahí está el mundo secular, bajo el dominio de la técnica, que extravía al «hombre»; la urgencia de un sentido que sólo puede provenir del mito o del amor; la soledad como nuevo humanismo que, de paso, proyecta como sabemos al «mexicano» a la contemporanidad con el resto del mundo.

Ahora bien, Josefina Vicens, la autora, la cronista de toros, la del pelo corto, la coguionista de Las señoritas Vivanco, etcétera, también parece leer su libro bajo esta óptica. Es más: no es absurdo conjeturar que Vicens leyó y releyó el Laberinto muy pronto, que le sirvió para aclarar algunos problemas, que gracias a él desentrañó diversas ideas y conflictos personales y que permanecía en su cabeza al escribir El libro vacío, una latencia que podría en parte explicar el nombre casi genérico de su protagonista, su alienante trabajo de oficina, la soledad que experimenta en su propia casa, la derrota de su imaginación a manos de la geometría de lo cotidiano, incluso el empleo de esa palabra, «hombre», tan heredada y patriarcal, como sinécdoque de lo humano o de la vida misma.

Me gustaría detenerme en el capítulo 11, todavía en el primer tercio de la novela, donde José García narra una transición: del Laberinto hacia afuera del Laberinto. Su plan consistía en encontrar un «hombre» en la banca de cualquier parque, un solitario que representara esa condición humana, y confraternizar con él. En la Alameda halla uno, se acerca, le ofrece un cigarro y calcula sus palabras antes de hablar: «Sentí que debía abrazarlo y decirle que no sufriera, que no estaba solo, que yo era su amigo; que vivíamos en el mismo planeta, en la misma época, en el mismo país», y al pronunciarlas logra sentir que «yo era yo mismo, pero al mismo tiempo otro; otro que me reconciliaba conmigo y me libertaba»: ¿no parece esto una glosa, una especie de cuaderno de ejercicios adjunto al Laberinto, incluso en su léxico, en su retórica? Y sin embargo el tipo de la Alameda le da una lección a José García: «¡No estoy para sermones!». La idílica escena donde «en soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios», según escribió Paz casi al final de su ensayo, se le revela a José García como una impostura egoísta: «Mi verdadero propósito era ofrecerme yo, yo solo, y lo asalté con una multitud, los hombres, entre los cuales, precisamente, él se sentía perdido».

Mi hipótesis, más bien mi lectura, se inclina por pensar que la novela, la escritura, le dio también una lección a Josefina Vicens. Quiero decir, pues, que en sus declaraciones y en sus gestos —la inclusión de la carta de Paz como prefacio, el más notable— Vicens subrayaba el carácter universalista y laberíntico de su libro; pero en la escritura de ese libro permitió que también otras fuerzas se pusieran en juego, fuerzas que rebasaron ese carácter y aun lo (la) contradijeron. Es importante para mí precisar que no aludo con esto a la creación, ese término mítico que todo lo resuelve, apelación al genio, a lo inasible e inefable, musa laberíntica que una vez más sustrae la actividad de escribir del ámbito de las demás actividades y la jerarquiza como sagrada, musa que aquí bien podría pretender explicar cómo, en fin, el discurso racional de Vicens se vio perturbado y enriquecido por la genialidad y la magia creativa también de Vicens. No sé a qué aludo, pero no a eso. Si a algo, a la disposición corporal hacia la novela. Vicens no se puso en el lugar donde se enuncian ensayos ni ensayos poéticos ni autobiografías ensayísticas o líricas, lugares a menudo clarificadores o bien destinados a la síntesis, a la abstracción que generaliza y le habla y explica al público; se puso en el lugar de la novela, o más bien del relato, es decir, no de un género sino, como ya apuntaba, el lugar donde se puede adoptar una cierta disposición. ¿A qué? A la concreción contingente, al aterrizaje en lo material.

Y entonces emerge en su escritura no lo simbólico ni lo olímpico sino la fuerza de la historia. De hecho, El libro vacío es una novela (esto es, la forma histórica que, para Vicens, adopta el relato, el acto mismo de relatar) no sólo porque, en efecto, lo que leemos no es el cuaderno vacío de José García sino el libro mañosamente armado por Vicens (ningún momento mejor para observar esto que los dos puntos con que cierra el primer capítulo: abismo hacia la ficción). Lo es también porque narra una historia de singularización: la que va del emblema al personaje, un sujeto gris; la que va del cuaderno de (meta)escritura a la libreta de confesiones y autoexamen; la que va, en fin, del «hombre» al «hombre medio», un personaje muy próximo en ese sentido a los de Walser y Piñera, al Wakefield de Hawthorne. Cierro con tres ejes con los que podría argumentarse mejor la pulsión histórica de la escritura de Vicens:

1. La concreción de la angustia doméstica de José García. No se trata del horror tópico al tedio, sino de uno más específico: la reacción frente a la modernización bajo los sexenios de Alemán y Ruiz Cortines, que lo mismo prohíbe el «fracaso» en el proyecto de vida que estimula la existencia en tanto vida rodeada de electrodomésticos.

2. La concreción de la angustia oficinesca. En El libro vacío quedamos muy lejos de la burocracia colonial, de los grandes despachos porfirianos o de los también grandes despachos de la inmediata posrevolución. No hay picaresca. La oficina de José García es la de una empresa privada, como las de Kafka, claro, en el momento de esplendor de la ortopedia fordista de los cientos de escritorios. José García halla aquí un antecedente en aquel otro ayudante walseriano de la narrativa mexicana: el frágil Nicomaco Florcitas, de Efrén Hernández.

3. La concreción de la angustia genérica. José García es un hombre que pierde las comillas. No es el hombre en tanto humanidad, tampoco el hombre como sujeto masculino universal. Es, o va siéndolo conforme avanza en su escritura (y va librándose también, por cierto, de sus abrumadores tópicos literarios, provenientes de una particular biblioteca que habría que rastrear), un mexicano de los años cincuenta, incómodo con las esposas socialmente consagradas a ver televisión, indeciso con el «nombramiento de hombre capaz aún de tener una amante». En suma, no sabe qué hacer, cómo comportarse, cómo vivir. En su indecisión, en su vaguedad, en su apertura, «José García» es el nombre de esa singularidad.


Autores
(Puebla, 1976) ha publicado Profesores y Be y pies, publicado por la DGP, entre otros libros.
(Ciudad de México, 1985) es diseñadora editorial e ilustradora. Su trabajo ha sido publicado en México, Inglaterra y Hong Kong. Es socia de la revista de literatura e ilustración La Peste.
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